2010-04-24.LA VANGUARDIA.YO NO QUERRIA ESA CALLE GREGORIO MORAN

Publicado: 2010-04-24 · Medio: LA VANGUARDIA

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Yo no querría esa calle

Sábado, 24/Abr/2010 Gregorio Morán La Vanguardia

Es terrible cómo se van muriendo las palabras. Algunas palabras que fueron nuestras y

de pronto van desapareciendo de nuestro mundo y se van quedando ahí, arrinconadas.

Hace ya muchos años, y aquí mismo, dediqué una necrológica a las entrañables

palabras que habían pasado a mejor vida. Nunca pensé que lo mismo podía ocurrir con

los nombres. Gentes que fueron mucho para nosotros, de esos que podrían tener su

apellido grabado en el muro de los historiadores, ese Muro de las Lamentaciones para

generaciones olvidadizas. Y resulta que no, que los nombres se mueren igual que

algunas palabras, y que además es por lo mismo, porque su tiempo pasó y ellos mismos

no quisieron ejercer la indignidad de molestar, esa grosería al uso de redactores de

memorias, ególatras sin gracia ni gracejo.

Pero es verdad, los nombres que han hecho historia desaparecen como algunas

antiguas palabras. De no pronunciarse se olvidan, y al final, cuando mueren de verdad,

apenas si les echan una necrológica, casi siempre torpe y desvaída, redactada por gente

carente de todo, incluso de oficio y curiosidad intelectual. Y así resulta que acabo de

enterarme de que murió Carlos Franqui, y como llevo tiempo fuera de España y soy un

internauta incompetente no acierto a comprobarlo en toda su magnitud. ¿De verdad se

murió Carlos Franqui? ¿Y nadie le dedicó un artículo? ¡Pero si él fue motivo de páginas

enteras durante años, dándole vueltas a Camilo, a Ernesto, a Fidel, a los doce de la

revolución cubana! Fue el primero, que yo recuerde, que nos acercó a las claves que no

queríamos ver. El primero en ser acusado de gusano y agente de la CIA, ahora que todo

el mundo es tan lúcido como desvergonzado, y hasta el poeta manchego Félix Grande

marca sus distancias con Julio Cortázar. ¡Tiempo de jetas e impostores! De los

supervivientes será el reino de la historia.

Me sucedió también con Eduardo Navarro. Ahora que cualquier simple habla de Suárez

como si hubiera nacido en Cebreros y compartido despacho en la calle Antonio Maura,

resulta que se murió aquel que sabía, el depositario de todos los secretos, el hombre

que había hecho tantos discursos, informes, conspiraciones, como ningún otro de la

transición. Incluido Rodolfo Martín Villa, que al final será el gran historiador. Porque el

último superviviente, el que aguante, el que los vaya enterrando a todos tendrá el

supremo derecho a escribir la última palabra. Y nadie dirá Martín Villa dixit, sino la

historia ha sentenciado.

Y este largo exordio es para llegar a la doble noticia de que ha muerto Pepín Vidal

Beneyto y que la alcaldía de Madrid dedica a su memoria una calle. Una a él y otra a

Jaime Capmany. Demasiado volumen de noticia para digerirla de una sentada. ¿Cuánto

tardará en desaparecer de la historia Pepín Vidal? (Nunca oí a nadie que le llamara

José; todo lo más, irónicamente, Pepén,como una i pronunciada a la francesa). A tenor

de los escasos artículos necrológicos, su muerte física anuncia la definitiva de la

historia. Y sin embargo, Pepín Vidal Beneyto fue una figura muy importante en el

mundo intelectual del antifranquismo y la transición; menos de lo que su inagotable

vanidad creía, pero bastante más de lo que sus adversarios hubieran tenido a gala

atribuirle.

No estimo en mucho la obra intelectual de Vidal Beneyto, esa manía suya por estar al

tanto de la última moda París-Berkeley, pero me quito el sombrero y debería destocarse

toda mi generación hasta las postrimerías de ella, que llegan a hoy mismo, ante su

figura humana. Mi admiración ante el agitador intelectual que había en él, su audacia,

su resolución, su inagotable entusiasmo por las causas más perdidas, pero siempre

dignas. Algo de Blasco Ibáñez habitaba en su personalidad; aires levantinos, quizá. Los

ricos no se meten en líos, y si alguna vez lo hacen es porque quieren aumentar su

patrimonio. No fue el caso de Pepín Vidal, que era rico y no se hizo más por eso.

