2004-07-15.LA RAZON.LA FLEBITIS BORRAS
Publicado: 2004-07-15 · Medio: LA RAZON
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LA FLEBITIS LA RAZON. 15 DE JULIO 2004. RAFAEL BORRÀS Todo verdor perecerá, nos advierte el Eclesiastés, pero hasta julio de 1974, hace ahora 30 años, los españoles de a pie no tuvimos la evidencia de que incluso la primera magistratura del país, cuyo titular había reiterado una y otra vez su carácter vitalicio, más pronto o más tarde se enfrentaría a un vencimiento improrrogable. El primer semestre de aquel año había sido pródigo en acontecimientos que, sin excepción, nos mantuvieron con las antenas paradas: el 4 de enero juraron sus cargos los miembros del nuevo Gobierno presidido por Carlos Arias Navarro tras la voladura del almirante Carrero Blanco en diciembre del año anterior; el 12 de febrero, Arias presentó en las Cortes el programa de su gabinete, recibido como promesa ¬«el espíritu del 12 de febrero»¬ de una moderada apertura política; el 2 de marzo fueron ejecutados en Barcelona, a garrote vil, el estudiante anarquista Salvador Puig Antich y el súbdito polaco ¬que luego se demostró que era alemán¬ conocido como Heinz Chez; el 3 de marzo saltó a la prensa el llamado «caso Añoveros», que, a través del obispo de Bilbao, representó el más duro enfrentamiento entre la Iglesia y el Estado desde la época en que la cúpula eclesiástica, con su Carta colectiva de 1937, bautizó la rebelión militar como una «cruzada»; el 23 de abril, Pío Cabanillas Gallas, ministro de Información y Turismo, aprovechó el Día del Libro en Barcelona para salir en defensa de la identidad de los pueblos, en tanto se dejaba fotografiar con la barretina puesta, prenda, por cierto, que nunca jamás ha lucido, que recuerde, ningún intelectual catalán que no haya perdido el sentido del ridículo; dos días después, el 25 de abril, estalló en Portugal la «revolución de los claveles», que liquidó en pocas horas 48 años de dictadura sangrienta; el 28 de abril, José Antonio Girón de Velasco publicó en el diario «Arriba», órgano del Movimiento, unas apocalípticas declaraciones ¬«el gironazo»¬ contra la supuesta liberalización política del gobierno Arias; el 14 de junio, el jefe del Estado Mayor, teniente general Manuel Díez-Alegría, fue cesado por su entrevista en Bucarest, dos semanas antes, con el presidente rumano Nicolae Ceaucescu, enviado por Carlos Arias, que, de manera poco gallarda, ocultó a Franco tal circunstancia y firmó su defenestración; el mismo día 14, en un mitin del Partido Comunista de España en Ginebra, Dolores Ibárruri y Santiago Carrillo anunciaron la inmediata unión de las fuerzas políticas españolas para lograr la derrota del Régimen; el 15 de junio, en Barcelona, Arias se desdijo públicamente de cualquier veleidad aperturista que pudiera desprenderse de su discurso del 12 de febrero; el 20 de junio, Antonio García Trevijano propuso, sin éxito, a Don Juan de Borbón que encabezase la operación política preparada por la Junta Democrática. Pero ninguna de aquellas noticias, unas publicadas en portada y otras descifradas entre líneas, tuvo, como era lógico, la resonancia motivada por el anuncio, el 9 de julio de 1974, de que el general Franco, que contaba entonces 80 años, había ingresado por su propio pie en la que podía ser su penúltima morada. Guardo de aquella fecha un recuerdo muy nítido. Aquel día almorcé en el Círculo Ecuestre de Barcelona con los amigos de la Peña Ignacio Agustí, como hacíamos todos los viernes desde que, el mes de febrero anterior, había muerto Ignacio, cuyo nombre dimos a la tertulia semanal que manteníamos. Mediado el ágape, una llamada telefónica de Carlos Rojas me levantó de la mesa. Radio Nacional, en el programa todavía conocido como «El parte», me explicó ligeramente excitado que acababa de transmitir una noticia increíble: Franco había sido hospitalizado en la Residencia Sanitaria que llevaba su nombre, en Madrid, aquejado de una flebitis en la pierna derecha. De regreso en el comedor de la planta noble, que nos reservaban todas las semanas, solté el bombazo; nadie quería dar crédito a la información transmitida, y creo que ninguno sabíamos qué era una