1989-06-20.EL PAIS.DESOBEDIENCIA DECEMBRISTA AGT
Publicado: 1989-06-20 · Medio: EL PAIS
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DESOBEDIENCIA DECEMBRISTA ANTONIO GARCÍA TREVIJANO EL PAÍS, 20 JUN 1989 Hay muchas formas de mandar y pocas de obedecer. Los historiadores y los filósofos sólo se han ocupado de las diversas modalidades del mando político, de los numerosos tipos de dominación, sin percatarse de que este enfoque de la relación de poder, si bien es más espectacular, por ocuparse de estrategias y estratagemas de los protagonistas sociales, es menos esclarecedor de la evolución moral de la humanidad que el relato y análisis de los tipos de obediencia política. Tan escasas son las razones históricas de la obediencia que, sin riesgo de simplificación, se pueden reducir a dos categorías puras: creencia mítica en la inferioridad entre desiguales y creencia racional en el mérito entre iguales. El anarquismo es la filosofía romántica y utópica de la desobediencia política concebida como institución, como un tipo especial de autoobediencia. La desobediencia civil es un medio pacífico de liberación o protesta popular y no un fundamento de gobierno. ¿A qué género pertenece el acto popular expresado con silencio de Viernes Santo el día 14 de diciembre? La primera modalidad de la obediencia, propia del mundo antiguo, es de carácter racional y no necesita mayor explicación. Lo misterioso, lo irracional, es la formación social de la conciencia de inferioridad, pero no su diáfana consecuencia, la subordinación del inferior al superior. La segunda modalidad, propia del moderno mundo democrático, traslada el misterio al hecho de la obediencia en sí. Una vez adquirida como verdad incontestable la conciencia de la igualdad moral y civil de los seres humanos, no es fácil explicar el fundamento de la obediencia a leyes y decisiones adoptadas sin la participación directa de quienes han de acatarlas. En los albores de nuestra vida, millones y millones de pequeñas agrupaciones de individuos debieron inmolarse por no descubrir, en la obediencia al más fuerte o al más listo para la competición alimentaria, el secreto de la supervivencia. La obediencia racional a los mejor dotados para la defensa (casta militar) y la obediencia emotiva a los poseedores del secreto mítico que cohesiona y diferencia al grupo (casta intelectual) proporcionaron los dos elementos básicos de la desigualdad social sobre la que se edificó la organización política de la humanidad desde sus ignotos orígenes hasta hace exactamente 200 años. El Estado de la monarquía absoluta en la que se encarnó la nación organizada en dos Estados privilegiados y un tercer Estado llano, representa la última y más sofisticada constitución política de la desigualdad. La conciencia de inferioridad estaba metafísica y místicamente reproducida. A este tipo racional de obediencia corresponden los numerosos tipos de dominación tradicional. Sin embargo, durante ese dilatado y oscuro período, la humanidad experimentó en momentos estelares, pero fugacísimos, otras formas de convivencia basadas en la igualdad moral de los individuos. La democracia ateniense, manteniendo la esclavitud, extendió la libertad política y la igualdad de derechos sólo a los ciudadanos, que de este modo pudieron justificar en su propia voluntad la obediencia a las leyes y a los jefes periódicamente elegidos. Mayor coherencia moral y prudencia política tuvieron aquellas repúblicas comunales del norte de Italia, a finales de la Edad Media, donde el sufragio electoral atribuía la potestad legislativa a la mayoría ganadora y la potestad ejecutiva del Gobierno a la minoría perdedora. Aparte de esta efímera y originalísima experiencia democrática, sólo el pensamiento utópico de unos pocos visionarios pudo imaginar que la igualdad cristiana de las almas pudiera ser utilizada, antes de la muerte de los cuerpos que las encerraban, para construir islas y ciudades terrenales a semejanza de las civitas Dei. A pesar de la premonición de Voltaire, en su carta al marqués de Chauvelin (1764), nada hacía presagiar hace 200 años que la concepción inmemorial de la obediencia del inferior estaba a punto de sucumbir. La frustración de unas modestas aspiraciones a la igualdad fiscal de los contribuyentes provocó a uno y otro lado del Atlántico, y casi al mismo tiempo, la subversión total del orden establecido y la implantación revolucionaria de un nuevo orden político basado en la igualdad y libertad de los seres humanos. La Declaración de Independencia de Filadelfia (1776) y la Declaración de Derechos del Hombre de París (1789) constituyen los dos actos políticos y las dos creaciones intelectuales de mayor trascendencia moral que la humanidad ha producido. Los mitos de la desigualdad y de la obediencia debida al superior totémico son sustituidos por evidencias incontestables: igualdad moral de los individuos y obediencia libremente consentida a legisladores y gobernantes elegidos por los gobernados. En los primeros Gobiernos democráticos, el problema de la obediencia entre conciencias iguales no se plantea como dificultad, porque la aristocracia del mérito sustituye a la de la sangre en los propios textos constitucionales del Estado. Los cargos públicos, las tareas legislativas y de mando político han de cubrirse por elección entre personas que destaquen por su virtud, por su talento o por su capacidad. El mérito crea una desigualdad que hacen justa tanto el veredicto de las urnas como el buen juicio de sus acciones. Pero en 1795 los termidorianos acabaron con este tipo moderno de obediencia. Mediante un golpe de Estado institucionalizaron la usurpación del poder político por la representación de los electores convertida en verdadero sindicato de profesionales del poder. El instrumento de este golpe de Estado fue la promulgación de una nueva Constitución, sin convocatoria previa de elecciones constituyentes, y de un Decreto, llamado de los dos tercios, que aseguraba la perpetuación de los mismos diputados con un sistema electoral de listas cerradas. En este golpe de Estado de 1795 está el origen de la bifurcación histórica de los dos tipos occidentales de democracia que hoy conocemos: el tipo fuerte anglosajón y el tipo débil latino. De este golpe de Estado arranca la necesidad de ideologías que sustituyan la racional obediencia democrática al mérito entre iguales por otras categorías impuras basadas en el carisma de un jefe absoluto, en el totalitarismo de una idea o en la creencia de la irremediabilidad oligárquica del sistema democrático. La conciencia seducida, la conciencia ilusa y la conciencia resignada dan soporte a los nuevos tipos impuros de obediencia. No es ningún azar que el vocablo ideólogo surja por primera vez durante termidor para designar a los intelectuales del Instituto, discípulos de Condillac, que explicaban la formación do las ideas por sensaciones. Tampoco es un azar que Babeuf organice la conspiración de los iguales y defina la primera ideología comunista, contra la Constitución del 95 y su decreto electoral, en defensa de la Constitución democrática del 93. Y el bonapartismo, finalmente, no fue contingencia histórica que pudo evitarse, sino necesidad termidoriana que debió propiciarse. Desde entonces, y por muy acostumbrados que estemos, no deja de ser fenómeno extraordinario, y desde luego misterioso, que por medio de mecanismos electorales unos pocos individuos sin especiales méritos logren hacerse obedecer por una muchedumbre de su misma especie. Los creadores y difusores de la ideología de la representación, es