De la naturaleza de su ambición intelectual y social dice mucho que empezara siendo

secretario de un hombre como Escrivá de Balaguer, el fundador del Opus Dei. El resto

será una mezcla de Blasco Ibáñez en lo levantino, de Garibaldi en la radicalidad y de

jacobino en su pasión por el poder y la conspiración permanente. Pocos como él podían

explicar el contubernio de Munich de 1962 y la insólita aventura de crear la primera

universidad independiente de la historia de la dictadura - CEISA, que clausuró el estado

de excepción de enero de 1969-,y luego los diversos conciliábulos que llevaron no sólo a

la Junta Democrática, sino a las negociaciones entre esa junta y don Juan de Borbón;

las bambalinas que manejaba de buena mañana el abogado García Trevijano y que se

venían abajo al anochecer, que para eso estaba allí el gran jubilado don Pedro Sainz

Rodríguez, auténtico rey de la noche, desbordante bebedor y exquisito pornógrafo.

Es pena que a Pepín Vidal le perdiera la parte menos suntuosa de su personalidad; su

afán por dejar sentada una obra teórica en vez de contar la parte práctica de una vida

brillante y desmesurada. La especie de memorias que escribió son tan sosas como las

de un catedrático de latín en un instituto de Palencia. A su obra teórica la mató el

síndrome del académico: ¡que nadie piense que no sé! Y así resulta que sus libros son

centones de citas y padecen de elefantiasis erudita. Pero su obra de activista intelectual

no; todo lo contrario. Era un agitador entusiasta y divertido. Para buscar esa veta e

incorporarla a un libro que preparo sobre la España intelectual de los años del cólera,

charlamos algo por teléfono y quedamos citados en París, tal que los mismos días que lo

ingresaron. Me lo quitó la parca, que diría un mal poeta levantino.

Y ahora resulta que el Ayuntamiento de Madrid ha decidido concederle una calle a este

personaje que bien merecería una avenida, y si me es permitido sugerirlo en lugar tan

controvertido como el barrio valenciano del Cabanyal. Pero por eso de las

compensaciones políticas que hace extraños compañeros no ya de cama sino de nicho,

le van a dedicar otro tanto a un tipejo que murió hace ya algunos años, y que ya conoce

póstumas gracias en plazas y homenajes, el murciano Jaime Capmany, cuyo nombre

toda una porción de ciudadanos españoles no pronunciamos sin ese desprecio que se

otorga a la basura periodística. Como aún es el día que no entiendo que gentes

supuestamente leídas se hagan mieles de la "prosa de Paco Umbral", que siempre me

pareció pluma entre avestruz y ganso, menos aún entiendo que las columnas biliosas,

corruptas y bien remuneradas de Jaime Capmany tuvieran algún interés dentro de la

prosa periodística.

Porque uno puede ser un canalla - como lo fue con reiteración y cierta alevosía el tal

Capmany-y un gran escritor. Es uno de esos extraños fenómenos entre paradójicos y

perversos que consienten la naturaleza y el arte. Por eso me parece fuera de lugar

oponerse a un homenaje a Agustín de Foxá, escritor notable y persona decente por otra

parte. Ni siquiera diré nada a que bauticen con el nombre de Jaime Capmany una plaza,

una calle o un matadero municipal, aun sabiendo lo sucio y vil que fue, no sólo durante

su etapa como director del falangista Arriba,sino jaleando a los asesinos de Salvador

Allende y cobrando suntuosas cantidades por elogiar a los militares golpistas argentinos

durante los Mundiales de fútbol, periodo que conocí de primera mano y que constituyó

la primera empresa española compradora de periodistas, que tuvo por mal nombre

Ageurop. En puridad, deberíamos decir la tercera, porque en España, y hasta hoy

mismo, la primera empresa compradora de periodistas es el Estado, seguido de las

comunidades autónomas.

Por eso, y por mucho más, que cada cual tenga sus calles, sus parques y sus propios

mataderos, pero separados en el bando. Sin mezclar en los decretos, que no es lo

mismo haber estado en Munich allá por el 62, defendiendo la democracia para España,

que escribir editoriales llamando a que los fusilaran a su vuelta. ¿O sí?

Si fuera que sí, yo propondría que sortearan las calles. O que les pusieran números,

como en América.

Gregorio Morán