2002-04-27.LA RAZON.LA ORIGINALIDAD EN LAS BELLAS ARTES MARTIN MIGUEL RUBIO

Publicado: 2002-04-27 · Medio: LA RAZON

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LA ORIGINALIDAD EN LAS BELLAS ARTES 
LA RAZÓN. SÁBADO 27 DE ABRIL DE 2002 
MARTÍN-MIGUEL RUBIO ESTEBAN
¿Pocos conceptos han existido tan mortíferos y letales para las Bellas Artes como ese que se llama «originalidad». La originalidad en manos de los románticos inició el camino hacia la extravagancia y el delirio, que han venido a convertir a las Bellas Artes en una tomadura de pelo, ajenas por completo a las «inventiones» del artista clásico. Etimológicamente, la única originalidad que existe en las Artes es el originario, primitivo y esencial deseo del hombre de rozar la belleza eterna. Como dice mi admirado Agustín Andreu: «La invención, esa frontera del conocimiento donde éste explora, descubre y crece, renovando más o menos sensiblemente el horizonte de la vida humana, ofrece la ventaja esencial de impedir que la historia del conocimiento humano se convierta en mero museo. La invención remueve la aventura pasada del pensamiento, juntando tradición e invención, historia y futuro como el suelo seguro del hombre». Es decir, es el relevo genuino y eterno que coge el artista verdadero a los modelos clásicos, como antorcha que alumbra un horizonte estético siempre un poco más lejano. 
   La primera crítica a la originalidad mal entendida y letífera, que ha acabado hoy por estrangular todo vestigio de belleza apolínea, la hizo Horacio en su Epistula ad Pisones: «Humano capiti cervicem pictor equinam / iungere si velit et varias inducere plumas / undique conlatis membris, ut turpiter atrum / desinat in piscem mulier formosa superne, (...) velut aegri somnia, vanae / fingentur species, ut nec pes nec caput uni / reddatur formae. Pictoribus atque poetis / quidlibet audendi semper fuit aequa potestas». Los griegos y los romanos, antes de que llegase el brutal y despiadado pesimismo paulino, representaban a la muerte como un hermosísimo efebo de proporciones tan perfectas como inquietantes, hermano gemelo del Sueño (Homero), en la honda certeza de que la belleza perpetua es el reino que constituye la otra orilla y a la que como especie humana irreprimiblemente tendemos. 
   Siempre me ha cautivado la película, ¿Conoces a Joe Black?, de Martin Brest, con Anthony Hopkins y Brad Pitt, en el papel de La Muerte. La Muerte representada como un efebo apolíneo es la perfecta imagen del clasicismo greco-romano precristiano, tal como la Arqueología de la Ilustración alemana demostró. La belleza como tendencia y fin de toda vida sana y «honrada». La personalidad del artista creador clásico es tan «original» que desaparece al limitarse a fraguar el mármol en un molde anterior a los tiempos y a los mundos. Como dice Parménides, el Ente no puede acrecerse en «el antes» ni disminuirse en «el después». Las obras clásicas son esencialmente originales porque están en el punto exacto de su plenitud estética. Las obras han nacido ya con la fatalidad de su perfección, impolutas y totales desde su génesis y sin posibilidad de tránsito y madurez. Son la realización integral del Ser. Y Parménides proclama que sólo se puede creer en la belleza que no tiene génesis ni fin. Tiene toda la razón el maestro Trevijano, que desde estas páginas fugaces nos está exponiendo un verdadero Tratado de Las Artes, cuando afirma que «la originalidad es condición necesaria pero no suficiente para la creación artística», pues el dominio del oficio sobre las formas específicas supone una exigencia para que la añoranza de la belleza perenne vuelva a traernos la belleza de algún modo. 
   La belleza del hombre en este mundo no es menos efímera que el tiempo vivido de una mariposa; por eso es bienaventurado aquel que muere en la «akmê» de su belleza en su plenariedad radiosa. Entrará en un universo que no tendrá que rectificar su originalidad hispostática. La belleza se encuentra homogénea, como fraguada en las mismas leyes que hacen al Ser inmutable y eterno. La perfección artística sólo se concibe limitada por su belleza. Cada forma artística no puede evadirse de ese universo mental original, en el que se identifican la concepción y lo concebido. La belleza original será siempre pelagiana: en su propia naturaleza está asegurada la gracia de su transcendencia. El arte original anticipa nuestra esencia gestual de eternidad, que nuestro instinto llama belleza.