decir, los doctrinarios de la filosofía política y del derecho constitucional, nos aclaran así el misterio: en los sistemas democráticos, los ciudadanos no obedecen a personas de su misma especie ni, en rigor, a persona alguna. Se trata de una obediencia impersonal a quien encarna a todo el pueblo, en donde "reside la soberanía nacional". Las muchedumbres seguimos pues con facilidad a nuestros mediocres gobernantes porque sabemos que así estamos obedeciendo a la voluntad general del pueblo, expresada por los votos de la mayoría de representantes que, al no ser mandatarios de sus electores ni representar intereses particulares, expresan no una voluntad mayoritaria, sino la voluntad de toda la nación. A 200 años de la Revolución Francesa, y tras una historia cargada de tantas experiencias políticas, ¿cómo explicar que personas adultas, supuestamente racionales, acepten como verdades incontestables nociones tan mágicas y místicas, tan oscuras y tan irracionales como las de soberanía popular, residencia de la soberanía, encarnación del pueblo, emanación popular de los poderes estatales, representación sin mandato, mayoría equivalente a totalidad, etcétera? Estas extrañas nociones responden al mismo concepto místico de la soberanía de Bossuet y al mismo concepto místico de la voluntad general de Rousseau. Nuestros imprudentes redactores de la Constitución han introducido este galimatías de conceptos incomprensibles por haber tomado al pie de la letra una utopía, cuyo autor consideró inaplicable a la vida política en cartas dirigidas al marqués de Mirabeau y al ginebrino François -Henri d'lvernois. Si se toman en serio, estos conceptos metafísicos conducen necesariamente al terror inquisidor de la virtud nacional (Robespierre, Stalin, Hitler, Franco) encarnada en la soberanía del dictador, que hace del miedo y de la seducción el motor de la obediencia. Si se toman a broma litúrgica, no tienen otra utilidad que la de ocultar el secuestro de la soberanía por la clase política, organizada viciosamente como sindicato de poder por temor a que la participación real del pueblo en el sistema político la retire de una forma de vida excelente. La obediencia al sindicato del poder se obtiene con sucesivos engaños ideológicos y con la permanente propaganda de todo el sistema informativo de que no hay otra alternativa política. Los sistemas políticos que se fundan sobre una gran mentira implícita, como la de fingir poderes constituyentes en su nacimiento, se ven obligados para mantenerse a no cesar de mentir explícitamente incluso en lo superfluo. A la obediencia por ilusión sucede la obediencia por resignación. El gobierno de las elites es un asunto menor de las democracias anglosajonas, muy distinto de la cuestión mayor que aquí tenemos planteada. En Estados Unidos, las elites producidas por la competencia en el sector privado son captadas por el sistema político. En España, la mediocridad organizada en el sindicato de los profesionales del poder se dignifica en altos cargos públicos para ser captada luego por los consejos de administración de las grandes empresas, que tienen el sentido común de no utilizar sus escasas dotes competitivas en el sector privado, pero sí sus grandes capacidades de influencia en el sector público para evitar la ética mercantil en los negocios con el Estado. ¿Dónde está entonces la alternativa democrática entre el extremismo de la perversión totalitaria de la igualdad y el extremismo de la perversión oligárquica de la libertad? ¿Cómo puede esperar el poder la probabilidad de una obediencia lúcida como resultado de una conciencia crítica? Del mismo modo que la necesidad de protección física de nuestro entorno ecológico está obligando a la actual filosofía a revisar la concepción del mundo industrial a partir de sus raíces cartesianas, la imperiosa y urgente necesidad de regeneración de nuestro nicho moral exige una profunda remoción de los conceptos intelectuales que han desviado del sentido común y de su sentido práctico el curso original de la organización democrática del poder. Hemos de nadar contra corriente hasta encontrar aguas limpias más allá de esta desviada concepción de la democracia inventada por el sindicato termidoriano, y reproducida por el actual régimen político español, si queremos eliminar la causa que enturbia la cultura y desestima los valores. La revisión sustancial de la organización y separación de los poderes, y también de la falsa doctrina democrática que se ha constituido en España, es condición sine qua non de todo proyecto regeneracionista, porque la alianza del poder con las finanzas, cuestión estructural de este régimen político, es la causa de apertura de esta época de liquidez y liquidación en la que todo se puede vender y comprar, incluso lo que antes se regalaba, se conservaba o se intercambiaba. El favor de una presentación personal, la asistencia a una fiesta, la vida íntima, la amistad, el amor, el consejo, el conocimiento, la conciencia. Época ésta como aquella de Thiers y de su famoso "franceses, ¡enriqueceos!", que nuestro ministerio ha remedado: .¡extranjeros, enriqueceos rápidamente en España!". Nuestro personal político se ve forzado a un comportamiento más bajo del que tendría en su vida privada, porque la maldad de las instituciones políticas de la Constitución y de la ley electoral, creadas del mismo modo golpista y con el mismo fin de sindicación termidorianos, le obligan a degradarse. El 18 de brumario consistió en un paseo a caballo de Bonaparte organizado desde dentro por el liberal Sieyes, miembro del Directorio que andaba en busca de una espada para acabar con un sindicato termidoriano que se había suicidado, como gerente de su Estado liberal, al rechazar la revisión constitucional pedida por los ciudadanos. La desobediencia política del 14-D ha expresado la protesta preconsciente de la sociedad contra un régimen liberal que no permite el juego auténtico de las instituciones fundamentales de la democracia ni que las grandes aspiraciones de los ciudadanos den contenido al debate político. Más que una protesta contra el Gobierno, que lo ha sido, el decembrismo español ha dictado sobre todo una lección política. La lección de silencio que los pueblos dan al poder cuando no tienen a su disposición las instituciones de expresión y de gobierno. Los decembristas han negado su confianza a las instituciones políticas de la transición y han afirmado su solidaridad con la única idea que, según la tesis del filósofo norteamericano Rawls, legitima hoy al Estado democrático: la de asegurar, siempre que no peligren las libertades, la mejora económica del grupo social más necesitado sin tener en cuenta los perjuicios que esta mejora pueda causar a las demás categorías. El 14-D nos remite a la cota cero de la base moral del poder. Ésta es la "utilidad de la vergüenza" nacional puesta de manifiesto ese día. Para pasar del actual régimen termidoriano a un sistema democrático es preciso reconvertir la desobediencia decembrista en fundamento de gobierno, en respeto y confianza al mérito de unas instituciones constitucionales dotadas de lo que las actuales carecen: "astucias de la razón" que desahoguen las pequeñas y viciosas ambiciones de la clase política haciéndola trabajar, sin saberlo, en virtuosos y grandes objetivos colectivos. El primero de ellos, hacer de este reino liberal algo más que una máquina de fabricar gobiernos y algo menos que un paraíso de especulación. DE LA INMORALIDAD POLÍTICA A LA CORRUPCIÓN ECONÓMICA 1 EL INDEPENDIENTE, 10 FEBRERO 1990 ANTONIO GARCÍA-TREVIJANO En el