2001-05-19.LA RAZON.ELOGIO DE UNA MATIZACIÓN POLÍTICA RUBIO ESTEBAN
Publicado: 2001-05-19 · Medio: LA RAZON
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ELOGIO DE UNA MATIZACIÓN POLÍTICA LA RAZÓN. SÁBADO 19 DE MAYO DE 2001 MARTÍN-MIGUEL RUBIO ESTEBAN Antonio García Trevijano nos descubría el pasado 10 de mayo en una columna jovina que la violencia política y el terror político son conceptos distintos y hasta divergentes. Tan es así que el verdadero terror político no puede implicar grandes dosis de violencia; si las produjera ya no se hablaría de terror, sino de un horror que pondría en peligro la continuación del terror. El terror perturba el alma social, la desquicia; la violencia política fundamentalmente destruye las personas, mata sin más. Y lo delirante del terror está en una dosificación matemática de la violencia (¿un atentado por mes?, ¿dos por mes?). Es así que violencia y terror vienen a ser dos géneros escénicos radicalmente distintos. La violencia es a los juegos de gladiadores lo que el terror es a la tragedia. Por eso la literatura romana no conoce grandes tragedias después de Accio, porque se poblaron de violencia. Las tragedias de Séneca no consiguen tener carácter trágico porque el horror de la violencia sustituye al terror de la culpa social. Y en donde la sociedad no tiene un morboso sentimiento de culpa no puede haber terror. La violencia política (v. gr. nuestra Guerra Civil) tiene una sustancial concomitancia con la épica de la sangre, pero en ella no suele encontrarse lo genuino del terror, que siempre se rige con una «economía de la violencia» (v. gr. la represión franquista o las acciones de Eta). El propio Brecht reconoció que en el «epische Theater», por sanguinario que sea, no se encuentra el terror trágico. El terror nunca ha sido un fenómeno cuantitativo. La violencia, menos sutil, se expresa en guarismos arábigos; el terror es algebraico. No es el número de asesinados lo que constituye el terror político, sino la repetición de asesinados singulares. La violencia es un volumen; el terror una enfermedad mortal del alma social. Las matanzas colectivas no envenenan el alma; la muerte verdadera, la que engendra el terror y nos empavorece, sólo empieza en el individuo. El terror nos ciega de espanto y afición a las tinieblas de la precivilización. Un Estado terrorista y una organización terrorista lo son porque básicamente constituyen el modelo de un asesino en serie: todos podemos «ser culpables» del delito de no ser «él». Pues bien, creo con Roland Barthes que el mejor historiador del terror político ha sido Tácito. En su mejor obra, los Annales, se nos presentan «sólo» unos cincuenta asesinatos políticos producidos desde la agonía de Augusto hasta la muerte de Nerón. Unos cincuenta actos de terror perpetrados por el Estado en medio siglo. Y, sin embargo, a pesar de esa ralentizada dosificación de la violencia, el cuadro que nos consigue presentar Tácito es absolutamente siniestro y aterrador. El miedo es tan sólido que se podría cortar. El terror también llega a matar a quien no quita la vida; como Paulina, la mujer de Séneca, salvada por orden de Nerón, y conservando a partir de entonces durante años en la palidez de su rostro exangüe, la señal de una comunicación con la nada. El ciudadano se aterra con sus propios pensamientos y su propio corazón. La libertad de pensamiento es un suicidio, y al suicida se le estrangula después de muerto para poderle confiscar los bienes de acuerdo con la ley. La libertad tiene una irrefrenable vocación de muerte. Y el hombre que ama la vida y desea vivir el mayor tiempo posible la toma como un arcaísmo político. Pero el terror se funda sólo en la singularidad realzada (patricia), pues la matanza masiva destruiría el orden, y con él, el terror fundante del principado. Los ministros del Interior que han dicho que Eta sólo mata cuando puede no saben lo que están diciendo. Si Eta generara grandes matanzas colectivas sacaría al Estado de su actual letargo y trastocaría el actual orden político, impotente ante ese terror que se mantiene como una sanguijuela del propio orden. Terror y violencia son términos divergentes; pues el terror perpetúa las situaciones, congela la imagen política; y la violencia es políticamente creadora. No es ninguna casualidad que la mejor época de la tragedia romana coincida con la Roma augústea, con la pérdida de la «vieja» libertad: El Thyestes, de Vario, y la Medea, del «relegatus» Ovidio, fueron las obras maestras del género trágico romano. No es la muerte el peor daño del terror, sino la cobardía moral y la traición a la mejor parte del hombre que engendra.