1999-01-13.ATENEODMADRID.DERECHO A LA DIGNIDAD AGT
Publicado: 1999-01-13 · Medio: ATENEODMADRID
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DERECHO A LA DIGNIDAD CONFERENCIA CICLO LA REVOLUCIÓN DE LOS DERECHOS HUMANOS ATENEO DE MADRID. 13 ENERO 1999 ANTONIO GARCÍA-TREVIJANO Insidiosas o espectaculares, las violaciones de derechos humanos, a los cincuenta años de su proclamación internacional, producen menos alarma social que los atentados a los derechos que damos a los animales y a las cosas. Lo único que en realidad merece ser conmemorado es la nada fácil hazaña de que el quebrantamiento de los derechos humanos no sea motivo de preocupación pública. Esta tranquilidad del alma social ante la inhumanidad instalada en el Estado eleva la neutralidad moral de los gobernados a condición constituyente de la indignidad política en los gobernantes. La Constitución española consagra los derechos humanos al modo como el divino Platón dio existencia a las ideas universales. La preeminencia de la Verdad en el mito platónico ha sido sustituida por la primacía de la Dignidad en el mito constitucional. Su luz directa no podía ser puesta en la letra de la Constitución sin riesgo de quemarla. Al colocarla de espaldas, como en el mito de la caverna, la realidad sólo refleja las sombras que proyecta la dignidad en las acciones donde se traslucen las borrosas siluetas de los derechos humanos. De espaldas a la libertad y la justicia, la Constitución ha dado a todos los españoles, por el sólo hecho de nacer, el derecho a una vivienda digna, un trabajo digno y un ocio digno. Tres apariencias fantasmagóricas de un derecho común a la dignidad personal. Un derecho a la coherencia del alma con la humanidad y con el mundo, que no puede ser constituido por la ley, puesto que en esa coherencia radica la fuerza constituyente de toda creación jurídica digna de la humanidad y del mundo. Como la dignidad tal vez sea el último secreto de la felicidad personal, el derecho constitucional a ella supone una innovación más revolucionaria aún que la del derecho a buscar la felicidad, que los colonos estadounidenses incluyeron en su Declaración de Independencia, en lugar del derecho de propiedad. Y el problema de hallar la felicidad colectiva, insoluble para otros pueblos, ha sido resuelto constitucionalmente por el genio transitivo del inspirado pueblo español. El mérito es inconmensurable si tenemos en cuenta que en él hay tres millones de personas sin hogar, dos millones sin negocio laboral y casi treinta millones entregadas a modos televisivos y deportivos de ocio degradante. Lo que parece imposible en otras latitudes, suprimirlas causas sociales de la indignidad, ha sido mera labor de coser sin hilo y cantar sin voz para los españoles de la postmodernidad. Si la indignidad consiste, como creo, en vivir sin indignación en medio de la miseria y la ignorancia, la fealdad y la mentira, el crimen y la injusticia, el dilema moral sólo se evitaría resolviendo la razón política que producen esas lacras sociales en el mundo de la experiencia, o disolviendo la razón cultural que las introduce en el de la conciencia. La primera vía requería un esfuerzo de sinceridad y voluntad política superior a la de un pueblo mendaz y acobardado, a quien sólo la muerte del dictador liberó de la dictadura. La segunda vía, la del milagro español, ha eliminado el resorte anímico de la indignación mediante la neutralidad de un consenso que igualó el valor cultural de todos los modos de vivir: en la pobreza o la riqueza; en el trabajo o la mendicidad subvencionada; en el ocio recreador o la diversión bestial. Así se ha logrado la felicidad constitucional. Todos los hogares, incluso en chabolas, son dignos. Todos los trabajos, incluso el paro, son dignos. Toda forma de emplear el tiempo libre, incluso en la barbarie, es digna. Sin diferencias de valor cultural, los opuestos modos de vida, que antaño crearon ideologías de clase, no son conflictivos en los modos de sentir. La dignidad, un modo primordial de sentir la vida más que de pensarla, queda repartida por igual entre criminales y santos. Nada puede mover a una justa