debate parlamentario sobre la moralidad política del vicepresidente del Gobierno, la autodefensa de un caso de mendacidad personal se convirtió en apología doctrinal de la inmoralidad política, de la falta de ética en la acción de gobierno. Esta ingenuidad vicepresidencial, su espontánea extrañeza de que el cinismo y la mentira puedan ser motivos de dimisión, ha provocado una reacción de sinceridad, fuera y dentro del Parlamento, que ha puesto fin al inmoral consenso. La transición ha terminado porque el consenso sobre la necesidad política de la falsedad y la mentira, como sistema de gobierno, ha terminado. La sensibilidad moral de la sociedad española, demasiado tiempo anestesiada por varias circunstancias nacionales e internacionales, está cambiando en la medida que dichas circunstancias comienzan a desaparecer o a modificarse. El escándalo público ante las mentiras del poder es síntoma indefectible de libertad y sanidad moral. Comentando la escasa capacidad de indignación de la opinión ciudadana publiqué un artículo (“El País” 24-4-89) demostrativo de que “la desorganización ética” era consecuencia y fundamento de una transición basada en el consenso. La intervención parlamentaria del vicepresidente ha confirmado este diagnóstico con una lección magistral de anarquía moral y cinismo político. Afortunadamente, esta deconstrucción moral sólo fue compartida por el suarismo y los vasco-catalanes heterodeterminados, es decir, por los autores del pacto constituyente de la transición, por la medula originaria del consenso. La mayoría de los ciudadanos, educados en una sociedad convencional, tienden a considerar los casos de corrupción como fenómenos personales y aislados que afectan de repente a personajes habitualmente intachables, pero débiles de carácter ante tentaciones irresistibles o pasiones desbordantes. La realidad es diferente. Cuando un reducido número de dirigentes se acostumbra a pensar y actuar colectivamente, en convivencia casi permanente, la corrupción moral de uno de ellos sólo puede ser personal si choca con la idea de moralidad colectiva de los restantes. Normalmente sucede lo contrario. En un partido que tira por la borda las ideas sociales que inspiraron su constitución, la ambición colectiva de poder, la táctica colectiva para adquirirlo o conservarlo, convertidas en desnuda obsesión, van poco a poco minando los escrúpulos morales de sus dirigentes para hacer fechorías que fuera del ámbito de poder del grupo no se atreverían siquiera a imaginar. La ética partidista comienza a separarse de la moral natural. Hasta que la prevalencia, sobre cualquier otra valoración, del interés de jefe y del grupito de incondicionales llega a ser tan absoluta que fuerza la dimisión de los elementos que conservan restos de su primitiva moralidad natural. El grupo dirigente no tiene conciencia de estar moralmente corrompido, sino especialmente inspirado para la percepción de la realidad del poder y del modo realista de ganarlo y conservarlo. Para estos hiperrealistas dirigentes, los críticos son moralistas utópicos que no saben de política. Cuanto mayor es la importancia que dan a las cuestiones disciplinarias, a la ausencia de tendencias organizadas en el seno del partido, a la fidelidad al jefe, mayor es también la distancia que se abre entre la moral interna del partido y la moral externa de la sociedad. El escándalo público es la chispa final que salta, para descargar la tensión social existente entre dos moralidades objetivas de signo contrario, cuando entran en contacto la opinión absolutoria del partido y la opinión condenatoria de la sociedad sobre la conducta política de un dirigente partidista. Antes de llegar a esta descarga emocional, el antagonismo moral y el conflicto social han estado largo tiempo larvados y encubiertos por ideologías engañosas y por propagandas de imagen pública. Así se explica el fenómeno social, tan característico de nuestro tiempo, de que las mismas personas que antes veían cualidades intelectuales y de carácter en determinado gobernante, se pregunten extrañadas, una vez perdida la aureola del cargo o conocida la corrupción, cómo es posible que haya podido ser presidente o vicepresidente del Gobierno, de una nación cargada de historia, alguien tan vulgar, tan inculto, tan insensible. La explicación es simple. Esas personas no han sido seleccionadas con criterios democráticos. Tienen la fortaleza de que las reviste el cargo. Representan el papel artificial de una imagen. Los personajes políticos de la transición, salvo algunos líderes regionales, traen la razón de sus cargos en designaciones autoritarias o en audaces saltos a la cúpula del partido. La transición misma tiene su causa original en el compromiso contraído por los servidores del régimen dictatorial con unos jóvenes que habían arrebatado a los dirigentes tradicionales del PSOE los puestos de control del partido. Ese compromiso fundacional del régimen político actual estuvo promovido y patrocinado por el Departamento de Estado americano y por la socialdemocracia alemana. Su finalidad fue homologar el sistema político de España con los de Europa occidental, por medio de una reforma liberal de la dictadura que impidiera la participación política del pueblo en el proceso. A este compromiso bilateral, entre la legalidad franquista y la legitimidad democrática de la oposición, se le llamó consenso por dos motivos disimuladores. Ocultar la naturaleza moralmente corrompida del pacto transaccional del PSOE con la dictadura, y crear la imagen de que los demás dirigentes, salidos del franquismo o de la oposición, no eran, como fueron, puros comparsas en el pacto de poder Suárez-González. Para llegar a esa oportunidad de privilegio, para estar allí como solos legitimadores de la legalidad reformista del franquismo, para partir con ventaja respecto a los demás grupos democráticos, los jóvenes dirigentes del PSOE tuvieron que cometer demasiadas fechorías, dentro y fuera de su partido. No fue la menor traicionar el compromiso firmado de no aceptar su legalización sin la de los demás partidos, incluido el comunista. Tampoco fue pequeña la de presionar en Bruselas para que no llevara a cabo la suspensión de las negociaciones con España mientras permaneciera en prisión el promotor de la unidad de la oposición, de la que formaba parte el propio PSOE. Los jóvenes dirigentes del PSOE aprovecharon bien la oportunidad que tuvieron de legitimar al presidente del Gobierno de la monarquía dictatorial. Antes que nada impusieron a Suárez el sistema proporcional de listas cerradas. Sabían que este simple mecanismo les daría el control férreo de su partido. Con este truco legal podrían transformar a un partido de tradición ideológica en una máquina electoral y prebendaría al servicio del poder personal y del culto a la personalidad de un jefe. Es a partir de ese momento cuando la inmoralidad política del PSOE va a alcanzar una trascendencia histórica. Colocados en esa posición de ventaja, financiados por la socialdemocracia alemana, piden elecciones antes de que se instauren las libertades, antes incluso de que estuvieran legalizados los partidos de izquierda y los partidos republicanos. Hacen creer a la opinión pública que los diputados de las primeras elecciones legislativas están legitimados para aprobar una Constitución, sin abrir un proceso constituyente, sin convocar elecciones a Cortes constituyentes. Mediante esta usurpación, el poder constituyente del PSOE y del Gobierno Suárez hace de la Constitución del Estado un simple reglamento, a la medida del juego de la