2000-07-07.LA RAZON.LA PROTECCIÓN DE LA INOCENCIA JOAQUIN NAVARRO
Publicado: 2000-07-07 · Medio: LA RAZON
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LA PROTECCIÓN DE LA INOCENCIA JUEVES 6 JULIO 2000 JOAQUÍN NAVARRO La igualdad de las partes en el proceso penal exige dos condiciones orgánicas de singular importancia. La primera se refiere a la acusación. Si es indispensable que el juez no tenga funciones acusatorias, para evitar su contaminación, también es esencial que la acusación pública no tenga funciones judiciales. Deben excluirse, por tanto, todos los poderes típicamente judiciales en virtud de los cuales se ha desarrollado la «tendencia invasora del ministerio público» por la que éste -como denunciaba Carrara en el caso italiano- «poco a poco se va arrogando el dominio del Derecho». El propio maestro añadía que el ministerio público no debe tener otras atribuciones que no sea la de acusar. Si se implica en el proceso inquisitivo, si tiene poder para incoar procesos, para dirigirlos o para influir de algún modo en los procesos escritos (que después tendrán algún valor probatorio contra el acusado) «no será sino un simple investigador, aunque se le dé el nombre que se quiera para engañar al vulgo». A través de esa integración del ministerio público en el proceso inquisitivo, la función de policía se mezcla con el derecho punitivo (fenómeno propio de Gobiernos despóticos) en lugar de mantenerse ambos separados (lo que ocurre en los regímenes libres). La segunda condición orgánica exigida por la igualdad de las partes afecta a la defensa, que debe estar dotada de la misma dignidad y poder de investigación que el ministerio público. Esta equiparación sólo es posible si junto al defensor de confianza -elegido por el acusado- se instituye un «defensor público», esto es, un magistrado destinado a desempeñar el «ministerio público de la defensa», antagonista y paralelo al ministerio público de la acusación. La creación de esta magistratura (o «tribunado de la defensa») como institución separada tanto del enjuiciamiento como de la acusación, fue propuesta por Filangieri y Bentham desde el presupuesto de que la tutela de los inocentes (o la «protección de la inocencia», en palabras de Lucchini) y la refutación de las pruebas de culpabilidad son funciones de interés no menos público que el castigo de los culpables y el allegamiento de las pruebas de cargo. Sólo de esta forma vendría a superarse el desequilibrio institucional que existe, de hecho, entre acusación y defensa. Este desequilibrio confiere fatalmente al proceso un carácter inquisitivo. Es obvio que el magistrado público de la defensa no debe sustituir al defensor elegido por el acusado, sino que tendrá que situarse junto al mismo, como órgano complementario, subsidiario y subordinado a la estrategia del defensor privado. Estaría dotado de los mismos poderes que la acusación pública sobre la policía judicial (cuando ésta exista realmente) y habilitado para la recoger contrapruebas, lo que garantizaría una efectiva paridad entre la función pública de la prueba y la no menos pública de su refutación. Aseguraría, además, a diferencia de la actual función del «defensor de oficio», una igualdad efectiva de los ciudadanos en el ejercicio del derecho de defensa, lo que en las actuales condiciones orgánicas y procesales es una simple quimera. La creación de este «ministerio público de la defensa» tropezaría inevitablemente con la oposición corporativa de los Colegios de abogados. Pero sin su existencia será imposible la igualdad de las partes, presupuesto esencial del juicio contradictorio y del derecho de defensa. La cuestión es polémica, pero de una rabiosa actualidad en cualquier Derecho penal y procesal de carácter garantista. Sobre todo cuando el ministerio público -debidamente independizado del Poder Ejecutivo- se haga cargo de la instrucción penal y concentre facultades y poderes que serían inquietantes si no estuviesen contrapesados por esta magistratura pública de la defensa. Claro que nuestro Defensor del Pueblo (¿quién nos defenderá de él?) podría exigir que este defensor público se abstenga de defender a los asesinos que, al parecer, debieran ser juzgados sin defensa alguna y, una vez condenados, con pruebas o sin ellas, recluidos en sus mazmorras sin derecho alguno a denunciar cualesquiera excesos policiales, judiciales o carcelarios. Como dice Enrique Múgica (el «ahora honesto», en expresión de García Trevijano) ningún defensor que se precie defiende asesinos.