indignación. Pero esta empresa de cinismo constitucional, llevada a cabo para secar las fuentes morales de la indignación pública, no ha logrado exterminar la dignidad en los sitios cultivados con primorosa honra de la historia y que, como este Ateneo, conservan fresca la memoria de los hechos degradantes de la humanidad y, calurosas, las nobles pasiones que aún se levantan contra ellos. En homenaje a esta sensible Tribuna voy a exponer una nueva idea sobre la dignidad que, además de ajustarse a las fases históricas donde se ha manifestado, aclara los motivos de que arraigue en el corazón como sentimiento último e irreductible de la nobleza. La novedad se basa en el hecho histórico de que la dignidad sólo se afirma como virtud personal en los momentos de crisis social de todos los valores, cuando se ha perdido, o se está a punto de perder, la creencia en la posibilidad de realizar la verdad, la libertad y la justicia, a través de una democracia genuina. No fue un capricho del azar que la dignidad germinara como flor de la soledad en el Jardín apolítico de Epicuro. Ni que, desde entonces, su fragante perfume haya exhalado en los pocos islotes de humanidad que resistieron la marea negra del consenso, donde quedaron sumergidas la virtud de la república romana, la original tolerancia religiosa del Renacimiento y las esperanzas de triunfo de la democracia en Europa tras la derrota del nazismo. Los ecos de los momentos estelares de la dignidad suenan en la historia como trompetas anunciadoras de la apocalipsis de los ideales. Y la dignidad se enroca en unos pocos y firmes corazones cuando la realidad hace ilusa la esperanza de que aniden, entre intereses hedonistas, las pasiones colectivas que ennoblecen las naciones. En las grandes revoluciones ideológicas, como en las guerras de independencia, nadie tiene ocasión de pensar o de ocuparse en su dignidad personal. Los ideales y objetivos exteriores absorben todas las energías espirituales en épocas de expansión colectiva de la nobleza. Y la dignidad sería, en esos tiempos afortunados de ideales, un derroche de extravagancia moral que la potente energía de la nobleza colectiva no permite desahogar. Somos, pues, dignos porque no podemos ser otra cosa mejor, más necesaria o más útil para la sociedad. Y nos refugiamos en la dignidad personal, congraciándonos con la de nuestros amigos, no por un orgullo del carácter, ni por una conciencia narcisista de superioridad, sino exclusivamente porque, y cuando, no consideramos realizables los ideales colectivos realmente dignos de la humanidad. Esos ideales se cobijan en las íntimas grutas de las entrañas que los abrazan. Y ahí, a la espera de tiempos mejores, como sueños ensimismados de cavernícolas durante las glaciaciones, prestan sus energías a la inútil ocupación del ocio, para dar vigor y vigencia a la dignidad en la vida de las personas y en la vida del arte. La dignidad es una realidad valiosa, pero no un valor equiparable a los de justicia y libertad, que además de ser "dignitativos" de todo cuanto tocan con su gracia, son desiderativos en cuanto objetivos perseguibles y alcanzables por la voluntad colectiva. La dignidad, en cambio, no es una cuestión de deseo o de derecho, sino tan sólo de personalidad y carácter. Crece en fortaleza y templanza con la edad y la sabiduría. Como el encanto personal, la dignidad no se adquiere ni se logra en el mercado de la imagen pública. Se tiene o no se tiene. Y en tanto que mera cuestión de presencia, y no de representación, no es susceptible de ficción. Basta un acto de prudente indignidad para delatar la impostura. La dignidad, sin embargo, no es un don gratuito de la naturaleza. Venimos al mundo sin ella, acogidos a la que, por fortuna, pueda darnos la dignidad materna. Y pocos son los que la alcanzan en el umbral de la muerte. El derecho a una muerte digna lo otorga, más que el legislador, una familia digna. En las distintas etapas genéticas de la vida, la dignidad despliega su talento instintivo para expresar de modo apropiado, y sin conciencia de cambio, lo que es naturalmente digno para la juventud, socialmente digno en la madurez y culturalmente