clase política, sin separar los poderes del Estado, sin garantizar a los individuos contra las injerencias del poder en las esferas de la sociedad civil y de los derechos humanos. Por eso ha sido posible la aberración jurídica de Rumasa, el escándalo de los GAL, y que ahora, el Parlamento no pueda impedir ni controlar la corrupción del poder ejecutivo por tráfico de influencias. La corrupción económica, cuando afecta a un dirigente de partido, es una derivación tardía en la conciencia individual de un largo proceso de degeneración moral en la conciencia política de grupo. El afán personal por el dinero ilícito es sólo síntoma, y no causa, de una previa corrupción política de carácter colectivo. Es psicológicamente congruente que, sin estar personalmente interesado en incrementar su fortuna, el vicepresidente no sienta repugnancia, por corrupción colectiva, de que otro miembro de su entorno, su familia, o su propio partido se valgan de su influencia para obtener un lucro ilícito. EL BLOQUE DEL MIEDO EL INDEPENDIENTE, 18 FEBRERO 1990 ANTONIO GARCIA TREVIJANO Para entender lo que está sucediendo actualmente en la superficie de la política española, nivel donde se sitúan las maniobras de partido y los análisis de los comentaristas, es preciso buscar un estrato más profundo que pueda explicar las razones objetivas, más allá de las tácticas de coyuntura, de las dos contradicciones características de la situación y del momento político. De un lado, la grave anomalía de que el partido gubernamental pretenda fraguar un bloque político con los partidos que han lanzado al Estado el desafío constituyente del derecho de autodeterminación. De otro lado, la extraña coincidencia en un mismo campo político de los dos partidos que simbolizan la tradición autoritaria de la derecha y la tradición revolucionaria de la izquierda. Ese estrato profundo, condicionante y explicativo de la acción política, sólo puede estar ubicado en la economía o en la cultura. La naturaleza de las dos contradicciones visibles indica con certeza que el subsuelo de donde emanan ambas es de orden preferentemente cultural. No existen razones de mercado ni de convergencia económica que den sentido objetivo a las convergencias políticas del PSOE con los autodeterministas y del PP con IU. Desde que se inició la transición hasta las recientes elecciones, las costumbres de la clase política y de los electores no han cambiado significativamente. Pero el modo colectivo de juzgar y entender la acción política ha experimentado una profunda mutación. Ese modo de juzgar, manifestado como opinión pública autónoma, ha entrado en contradicción con las costumbres políticas, aunque todavía no con las instituciones. El 14 de diciembre señaló la profundidad de esta contradicción. La repercusión de los acontecimientos del este de Europa en los sentimientos españoles ha acentuado el distanciamiento abierto entre la opinión pública de la sociedad civil y la conducta de la sociedad política, entre el ciudadano y el elector, la moral y la política, la cultura y el poder. El actual escándalo público sobre el tráfico de influencias refleja de forma inequívoca que la hegemonía cultural está cambiando de ubicación y de sentido moral. No percibiendo la realidad de este cambio, el partido gubernamental se esfuerza inútilmente en reconducir, en retrotraer la opinión pública al estado cultural de la transición. Atribuye su actual rebeldía a pasajeras irritaciones injustificadas o a inducciones malintencionadas de campañas de opinión. Sigue juzgando la situación política actual con los criterios culturales de antes. Es decir, en términos de relaciones de poder, de intereses de clase política, de opinión pública dirigida, de prepotencia. El portavoz del Grupo Socialista ha presentido que el estado cultural no está en consonancia con el estado político. Pero se equivoca en el diagnóstico. Cuando dice que la transición «aún está falta de cultura democrática», y que «la transición cultural democrática está por hacer», está suponiendo que lo ya hecho, la transición política institucional, es democrática y no forma parte de la cultura. Es justamente lo contrario lo que es verdadero. Las instituciones políticas y el consenso constitucional son productos integrados en la cultura de la transición, que desde luego no tuvo, ni tiene, carácter democrático. La opinión pública se distancia hoy de las costumbres políticas de esa cultura. Empieza a comprender que sin control institucional del poder ejecutivo, sin separación real de los poderes del Estado, la democracia es imposible. La cultura es el modo de vivir y de entender la vida colectiva. Contra lo que piensa el portavoz socialista, la cultura integra los hábitos políticos, las costumbres sociales, los modos de producción, las creencias, los sentimientos, las mentalidades y las opiniones colectivas en un sistema coherente de valores gracias al poder de aglutinación y jerarquización que en cada época adquiera alguno de estos factores. La crisis cultural se produce cuando se entiende y se juzga la vida colectiva de modo distinto a como se vive. Esto es lo que está pasando hoy. La cultura de la transición estuvo dominada por un factor sentimental de carácter irracional que condicionó el proceso político y la mentalidad colectiva. Este factor sentimental, miedo general a la incertidumbre del futuro y temor particular a la revisión del pasado, determinó el arraigo en la opinión pública y en los hábitos políticos de una moral de situación, de una valoración social del oportunismo personal y colectivo. No importa que el temor propagado por la clase dirigente al peligro de convulsión social que llevaría consigo la apertura de un verdadero proceso constituyente, careciera por completo de fundamento. Lo decisivo fue que ese miedo social, sublimado en ideología de consenso, dio coherencia racional a la reforma liberal de la dictadura, al pacto constituyente Suárez- González-nacionalismo vasco-catalán, al pacto constitucional no escrito de silenciar el pasado, al paso de la uniformidad de la dictadura a la unanimidad del consenso constitucional, a la condena social de todo tipo de coherencia moral y de idealismo político, considerados utopías irresponsables. El disentimiento político o moral, para esa cultura oportunista, era escandaloso. Aquella moral de situación, basada en el miedo social, proporcionó a los ciudadanos una tranquilidad de conciencia, sin la que ninguna cultura popular puede estabilizarse, y a los dirigentes políticos una moral de compromiso con la que sellaron el pacto constituyente de la clase política como tal. Hoy, por circunstancias fáciles de identificar, ha desaparecido el factor irracional del miedo como elemento básico de la cultura. Y sin temor, la opinión pública comienza a ver las situaciones y las conductas sociales con los ojos del sentido común. Aprende a juzgar los comportamientos políticos, del poder y la oposición, con los sanos y sencillos criterios de la moral tradicional. Hoy se puede disentir, de la transición y del fantasioso edificio levantado sobre el miedo irracional, sin producir escándalo social. La hegemonía cultural no está ya en la sociedad política ni en los órganos editoriales que hasta ahora la monopolizaban. Está transfiriéndose insensiblemente, pero irrevocablemente, a la sociedad civil. La ética del poder, mera continuación inerte de la moral de situación de la transición, ha dejado de ser coincidente con la cultura que emerge de la sociedad civil. El Partido Socialista, teniendo todavía la hegemonía política, ha perdido ya la