1996-04-22.ABC.TRANSIGIR CON LA TIRANIA MARTIN MIGUEL RUBIO ESTEBAN

Publicado: 1996-04-22 · Medio: ABC

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ABC  Pág- 56 

TRIBUNA ABIERTA 

LUNES 22-4-96 

TRANSIGIR  CON  LA  TIRANÍA 

Por Martín-Miguel  RUBIO  ESTEBAN 

D' ,E  la  misma  ma 

nera  que  Saint-
Just,  jovencísi-
ma personificación  del 
implacable  impulso  de 
la  Revolución  France 
sa, ante los setecientos veinte diputados que 
componían  la  Convención,  afirmaba  que el 
derecho  de los hombres  contra los reyes cri 
minales es «personal», y que el pueblo entero 
no podría  obligar a  una  sola  madre  que hu 
biese perdido a su hijo o a su hija en el Campo 
de  Marte, durante  las sangrientas  jornadas 
del 20 de junio y del 10 de agosto, a que perdo 
nase al tirano, aunque todo el Pueblo apelado 
mediante Referéndum  expresase su voluntad 
«colectiva» de sobreseer el proceso penal con 
tra dicho tirano, de ese mismo modo las elec 
ciones  del 3 de marzo no pueden  traducirse 
en  un  carpetazo institucional  a los procesos 
penales  que están  en  marcha  contra  las ac 
ciones de carácter  criminal  que el Gobierno 
sociahsta cometió a lo largo de trece años. So 
breseer los procesos criminales incoados con 
tra el anterior Gobierno por una decisión del 
nuevo, asentando sus posaderas sobre la mo 
ral  y decencia  públicas, podría  entenderse 
como complicidad criminal, y los ciudadanos 
no entenderíamos que los antiguos y férvidos 
denunciantes, llenos de gallardía digna de en 
comio,  sean  ahora  amigos  del  sobresei 
miento, si no penal -porque  no pueden-,  sí 
moral, político e histórico. Desde luego Aznar 
se merecería  en ese caso la invectiva de Ro-
bespierre: «;Eres tan sensible para los opreso 
res,  porque  careces  de compasión  para  los 
oprimidos!». 

Pues  bien,  el pensador  político  Antonio 
García-Trevijano,  vastago de una  antigua  y 
prolífica  «noblesse  de robe», actualiza  el ar 
gumento del rubio Saint-Just al señalar en un 
periódico nacional que «el electorado no tiene 
soberanía, ni posibilidad material de tenerla, 
para  dictar  la  irresponsabilidad  política  de 
las personas colectivamente englobadas en la 
lista  elegida». Como se ve, ya no se trata  de 
impedir el sobreseimiento de responsabilida 
des penales, sino de imposibilitar el olvido in 
moral de las responsabilidades políticas, que 
siempre  las  gozan,  o las  sufren,  tal  como 
apimtara Saint-Just, «personas concretas». 

Las democracias antiguas, como la de Ate 
nas  o la  de la  República  romana,  supieron 
prevenirse  contra la inmoralidad  de los ma 
gistrados recién elegidos con variados instru 
mentos  legales. Así, todo magistrado, des 
pués de ser nombrado, era sometido a un exa 
men  moral  (verbigracia,  la  «dokimasía» 
ateniense), en el que se comprobaba si su mo 
ralidad  personal  correspondía  al honor  que 
se le había  otorgado. Y era  excluido  si que 
daba  comprobado  que se había  comportado 
en  su vida  de un  modo manifiestamente  in 
moral. Aquella  «dokimasía» hoy cerraría  el 
paso al Parlamento a algunos antiguos minis 
tros  socialistas,  empezando  por  su  presi 
dente. Pues además de preguntarles a los car 
gos electos  si trataban  bien a sus padres, si 
pagaban  correctamente  sus  impuestos,  si 
habían  cumplido  el  servicio  militar,  si po 
seían una educación media, etcétera, el presi 
dente  del  tribunal  que  realizaba  las  «doki-
masíai»  preguntaba  al  pueblo  si  había  al 
guien  que  desease  presentar  un  cargo 
(«epangelía») contra cualquiera de los magis 
trados  electos.  De este  modo, mediante  la 
<(Dokimasía» se salvaguardaba al Estado con 
tra candidaturas irregulares de manifiesta in 
competencia  técnica  o moral. Así,  sabemos 
por Lisias que un tal Mantiteo, que había sido 
elegido miembro de la «Boulé» o Parlamento, 

M-M  Rubio Esteban 
Doctor  en 
Filología  Clásica 

en el 391  a.  C,  tuvo que defenderse  durante 
su «dokimasía» de varios cargos: que se había 
quedado en  Atenas  durante  el Gobierno  de 
los Treinta  Tiranos, que había  servido  en la 
caballería bajo dicho Gobierno tiránico y que 
se dejaba  el pelo largo (moda de los jóvenes 
oligarcas).  Si hoy  nuestros  parla 
mentarios fuesen  sometidos a aná 
lisis tan  puntillosos  como los que 
se hacían en las primeras democra 
cias  no habría  suficiente  con  los 
suplentes  para  completar  los tres 
cientos cincuenta escaños de nues 
tro Parlamento. Sólo con el eclipse 
de  las  leyes  de  la  democracia  se 
puede entender  que se sienten  en 
el Parlamento  personas  procesa 
das  por  los  más  graves  delitos. 
Pero todo se explica si entendemos 
que el despotismo de la partitocra-
cia española, como todos los despo 
tismos, es inviolable. 