digno para la senectud. El paso de un estado de dignidad a otro no altera su naturaleza, ni implica un abandono de los resortes naturales y sociales que precedieron al impulso cultural de la dignidad mediante la sabiduría. Las gentes que manifiestan, con sus obras literarias o con sus vidas, la existencia de arrecifes de dignidad en el océano de las indignidades, no pueden gozar de buena reputación en sus apáticos contemporáneos. En el mejor de los casos, sin malevolencias hacia ellos, incluso en el reducido círculo de sus allegados y amigos de sociedad, pasan por ser ilusos románticos, dignos de fiar en asuntos privados, pero peligrosos, por su buena fe, para darles crédito en asuntos públicos. No están a la altura de los tiempos. Y aunque la dignidad no es maridable con el pesimismo vital o la misantropía, los adictos al espíritu dignificador aguan la fiesta del negocio nacional. No se debe esperar que, siendo tan molestos y perturbadores, despierten además simpatías universales. Si nos atuviéramos solamente a las circunstancias actuales, y no a la fructífera historia de la dignidad, habría que dar la razón a este juicio despectivo. La dignidad tiene casi siempre un pie de apoyo en la historia nostálgica de un pasado de nobleza que decayó. Este prisma romántico, que rechaza la indignidad presente en nombre de una real o supuesta dignidad pasada, no está desde luego a la altura de los nuevos tiempos. Pero también es verdad, y esto no lo puede percibir bien el oportunismo de la apatía dominante, que el otro pie está puesto con firmeza en la columna levantada por la lucidez histórica. Donde está inscrito que, en defecto de ideologías de clase, la dignidad personal ha sido la única fuente de todo futuro tiempo de humanismo. No quiero decir que, además de cerrar las puertas al oportunismo, la dignidad sea garantía de clarividencia. Pues ella está afectada por esas dos proclividades del idealismo que perturban el juicio y paralizan la acción. Me refiero al riesgo de esterilidad en que puede caer la dignidad por causa de una estoica resignación o de un ensueño utópico. Entre esos dos peligros oscila la vida de la dignidad. Todos los pueblos y civilizaciones han dejado huellas del paso de la dignidad por el mundo. Pero si dejamos aparte la historia de las ideologías estoica y cristiana de la dignidad, por su descarado engaño de atribuir a todas las personas lo que sólo es condición del carácter de algunas, quedan los casos ejemplares que dibujaron, sobre la oscura incertidumbre de los tiempos de crisis donde vivieron, los brillantes perfiles de la dignidad personal. No estoy negando, con ello, la influencia que tuvo la ideología cristiana en la concepción de los derechos naturales, antecedente directo de los derechos humanos. Pero sí afirmo que, por no ser la dignidad un derecho, de poco o nada nos sirven las ideologías personalistas para definirla como carácter. Dando a la dignidad un exclusivo sentido religioso, el cristianismo ha sostenido, con arrobo místico, la indignidad de la mísera persona ante el glorioso poder de Dios y, con dócil resignación, la del indefenso súbdito ante el infernal poder del Estado. La historia de la dignidad personal, que está por escribir, nos depara cosas sorprendentes que obligan a corregir la explicación clásica de ese rasgo del carácter. Porque no puede ser un mero producto del espíritu personal lo que solamente ha manifestado su existencia en ciertos momentos determinados por la situación política y económica. A diferencia del miedo y la esperanza, la dignidad personal no ha sido una pasión universal ni permanente en la historia de la humanidad. La ha tenido muy poca gente. Y sólo durante los períodos decadentes, o francamente degenerados como los de transición, donde la pasión del disfrute inmediato, el escepticismo intelectual y el cinismo moral hunden sus raíces en todas las capas sociales. Este hecho indica que la dignidad brota de ciertas entrañas morales, como un subproducto personal de las causas sociales degenerativas de los ideales colectivos. La segunda sorpresa que nos brinda la historia de la dignidad es aún más inesperada. Si