hegemonía moral y cultural. Sin cultura de miedo, con criterios de libertad y de moral tradicional, la opinión pública puede aclarar las contradicciones políticas visibles. Del mismo modo que la convocatoria sindical del 14 de diciembre sirvió de catalizador a un gran movimiento ciudadano de repulsa de los hábitos políticos, la vicisitud del «caso Guerra», en sí misma despreciable, ha precipitado la solución del consenso en dos bloques políticamente diferenciados en tomo al concepto mismo de la democracia y del progreso. A un lado, el llamado sin error, pero con imprecisión técnica, bloque constitucional. Los cuatro partidos que lo argamasan tienen de común la cualidad de ser únicos socios fundadores del club constituyente de la transición. Los demás fueron sus invitados. Es el bloque constituyente de la subordinación del poder parlamentario y judicial al poder ejecutivo. Tres de ellos son partidos gobernantes. El cuarto quiere volver a serlo al modo como su líder llegó a serlo, por designación desde arriba. Este bloque defensivo del poder, al oponerse a su control parlamentario, adquiere un carácter claramente antidemocrático y, al ampararse en una moralidad de situación pasada, a la que pretende retrotraer la opinión pública, toma un signo anticivil y, en consecuencia, reaccionario. Es el bloque incivilizado que sigue especulando, a través de amenazas de dimisión y de autodeterminación, con el miedo. A otro lado, los partidos que, con independencia del simbolismo de sus siglas, desean controlar institucionalmente al Gobierno y sintonizar con la nueva cultura moral de la sociedad civil. Sin concierto subjetivo, el PP, IU y los partidos regionales de oposición están en una convergencia objetiva hacia la verdadera democracia y el progreso moral. Es el bloque civilizado que ha puesto fin al consenso del miedo y, por tanto, a la transición. EL VICESCÁNDALO EL INDEPENDIENTE, 4 MARZO 1990 ANTONIO GARCÍA-TREVIJANO Para comprender la verdadera dimensión del caso político del vicepresidente es preciso evitar la confusión, en un solo escándalo, de dos fenómenos sociales sustancialmente inconfundibles. De un lado, los signos externos de rápido enriquecimiento de un militante socialista, con indicios racionales de haberlo logrado mediante la picaresca explotación de los símbolos estatales puestos graciosamente a su disposición por el Gobierno. De otro lado, las mentiras del vicepresidente al Parlamento, declarando desconocer los signos de riqueza de su hermano y el modo de conseguirla, con plena evidencia de que estaba negando obviedades que nadie en su sano juicio moral o político negaría. La primera cuestión, la de don Juan Guerra, saltó desde el ámbito secreto y privado, propio de este tipo de asuntos, al dominio público de la opinión vecinal, dando lugar al fenómeno social conocido en la práctica y en la ciencia de las costumbres con el nombre de escándalo público. La posterior publicidad dada a este asunto por los medios de comunicación, sin alterar la naturaleza, extendió su onda de choque a la opinión pública general. Nuestro Código Penal tipifica como delito de escándalo público todo acto que ofenda el pudor o las buenas costumbres, con total independencia de que los hechos escandalosos hagan presumir, por suposiciones inevitables, la probable comisión de otros actos que, de ser ciertos, constituirían figuras delictivas diferentes. El concepto de buenas costumbres varia insensiblemente de una época a otra. Pero en los asuntos limítrofes de la sociedad con el Estado, y en los modales de la clase política, el concepto cambia bruscamente de significación social al pasar de un régimen dictatorial a otro democrático. En este momento histórico, nadie podrá negar que las buenas costumbres han sido ofendidas, están siendo lastimadas por un militante socialista, hermano del vicepresidente, que hace alarde social, con un modestísimo sueldo, de riqueza millonaria. Las sospechas de corrupción del Gobierno y del Partido Socialista no nacen de la malicia de los escándalos, sino de la imprudencia del escandalizador y de sus poderosos protectores. La segunda cuestión, la del vicepresidente, al salir del círculo convencional de la sociedad política —donde se resuelven los conflictos en discretos compromisos— y penetrar en la intimidad de la sociedad civil, constituye un puro escándalo político. A diferencia de lo que sucede con el escándalo público, sobre el que toda persona civilizada debe dejar en suspenso un juicio de culpabilidad, por respeto al superior principio de presunción de inocencia, el escándalo político deja en suspenso la probidad o la inteligencia de todo el que no emita, sin más, un juicio irrevocable de reprobación, de culpabilidad política de quién miente a la institución representativa del pueblo, cuando ha sido especialmente emplazado para decir, en ella, la verdad. La mendacidad del vicepresidente ante el Parlamento ha sido tan manifiesta que sólo se atreven a dar crédito a sus palabras los hombres que política o culturalmente lo necesitan. El Presidente González, para no dejar el Gobierno. El ex Presidente Suárez, para volver a él. El escritor Sánchez Ferlosio, para mantener la ilusión de permanecer en la hegemonía cultural que dio la hegemonía política al PSOE. Nadie los toma, sin embargo, por crédulos retrasados mentales. Todos saben que encaman por excelencia al espíritu santo de la transición. Los dos primeros practican, el tercero teoriza, la virtud del engaño político con la misma desfachatez que la de un vicepresidente cogido «in fraganti» mentira. Dos ideas «cultas» han sido puestas en circulación para salvar al Gobierno de las consecuencias de estos dos escándalos, para eliminar la dificultad política en que lo coloca la evidencia, para obviar lo obvio. El portavoz parlamentario del Grupo Socialista ha lanzado una: las reacciones sociales que se hacen eco del escándalo son debidas a una falta de cultura democrática. Lo más difícil de la transición, la transición cultural democrática, está aún por hacer. La otra idea, del único intelectual que ha dado la cara en favor del Gobierno, complementa la anterior explicitando las dos acciones que pueden desarrollar esa cultura democrática: desmoralización de la política, considerando la mentira como cualidad congénita del poder, y transformación de la conciencia política en conciencia administrativa, llamando la atención de los ciudadanos hacia los asuntos y no hacia las personas. Estas dos proposiciones culturales no son originales del señor Sánchez Ferlosio. La primera procede de la ideología política del anarquismo libertario. La segunda, nacida de los politécnicos positivistas, es una versión atenuada de la «administración de las cosas» en lugar de las personas, que Engels presagió como etapa final del comunismo en una sociedad sin clases y, por tanto, sin Estado, sin política. El novelista ha recurrido a estas utopías románticas, de principio y final del siglo XIX, para sentar las bases de la cultura democrática española en el siglo XXI y, de paso, eliminar la trascendencia política del escándalo vicepresidencial, tanto por tratarse de congénitas mentiras del poder, como por no tratarse de errores científicos en la administración de asuntos o de cosas. Mucho más sutil que el portavoz socialista, el escritor ha sentido la necesidad de desbaratar la virulencia del escándalo real por medio de una explicación ideal e ilusoria del mismo. Su causa no está en las personas y hechos escandalosos, sino en la índole escandalizable de las opiniones moralistas de la política y en la ley