flebitis. Que el general hubiese sido hospitalizado parecía indicar que podía tratarse de algo serio, pero que lo hubiese hecho andando por sí mismo restaba gravedad al asunto. Un contertulio asiduo, el doctor Enrique Salgado, oftalmólogo, nos sacó de dudas: una flebitis no era ninguna broma ¬a Enrique Salgado, yo le había publicado en Ediciones Nauta, en 1968, «Radiografía del dictador», un estudio sobre la pasión del poder, en el que, por supuesto, no se mencionaba para nada al inquilino de El Pardo¬. Hubo un momento de silencio, interrumpido por el propio doctor Salgado, que se puso en pie y propuso un brindis «por la muerte inmediata del mayor tirano de Europa». La reacción de Ángel Carmona, compañero de fatigas en la aventura juvenil de la revista «La Jirafa», fue inmediata: ¬ ¿Ah, no! ¿Yo no brindo por la muerte de un viejecito! Carmona, en los años inmediatos, había sido zurrado a multas. Asistente asiduo a todas las manifestaciones prohibidas, procuraba pasar inadvertido discurriendo en paralelo al grueso de las mismas ¬que en ocasiones era escaso¬, y simulando leer un libro para camuflar mejor su participación en «un acto subversivo»; algún listillo de la Brigada Político Social, sin embargo, lo tenía calado, y de manera indefectible, pese a sus protestas de que «pasaba casualmente por allí», era arrestado, trasladado a la Jefatura Superior de Policía y multado por orden gubernativa; en una ocasión, al declararse insolvente para pagar una multa superior a sus posibilidades, que eran siempre escasas, le embargaron el frigorífico, que le precintaron, y me parece que fue Pepe Guinovart, compañero de viaje además de gran pintor y magnífica persona, quien tomó la iniciativa, dando ejemplo, para que unos cuantos amigos reparásemos el desaguisado. Años después Carlos Rojas narró en sus memorias el episodio del Ecuestre, que conocía por alguno de los presentes; para sorpresa suya y mía, Javier Tusell, en una entrevista posterior en «La Vanguardia» de Barcelona, utilizó idéntica expresión que la formulada por Carmona y transcrita por Carlos: ¬ «¿Ah, no! Yo no brindo por la muerte de un viejecito»¬ al rememorar su reacción el 20 de noviembre de 1975, cuando Franco, aquella vez sí, abandonó este valle de lágrimas; por una vez la necedad cedió paso a la sensatez. La fiesta que todos los años el jefe del Estado ofrecía el 18 de julio en La Granja, con gran despliegue de folclóricas, se celebró por primera vez en la historia del Régimen sin su asistencia, y presidida por su segundo de a bordo, el entonces Príncipe de España, Don Juan Carlos de Borbón, quien al día siguiente, en aplicación de la Ley Orgánica del Estado, asumió con carácter interino la primera magistratura del país. Las especulaciones, como es lógico, se dispararon más aún, y la inesperada decisión hizo pensar a algunos que tal vez Franco se decidiría a dar paso, en vida, al sucesor designado a título de rey; afortunadamente para Don Juan Carlos, no lo hizo; de haberle cedido la silla en julio de 1974, desde aquella fecha hasta octubre del año siguiente, en que el general contrajo la enfermedad que le llevaría a la tumba, el monarca hubiese estado atado de pies y manos para poder llevar a cabo sus intentos reformistas. Aunque su patrocinador se hubiese retirado, por ejemplo, al pazo de Meirás en Galicia si el Rey hubiese autorizado la legalización del Partido Comunista, una simple indicación de aquél a los mandos del Ejército hubiese dado al traste con todo. Y si el Rey hubiese esperado a que Franco se muriese ¬noviembre de 1975¬ para iniciar la reforma, en aquellas fechas su imagen habría estado ya quemada de manera irreversible. Franco, el día 30 de julio, ya recuperado, abandonó la Residencia Sanitaria y regresó a El Pardo. Aquel mismo día Santiago Carrillo y Rafael Calvo Serer presentaban en París la Junta Democrática de España. Después, el 17 de agosto, Franco se marchó a su pazo, donde el 2 de septiembre, de manera totalmente inesperada, reasumió sus poderes. La conmoción del mes de julio pareció remansarse, pero la ciudadanía tuvo conciencia de que, contra todas las previsiones humanas y divinas, el general Franco no era inmortal.