dejamos aparte las dignidades oficiales de las instituciones y actos de solemnidad, que son inertemente formales, resulta que esas entrañas morales de donde emerge la dignidad personal no están ubicadas en el negocio del Estado, ni en el de la producción económica, sino marginadas en el reducido sector social que cultiva el ocio cum dignitatem, en expresión de Cicerón, o el ocio cum libertatem, en la de Salustio. Podría pensarse que el despertar de la “humanitas” con el ocio literario sólo fue un fenómeno típicamente romano. Producido por el germen que dejó, en la virtuosa República militar y agrícola de Catón, la grecomanía epicúrea del círculo familiar de los Scipiones. Pero entonces no tendría explicación plausible que el fenómeno se repitiera, casi al pie de la letra, con el despertar del “humanismo” en la cuna neoplatónica de los Médicis. El parto de la humanidad romana y del humanismo italiano, por obra de la dignidad personal de un grupo de intelectuales y artistas, es algo que, además de asombrarnos, debe ser explicado por una causa común. Sobre todo porque ese ocio cum dignitatem, al margen del poder y de la economía productiva, también creó el humanismo que llevó a la Reforma y a la idea de los derechos naturales, de la que surgió la Carta de los derechos humanos, como respuesta a la catástrofe moral producida en el mundo por la culta Alemania. No es el momento de narrar la dramática historia de la dignidad personal. Pero ya que he citado a ilustres romanos que trataron de ella, cuando Julio César estaba minando, con su frenético cursus honorum, la moral de dignidad de la República, no debo dejar de mencionar que en esa historia ocupa un lugar destacado la Oración por la dignidad del Hombre, de Pico de la Mirándola. Inspirada en el Corpus Hermeticum, de Trimegisto, traducido por Marsilio Ficino para que Cosme de Médicis pudiera leerlo antes de morir, la célebre Oración de Pico reservó la dignidad a los sabios que seguían la senda de la simpatía natural entre los elementos del universo, y la vía utópica renacentista que él mismo inauguró, para la reforma sincrética del catolicismo, con una extraña mezcla de magia, cábala y piedad religiosa. Para calibrar la gran trascendencia que tuvo la dignidad personal en el arte y en el humanismo del Renacimiento, basta recordar los nombres de los genios que la expresaron en la belleza plástica, como Donatello y Boticcelli, o en la exótica belleza moral de la utopía, como Moro, Campanella, Giordano Bruno y Francis Bacon. En un libro que acabo de terminar, basado en el discurso de las razones del Renacimiento, el arte, el mercado, la Iglesia y el Estado, sitúo el secreto de la belleza artística en la dignidad de la expresión. Y me pregunto si también estará en la dignidad, y no en la bondad, el secreto de la belleza moral. La respuesta debe darla la historia de la dignidad. Ella nos dirá por qué la fealdad moral caracteriza las épocas donde la dignidad vive fuera del sistema político, y por qué la belleza moral se expresa ahí como crítica vital al poder gubernamental de la corrupción. Y lo comprobado hasta ahora confirma la hipótesis de que la belleza que trasciende está en la dignidad de la expresión de esa rara libertad intelectual que ataca la inmoralidad de los sistemas, como causa de la corrupción de los gobiernos, con la finalidad de construir la base cultural de las futuras formas de humanismo. Tal vez ahora, al terminar esta conferencia, se comprenderá mejor que la dignidad, un lujo superfluo en tiempos de nobleza, sea la enemiga declarada del poder que fomenta la vileza social de las costumbres en tiempos de transición. Por ejemplo, la española fue deliberadamente concebida para conceder plena impunidad al crimen político. Perdonó los de la dictadura a fin de dar licencia a los de la libertad. Y hoy, el Tribunal Supremo y Aznar pueden permitirse indultar los crímenes del ejecutivo socialista, sin provocar indignación pública ni la inmediata caída del gobierno, porque su flagrante falta de dignidad está conscientemente asumida por los gobernados como condición necesaria del sistema. Lo que no impide que en el terreno