del mercado, que encierra a los medios de comunicación y a la libertad de expresión en el callejón sin salida del amarillismo personalista. Era inevitable que, lanzado por esta pendiente, tropezara literalmente en la piedra del escándalo y cayera en el fondo psicológico de la teoría eclesiástica del escándalo farisaico. Con todos estos ingredientes, ideológicamente incompatibles, Sánchez Ferlosio construye una teoría sucedánea (Ersalz) del concepto sociológico de escándalo político. Teoría que, en honor a la barbarie de la síntesis y a su función vicaria de hacer las veces o sustituir al principal escándalo, sólo puede ser bautizada con el descriptivo neologismo de «vicescándalo». El escándalo vicepresidencial ha encontrado su horma ideológica en el «vicescándalo» de un intelectual que, para salvar al Gobierno, se ve obligado a condenar a los farisaicamente escandalizados ciudadanos. Pero la base religiosa del vicescándalo también es falsa. Si la Iglesia se pronunciara sobre los hechos que preocupan hoy a la opinión, conforme a la ortodoxia de la teología moral, estaría obligada a reprobar a los pecadores del escándalo, Juan y Alfonso Guerra. El novelista comete un error de historia y otro de exégesis bíblica. La denuncia de la propensión a escandalizarse no es, como dice, tan antigua como la parábola del fariseo y del publicano, que se refiere a la soberbia y a la humildad, y no al escándalo. El primero que la formula, respecto a las diferencias de alimentos entre judíos y gentiles, es el más famoso de los fariseos, en su «Carta a los romanos». Pero el concepto moral de escándalo fariseo, al estar íntimamente relacionado con la conducta de los poderes espirituales y políticos respecto a los bienes temporales, tuvo necesariamente que ser elaborado después de Constantino y de Nicea. El escándalo fariseo no es creación evangélica ni paulina, sino patrística. Fundamentalmente de San Jerónimo, San Gregorio y San Agustín. A la escolástica llega ya perfectamente definido como murmuración maledicente de los débiles e ignorantes, y mal ejemplo contagioso, del comportamiento de los poderosos en los asuntos terrenales. En esta materia, la teología moral de los Padres de la Iglesia distingue entre actuación escandalosa con bienes y asuntos propios, que es condenable, o respecto de bienes y funciones ajenos. Esta última ha de proseguirse a pesar de que escandalice. Según esta doctrina, la conducta privada de Juan Guerra es condenable, y la pública de Alfonso Guerra, también, por tratarse de asuntos económicos propios y no de gestiones del patrimonio estatal. En cambio, el despilfarro de langostinos para promocionar los productos de Andalucía es un escándalo farisaico no condenable. El escritor Sánchez Ferlosio desconoce el carácter sociológico y moderno del escándalo político, que sólo pudo surgir después de que naciera, poco antes de la Revolución Francesa, la opinión pública. Sus dos notas características, el sobresalto de la opinión y la reprobación de lo políticamente inesperado, están presentes en la sorpresa general ante el cinismo de un vicepresidente del Gobierno que, pudiendo dar una explicación humana del aparente enriquecimiento de su hermano y una respuesta políticamente coherente a su disfrute de bienes y símbolos del Estado, prefirió mentir con arrogancia de poder a decir la verdad con sinceridad de apoderado. La incomprensión intelectual de Sánchez Ferlosio, su creencia de que las críticas a las mentiras del poder son de orden moralista y superficiales, por desconocer su carácter congénito, provienen de sus prejuicios políticos y de una falta de juicio sobre hechos sociales tan llamativos como el que tienen lugar ante nuestros ojos: ¿Por qué no se tolera que el vicepresidente mienta y se permite que lo haga el Presidente González y el ex Presidente Suárez, al decir con falsedad que creen en la palabra del primero? La mentira de los tres es la misma desde una perspectiva moral. Pero no desde el punto de vista político. Existe una razón objetiva para exigir la dimisión del vicepresidente y, al menos todavía, no la del Presidente. Para descubrir esta razón, y con ella el significado liberador y progresista del escándalo político, es preciso haberse planteado y resuelto la cuestión, tan importante para la democracia, del valor extramoral de decir la verdad en política. Si el señor Sánchez Ferlosio hubiera meditado sobre este tema, no habría podido repetir la vulgar motivación de comadres, alegada por el político catalán Roca, como razón de la exigencia de dimisión del vicepresidente. LOS INTELECTUALES DE LA GASOLINA EL INDEPENDIENTE, 13 SEPTIEMBRE 1990 TOM PAINE = ANTONIO GARCÍA-TREVIJANO Uno de los rasgos más llamativos de la transición es la ausencia de personas o instituciones creadoras de opinión pública autónoma. El consenso, eufemismo para evitar el uso de la malaugurante palabra «pacto»; ha ejercido una verdadera dictadura de opinión de la clase gobernante sobre la acomodaticia clase dirigente y los sumisos gobernados. La disidencia intelectual no ha tenido acceso a los cauces sociales de expresión. Todo lo que va más allá de la llamada «crítica constructiva», es decir, del asesoramiento al poder, constituye terrorismo intelectual, amargura personal o, en el mejor de los tratamientos, piadosa utopía. Este sombrío panorama, producto del oportunismo pequeño-burgués de la reforma y de la deserción, como clase autónoma, de los intelectuales «otanistas», está impidiendo, en este momento de crisis bélica, la manifestación pública de una opinión autorizada de sensatez y de veracidad que oriente las conciencias individuales y frene la hipócrita mendacidad de la opinión oficial, sobre la participación española en la aventura militar del Golfo Pérsico. El silencio de la intelectualidad suena como cornetín de enganche para la guerra. La clase intelectual, integrada en la clase gobernante o dirigente, tiene en España mucho más poder, pero menos prestigio, que en los demás países europeos. No constituye una verdadera élite. Sus conocimientos más vastos, o más precisos, no están al servicio de un espíritu inventivo, o de una visión crítica, pero sí al de sentimientos primitivos de seguridad y de miedo que facilitan la identificación de las masas con la clase gobernante que las engaña. Hoy se ha puesto al servicio de una nueva OTAN, que enfrente militarmente a los árabes para que baje aquí el precio de la gasolina, con la espiritual misión de idealizar a las petromonarquías del Golfo. LA EXCEPCIÓN DE ANTONIO GALA EL INDEPENDIENTE, 15 SEPTIEMBRE 1990 TOM PAINE = ANTONIO GARCÍA-TREVIJANO Cuando estaba escribiendo el elogio de Muñoz Molina tenía conscientemente reprimida la pasión de hacer justicia al único intelectual que ha logrado simbolizar, durante la transición, la identidad del decoro y del coraje con el decir público, con el «biendecir» político. Antonio Gala representa para los sentimientos del alma lo que la salud para los del cuerpo y la justicia para el justiciable: una institución que bendice la sensibilidad al modo como el médico dice la sanidad, o la jurisdicción dice el derecho. Y la dice bellamente. El pudor me impide elogiar, junto con otros, a Antonio Gala a causa de su distante excepcionalidad y de mi cercana «projimidad». ¿Qué puede añadir a su gloria el conocimiento de mi pseudónima admiración a quien encabezó el movimiento contra la permanencia de España en la OTAN y es ahora pionero de la protesta contra su presencia militar en el Golfo? Para alabar a Antonio Gala desde este periódico, sin caer en autobombo, hay que recurrir