Eruditos  como Mogens  Hermán 
Hansen, Robert  K. Sinclair,  Cyn-
thia Parrar, o J. K. Davies, están de 
acuerdo en que en las antiguas de 
mocracias  griegas  «los magistrados  elegidos 
por la Asamblea del pueblo eran  inhabilita 
dos por  los Tribunales  si la  mayoría  de los 
miembros  de  los  Jurados  votaban  contra 
ellos». Por otro lado, si bien existía ima «doki 
masía» ejercida por el Poder Judicial sobre el 
Poder  Legislativo y el Poder Ejecutivo, tam 
bién los propios políticos  (Poder  Legislativo 
más Poder Ejecutivo) podían inhabilitar a sus 
compañeros  de la condición  de  «bouleutai» 
(diputados) o de «archontes». En  el caso de 
que el  Parlamento  (Boulé) inhabilitase a al 
guno de sus miembros, éste tenía derecho de 
apelar  a  los  Tribunales  (vid.  Aristóteles, 
«Ath. Pol.» 45.3, y 55.2). En  el caso  de Los 
Nueve  Arcontes,  si dicho  consejo  inhabili 
taba a alguno de sus miembros, el arconte re 
chazado no podía apelar  ya a ningún  Tribu 
nal.  Es decir, en el caso de Los Nueve Arcon 
tes la ley prescribía  una  doble «dokimasía», 
una efectuada  en el propio consejo y otra lle 
vada a cabo por los tribunales ordinarios. 

Pues bien, Trevijano, en el  artículo citado, 
como la voz inmarcesible  de la  democracia, 
manifiesta  la necesidad de introducir la «do 
kimasía»  clásica  en nuestros  usos  políticos: 
«Tanto el jefe de la oposición, como los porta 
voces  de partido,  presidentes  o vocales  de 
mesa, miembros de comités de investigación 

Perjudicados 
en el BUTRÓN del 
Banco Exterior de 
España 

Pénense urgentemente en contacto con Sr. Pérez 
C 327  13 82 - 302  01  46 

o de  legislación,  afec 
tan  directamente  al 
prestigió  y  al  buen 
funcionamiento  de la 
Cámara  y del  sistema 
de  Gobierno.  Todos 
esos cargos parlamentarios  deben  recaer  en 
personas  honorables  y sin  tacha  de indigni 
dad. En caso contrario,  el Parlamento  tiene 
derecho a impedir  que ocupen  esos puestos, 
vetando sus nombramientos  o acordando  su 
destitución».  Como se puede  ver,  este  dere 
cho que Trevijano  otorga al li'ar-
lamento está en la línea de la tra 
dición clásica de la democracia, y 
en  modo alguno  supone  una no 
vedad  u  originalidad  en  el con 
cepto  político  de  democracia, 
siempre  tan  escrupulosamente 
interpretado por  el autor  de «El 
Discurso de la República». 

En la Roma republicana los tri 
bunales de honor de los censcires 
tenían esta misma función.  Estos 
tribunales.de  honor  adquirieron 
una  enorme importancia  cuando 
los cargos senatoriales dejaron de 
ser  vitalicios  y se  encomendó  a 
los  censores  la  formación  de la 
Usta de los senadores, pues a par 
tir  de este instante,  los censores 
estuvieron obligados a no incluir 
en la nueva lista de senadores a las personas 
infamadas.  Las consecuencias jurídicas  que 
la existencia de ese tribunal trajo consigo fue 
ron  que las personas sobre  quienes  hubiera 
recaído nota de infamia no podrían seguir pier-
teneciendo a la Caballería ni al Senado y, por 
tanto, no podían presentarse  a ningún  cargo 
del «cursus honorum». A los demás ciudada 
nos que no eran ni caballeros ni senadores el 
Censor podía privarles del derecho de  sufra 
gio, o mermárselo (votar en unas elecciones y 
en otras no).  Lo que desde luego estaba some 
tido al tribunal  de honor era  la conducta del 
ciudadano en el cumplimiento  de sus obliga 
ciones políticas, así como de sus responsabili 
dades por sus actos públicos; pero también de 
pendí^ de la apreciación de los censores la lio-
norabüidad de la vida privada. Con la llegada 
del sanguinario y corrupto  dictador  Sila, au 
pado  al poder  por  todos  los  corruptos  de 
Roma, además de por el deshonor y el miedo, 
los tribunales de honor de la vieja República 
romana fueron  abolidos, y gracias a esa aboli 
ción, posteriormente pudieron presentarse al 
consulado personas infames, ladronas y asesi 
nas,  como el silano Catihna. 

Si el sentido  común  impone  que no  se es 
coja  a ladrones  para  gestionar  el erario  pú-
buco, ni a criminales y asesinos  para prote 
ger la vida, el honor y la hacienda de los ciu 
dadanos, ni a personas incultas para dictar la 
política  educativa  de un  país, ni a  cobardes 
para llevar a cabo la defensa  nacional, ni, en 
fin, a la inmoralidad  privada  para  mantener 
la moralidad pública, lo que ya es propio de 
orates  y de extravagantes  es permitir  como 
candidatos  a la  gobernación  dé los  distintos 
ámbitos  públicos  a personas  ya  procesadas 
por robo, estafa,  crimen,  asesinato,  o de los 
que se ha experimentado públicamente su de 
saforada  incultura,  cobardía,  falsedad  e in 
moralidad. Frente a  esta  política  de la irres 
ponsabilidad  se  hace  necesaria  la  «doki 
masía»  clásica  que exige Trevijano,  o por lo 
menos algún filtro de racionalidad. Transi^jir 
con el crimen  o con la incapacidad  del poder 
político  es lo mismo  que transigir  con la ti 
ranía.  «Contre  nous de la tyrannie  / 1'  éten-
dard sanglant est levé!». 

ABC (Madrid) - 22/04/1996, Página 56
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