personal se hagan acreedores al juicio justo de Francis Bacon. El autor del famoso Novum Organum y de La Dignidad y el crecimiento de las ciencias, condenó la malévola generosidad del indulto de este modo insuperable: "la piedad es verdaderamente cruel cuando empuja a salvar criminales y malvados que deberían ser alcanzados por la espada de la justicia; en esos casos es más cruel que la crueldad misma; porque la crueldad no se ejerce más que contra individuos; mientras que esta falsa piedad, al favor de la impunidad que procura, arma y empuja a toda la tropa de criminales contra la totalidad de las gentes honestas". Y si la indignidad está metida en la médula del sistema, como es patente en esta Monarquía de los partidos, las consecuencias para la integridad moral de los españoles son inexorables. Todos los que sostienen de modo activo un Régimen de indignidad, por muchas virtudes que tengan en su vida familiar o profesional y por altas que sean sus dignidades oficiales o sus distinciones culturales, carecen de dignidad política. Y cuanto más elevada o sonora sea su posición en la pirámide social, mayor será su indignidad. Bajo condiciones denigratorias de la vida pública, nadie está obligado a reinar o gobernar, militar en partidos o votar. Nada que sea digno obliga a sostener la falsedad de un Régimen. Ni a recibir honores o dignidades de donde no hay honor ni dignidad. Quien lo hace; quien reina o gobierna en la corrupción, milita en partidos corruptores, los vota, apoya indultos a violadores contumaces de derechos humanos, miente en los medios de comunicación y admite ser honrado por el deshonor; puede merecer todas las dignidades del Sistema precisamente porque no tiene sentimiento autónomo de su dignidad personal, ni sabe lo que en realidad ella significa. Pero no hay que rasgarse por eso las vestiduras. Ni ser censores sistemáticos como Catón. Ni retirarse a Esmirna como Rufus. Ni sangrarse como Séneca. Ni morir por la utopía moral como Moro y Giordano Bruno. Sólo hace falta tener un claro ideal político que, además de ser colectivamente realizable en tiempo más o menos cercano, eso sólo depende de coyunturas históricas, sea en sí mismo, por su naturaleza cívica y democrática, una garantía de generación de decoro y buen gusto en las costumbres públicas. Y mientras no se realice ese ideal, dedicar el tiempo disponible de la vida adulta a preparar con dignidad cultural y política su llegada. La duración de una vida no es nada en comparación con la grandeza vislumbrada. No hay trabajo más útil ni conveniente para la sociedad que el de crear y difundir una cultura crítica y humanista digna de su nombre. La que nunca se convertirá en una ideología de poder. La que proviene de esa fecunda dignidad que, como la del arte y la ciencia, servirá de referencia ejemplar a las generaciones futuras que produzcan un nuevo humanismo en la democracia y en la técnica, dando dignidad a las instituciones. Pues bien, amigos, ese ideal de dignidad institucional existe y es realizable. Tal vez yo no lo vea. Eso es indiferente para el ideal. Y no me quita un adarme de energía para seguir luchando por él como si estuviera a punto de cumplirse. Ese hermoso ideal es el primero de los derechos humanos, porque funda la dignidad política y garantiza todos los derechos universales. Tal ideal tiene nombre y apellido. Un nombre histórico evocador, República. Y un apellido nuevo y prometedor, Constitucional. El sustantivo de una honorable sociedad política. El apelativo de una filiación procedente de la dignificadora separación de poderes estatales. Seamos, pues, consecuentes. No hablemos de derecho a la dignidad, sino de lo que eso realmente significa: dejemos ufanarse, en el corrompido reino del Olimpo, al derecho divino de la Monarquía, y proclamemos entre los mortales el irrenunciable derecho humano a la República. Por decoro público. Por decencia política. Y si eso no está al alcance de una sociedad encanallada por el crimen de Estado y por su correspondiente indulto de Estado, defendamos entonces el derecho humano a la República, por dignidad personal. ANTONIO GARCÍA-TREVLTANO Abogado y Escritor