al subterfugio de elogiar lo poco que asoma en los demás de lo mucho que a él le rebosa. Hay, sin embargo, una razón personal para este homenaje directo. Es de los pocos que conoce quien soy. Y, conociéndome poco, podría pensar que, ensalzando los méritos recién llegados, practico esa costumbre cristiana, parabolizada en la oveja perdida, en el salario de los viñadores y en el hijo pródigo, contra la que precisamente me rebelo porque en ella, como, con la caridad, se sacrifica la justicia a la generosidad aparatosa. Ahora sabrá el poeta que no hay, para mí, mayor acto de mezquindad que el de rebajar la grandeza próxima, como la suya que poseemos como propia, con desproporcionadas atenciones halagüeñas hacia lo notable ajeno que nos fascina por su novedad, nos ilusiona por su incipiencia, o nos entraña con su nostalgia. Injusticia que el propio Antonio Gala se cuida de evitar colocándonos estéticamente, cada día, ante su excelencia. ES PREFERIBLE EL ERROR EL MUNDO 03/05/1993 ANTONIO GARCIA TREVIJANO El progreso de las ciencias tiene demostrado que el error, antes que enemigo, es vecino inseparable de la verdad. Del error se puede llegar a ella mejor que desde la confusión. Sobre todo, si la confusión natural de la espontaneidad se refuerza con el dogma de la igualdad de valor de todas las opiniones, propio de las épocas desorientadas llamadas de transición, y con la confusión intencionada, propia de las ideas y de las prácticas dominantes en las eras socialistas. El motivo de la confusión dogmática en el juicio moral ha sido su pertinaz pretensión de verdad. Incluso el escepticismo quiere ser una verdad absoluta del no saber. La humanidad no esperaba tanto de las disciplinas que la toman por objeto de sus saberes. Le habría bastado con que la ayudasen a situar los acontecimientos humanos bajo una perspectiva distante, para «describirlos» y conocerlos con un máximo de imparcialidad, y bajo un criterio cercano, para valorarlos y «normativizarlos» con un mínimo de justicialidad. Pero estos objetivos son casi inalcanzables a causa de las anteojeras ideológicas que nos acompañan desde la cuna a la tumba. Las ideologías más tenebrosas, para la libertad de pensamiento, no son las formuladas como ideas universales, contra las que cabe prevenirse, sino las que, en forma de refranes, tópicos o valores culturales inconscientes, constituyen los preconceptos y prejuicios del pensamiento consciente y de la acción. Como no podemos ver y juzgar sin prejuicios, sólo debemos aspirar a tener los prejuicios buenos. Y el mejor, en materia de moralidad colectiva, es el prejuicio democrático. Porque, además de implicar la libertad y el respeto de los otros, tiende a juzgar el progreso moral por el grado de similitud de las condiciones sociales que favorecen el desarrollo de las individualidades. En consecuencia, mis comentarios morales o políticos, sobre hechos lacerantes de la actualidad, tomarán una distancia sideral para verlos y describirlos. Como si estuvieran contados por un marciano ignorante de nuestros valores sociales. Y luego, se lanzarán hasta el corazón de las pasiones nativas, para juzgar y resolver, con prejuicio democrático, la cuestión que las agita. Sin miedo al error de juicio ni a las consecuencias de la verdad, mi libertad de expresión estará, sin embargo, coartada por las limitaciones ideológicas de mi pensamiento lingüístico, y por la repugnancia de rozar alguno de los tres vicios que han formado la opinión pública y la opinión del público durante la transición: la demagogia, la generalidad tópica y la confusión intencionada. La «demagogia» apareció en el instante mismo en que se decidió sustituir el Estado de un partido por el Estado de varios partidos. Como este Estado es incompatible con la representación del elector y con la separación de poderes, tiene que identificar la ausente democracia con la omnipresente demagogia, es decir, con la igualación cultural hacia abajo de los valores y saberes sociales. La mayoría, de votos o de opiniones, se convierte en criterio de verdad. En el Parlamento y en la televisión, la pasión igualitaria de la ignorancia compensa, con demagogia moral, la falta de democracia política. La «generalidad tópica» es una consecuencia obligada del consenso. El acuerdo unánime de la clase gobernante, en una sociedad dividida y dominada por el conflicto, sólo puede ser alcanzado si no se abandona el terreno de las generalidades. Las leyes pactadas por consenso tienen que introducir la ambigüedad calculada para que todos puedan interpretarlas a su gusto. Así nace la degradación legislativa, el caos jurisprudencial y la judicialización de la política. La lucha de frases universales, al suplantar el contraste de opiniones particulares, esteriliza el compromiso moral o político frente a lo concreto. La «confusión intencionada» responde a una doble necesidad social. La de explicar el presente sin referirse al pasado. Y la de justificar el poder sin apoyarse en algún tipo de coherencia ideológica o moral. El hecho de que el discurso presidencial triunfe por su estudiado confusionismo, no delata una simple habilidad de la mendacidad para la comunicación social en un país mediterráneo, sino la necesidad de la audiencia de sentirse identificada con la confusión, para poder vivir lo público sin necesidad de conciencia colectiva. El «felipismo» no es sólo una forma interesada de gobernar en provecho del grupo dominante, mediante la confusión particular, sino ante todo una forma de dominio de la confusión general, que encontró su mejor exponente en el «idiotismo» lingüístico y en el «ideotismo» cultural del presidente del Gobierno. LA SINRAZÓN DE ESTADO EL MUNDO 21/05/1993 ANTONIO GARCIA-TREVIJANO CUANDO más útil sería un abierto diálogo sobre las materias espinosas que preocupan a la opinión, en los efímeros momentos de comunicación de la sociedad política con la civil, los partidos las retiran de sus campañas electorales, por un sentido de la responsabilidad que sólo ellos padecen. La «responsabilidad de Estado» sustituye la información y el conocimiento por el secreto y el rumor para que el sigilo haga verosímil la grandeza del gobernante. Lo sucedido con la peseta puede repetirse con otra brusca devaluacion de la ley y la judicatura. Y cuando ocurra, también se explicará por razones de Estado. La transición ha cambiado el lecho del patriotismo desde el país al Estado. Maquiavelo creó, para el Príncipe de la fuerza, un nuevo título de nobleza, la «Razón de Estado». El nuevo patriotismo pone títulos de grandeza a todo lo que puede llamarse «de» Estado. Funerales y bodas, almuerzos y viajes, hombres y políticas alcanzan la excelencia suprema si son «de» Estado. Todo se santifica, incluso la alcantarilla y el crimen, con la razón de Estado. Una piadosa reverencia, hacia las cosas «de» Estado, justificaría la rectificación de la injusticia cometida con los héroes «de» Estado. Expusieron su vida, más allá del deber y de la ley, en defensa del monopolio estatal de la violencia. Y combatieron el terrorismo, con terrorismo, sin delatar a sus jefes. Pero dejemos que el análisis desplace a esta cruel ironía de los hechos. No hay disculpa para el terror. No hay excusa para el crimen. Pero como hay terror y crimen, necesitamos protegernos. La sociedad confía esta misión a la parte de ella misma que retiene el monopolio de la violencia, al Estado. Por ser parte de un todo, el Estado represivo no somos todos. El hecho de que represente a todos no quiere decir que actúe en interés o por cuenta de todos. Eso dependerá de que acepte