1999-09-27.LA RAZON.SENTIDO SOCIAL DEL OTOÑO AGT

Publicado: 1999-09-27 · Medio: LA RAZON

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SENTIDO SOCIAL DEL OTOÑO
LA RAZÓN. LUNES 27 DE SEPTIEMBRE DE 1999
ANTONIO GARCÍA TREVIJANO
La influencia de las estaciones en las conductas y sentimientos de los hombres instalados en civilizaciones solares, pese a estar mitigada por el acondicionamiento artificial de los habitáculos modernos, sigue siendo motivo de inspiración para poetas del sentimiento, y de reflexión para escritores de la conducta. Todas las estaciones tienen sus encantos y fastidios sociales. Pero siempre se viene dando a la primavera la palma de oro; al otoño, la de plata; al verano, la de bronce; al invierno, la de hierro. Las discrepancias en esta jerarquía es cuestión de latitudes. No es el mismo otoño en el Moncayo que en la Vega de Granada. Ni la primavera en los valles asturianos que en las llanuras manchegas. Mientras duró la civilización agrícola, la sociedad acompasó sus tiempos de fiesta y ocio a los de cosecha y reposo en las faenas del campo. La urbanización y la programación masiva de los días de asueto cambiaron, en las sociedades industriales, el sentido natural de las estaciones. Por la renovación general y repentina de la vida urbana, ahora parece que, terminado el verano, entra con el otoño el encanto perdido de la primavera en España.
Naturaleza y sociedad se han separado. Entrando y saliendo de las escuelas bajo la sombra otoñal de sus madres, los bulliciosos críos prestan a la ciudad, con árboles de doradas cabelleras, la algarabía de la vida que en la naturaleza rumorea con el verdor de la primavera. Naturaleza y sociedad se desconocen. Acudiendo y escapando de las fábricas y oficinas, por caminos de asfalto y orientación de encrucijadas, ríos de mujeres y hombres anónimos concurren animados a las fuentes del sustento y se dispersan apresurados, como hormigas sin alas, hacia lejanos hormigueros. Naturaleza y sociedad se enfrentan. Sólo con la vista y el tacto, los sentidos no pueden catar las cosechas. Las frutas insípidas no han madurado en frutales, las hortalizas aguachentas no han crecido en huertas aireadas, los caldos de la vendimia no han reposado en las bodegas y lo que viene del mar, la granja o el pasto, llega congelado. Paladear en la mesa algún sazonado de animal sano se hace aún más raro que topar en la ciudad con una persona sabia.
Y, sin embargo, naturaleza y sociedad, divorciadas desde que los días se emparejaron a las noches, se reconcilian y se abrazan en prometedores encuentros amables bajo la templanza del sol y las dulces lluvias del segundo equinoccio. La nueva mocedad retoza y se enlaza en los «campus» de la docencia, con unos ramilletes de libros encapullados que, como exóticas flores de invernadero, se abrirán con desgana en la siguiente primavera. Las alfombras de colores, los abigarrados tapices que no pudimos admirar más de un día en los verdes prados, adornan las riberas de las anchas calles y se meten en los escaparates de las primicias sociales. Más bonitas y menos excitantes, por ser más duraderas y menos salvajes que las naturales. La sociedad renueva en los otoños la vida cultural, como la naturaleza los sentidos en primavera. Todo se abre, incluso la esperanza, en las gentes y las instituciones. Desde los Tribunales a las Universidades, la «rentrée» es general y profunda porque, junto a la reactivación de lo social, se hace una inevitable entrada en el interior de la conciencia.
Otoño consagra las fiestas del espíritu y de los espíritus. La de las madres inmaculadas, todos los santos y todos los difuntos. O sea, concepción de la vida personal y vida, con la muerte, de la especie. Las hojas caen para que otras nazcan del mismo árbol. No hay ahí consagración de la vida individual, como en primavera, sino consagración de la vida de la especie. Fiesta, pues, de la humanidad. Y como las fiestas del espíritu no pueden celebrarse y triunfar sólo por el espíritu, la sociedad pone la decoración mundana y la naturaleza las engalana con nubes de incendio y luz de oro disuelto. ¡Otoño, en España!