comportarse, en materias de orden público, conforme al criterio civilizador del todo social de que forma parte y a quien, en realidad, pertenece. Pero si el Estado se arroga la tutela de la sociedad, si tiene razones para actuar que la sociedad no debe o no puede conocer, como las del adulto frente al niño, entonces no puede exigirnos colaboración o asentimiento. La concepción patriarcal de la autoridad, que no es rasgo privativo de las dictaduras sino denominador común de los Estados de partido o de partidos, nos condena a permanecer en la infancia moral y en la idiotez mental. Si la sociedad gobernada no tiene tutela efectiva sobre el Estado gobernante, si no existe control democrático del poder, como en España, las razones de Estado se oponen a la razón que no las comprende. Y la «sinrazón» se instala para que nos inclinemos ante la violencia de las acciones, como los pueblos primitivos, sin pedir conocimiento de causa. El Estado no puede tener una razón distinta de la que tiene quien se la presta. Porque el Estado, que sólo es acción, carece de fuentes propias de pensamiento. No ve ni conoce las raíces de la violencia. Actúa sobre lo único que puede ser actuado cuando falta la inteligencia de las «cosas» sociales. Sobre sus efectos visibles e inmediatos. Y a fuerza de tratar sólo con efectos llega a creer, como ocurre con las acciones rutinarias, que son ellos la causa de sí mismos. Entre un jefe de Gobierno y un agente de policía no hay, en esta materia, la menor distancia de mentalidad. Ambos creen que atacando a los perturbadores del orden se desmorona la causa social o política del desorden. Esta es la buena conciencia de todas las políticas represivas. Y el motivo de que el Ministerio del Interior pueda ser dirigido, de la misma manera, por un catedrático fascista, un aristócrata carlista o un electricista socialista. No puede haber diferencia entre el orden público de la dictadura y de la democracia, si la sociedad no proporciona al Estado desde el exterior, en un clima de libertad de pensamiento, la reflexión que necesita sobre las causas que originan la violencia. Y esto es lo que falta. La única reflexión de que es capaz el Estado, la represiva, jamás puede alcanzar, por la naturaleza material de los medios y del campo donde se aplica, a las relaciones invisibles que ligan las aspiraciones concretas de los grupos sociales, a las ideas abstractas y éstas a la acción terrorista. La inteligencia de la sociedad, bloqueada por el miedo de parecer disculpatoria, sustituye la indagación de las causas sustantivas con la acumulación de adjetivos inculpatorios sobre los terroristas. Pero tolerar el crimen o el terror de los fondos reservados, por desconocimiento de la manera civilizada de acabar con el terrorismo, es comenzar a legitimar la barbarie contra una sociedad anestesiada con la «sinrazón» de Estado. MANDAMASES Y MANDAMENOS EL MUNDO 24/05/1993 ANTONIO GARCIA TREVIJANO CONTEMPLAR a la clase política en su propia salsa, ver a tantos hombres y mujeres peleándose por el poder político sin ideales realizables que cubran su impúdica procuración, es un espectáculo radiante de obscenidad, que nos brinda la ocasión de reflexionar sobre la finalidad social de la pasión de poder, de ese enorme derroche de energías individuales en busca de puestos de mando. Catedráticos, jueces, artistas, cabezas de familia, catalanes y vascos se predisponen a salir de su medio entorno para abrazar, en Madrid, no la causa social sino los poderes políticos en el Estado. Todos dicen lo mismo. «Queremos conservar o conquistar el poder del Estado, deseamos mandar por espíritu de sacrificio, para servir a los mandados». Pero casi todos desacreditan a sus rivales sin escrúpulo por la verdad, se autoestiman con imágenes o palabras melifluas, adormecen y seducen con tramas infantiles a unas masas expectantes de ser mantenidas en su libre estado de servidumbre voluntaria. Si queremos comprender la razón de este triste y, a la vez, divertido espectáculo, debemos distanciarnos al límite de la historia para ver y comprender, mejor que ellos mismos, el sentido último de su aparatosa agitación. Desde que se rompió el equilibrio ecológico entre densidad de población y cantidad de recursos disponibles, es decir, desde que se inventó el Estado, la naturaleza produce más candidatos al «sacrificio» de mandar sobre sus congéneres de los que la sociedad necesita. El desequilibrio provocado por la abundancia de mandamases congénitos o culturales se ha resuelto con métodos de ingeniería social, tan eficaces y admirables como los que restauran el equilibrio entre los sexos en la genética de poblaciones. Los pueblos prehistóricos, cuando sobrepasaban tres o cuatro centenares de cabezas, inventaron el método de la bipartición, la escisión del grupo en dos mitades. La opción -dividirse o morir- duplicó los puestos de mando de la comunidad originaria. Las culturas indoeuropeas hicieron frente al mismo problema mediante la tripartición de las funciones sociales. La organización piramidal en castas de sacerdotes, guerreros y productores permitió colocar el excedente de personas propensas a mandar sobre sus iguales. El mundo moderno, a medida que aumenta la densidad de población, multiplica las funciones de poder en la enseñanza, la salud, la milicia, la economía, la religión y el Estado. Cuando este método de ofrecer empleo a la ambición no basta para aliviar la competencia, se combina con el método primitivo de dividir en varias partes autónomas la propia comunidad estatal. Yugoslavia y España ilustran esta combinación metódica de lo moderno y lo primitivo. Una pequeña parte de la antigua comunidad yugoslava está dispuesta a diezmarse o morir. España sólo es diferente en el medio empleado, pacto en lugar de guerra, para conseguir lo mismo: dividir por diecisiete la comunidad nacional, es decir, multiplicar diecisiete veces los empleos de mando para las élites nativas. La pasión de poder y la pasión constituyente de las instituciones modernas, el miedo a las masas populares, da pie a una teoría pasional del Estado que debe desplazar a las ficciones, sin valor descriptivo de la realidad, de las teorías racionales del Estado liberal. La competición o lucha por el poder entre las élites políticas no es causa, como pensó Pareto, de los procesos de cambio social, ni un simple método para elegir gobiernos en un mercado político, como cree Schumpeter. La evolución de las poblaciones densas, hacia uniones imperiales o divisiones nacionales, está determinada por razones materiales del ecosistema que operan culturalmente a través de las pasiones de poder y de miedo de las élites. Estas minorías crean sentimientos adecuados a la integración supranacional y a la desintegración' nacional. El Estado español ha sido y continúa siendo víctima de las dos pasiones elitistas que fomentó la debilidad democrática de la transición. El complejo franquista del Gobierno Suárez alimentó con demagogia la pasión autonomista. El complejo anticomunista del Gobierno González, al subordinar toda su política al atlantismo militar y al germanismo económico, encendió la demagógica manía de grandeza de la pasión europeista. Estas elecciones producirán una coalición de gobierno de dos pequeñas ambiciones reales de poder, sostenidas por dos grandes ilusiones demagógicas, Mastrique y Barcelona. Lo moderno y lo primitivo darán curso a la caterva de livianos «mandamases» para que el Estado nacional, reducido a su mínima expresión, sea regentado en Madrid con el poder residual de los auténticos provincianos «mandamenos».