1997-03-08.EL MUNDO.TORPE DEFENSA DE JESÚS POLANCO AGT
Publicado: 1997-03-08 · Medio: EL MUNDO
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TORPE DEFENSA DE JESÚS POLANCO EL MUNDO. SÁBADO, 8 DE MARZO DE 1997 ANTONIO GARCÍA-TREVIJANO Lo que me sigue extrañando más de la propaganda es precisamente aquello que la hace ser tan eficaz cuando se hila desde el poder y tan inútil, como grotesca, cuando se monta sin tenerlo. No la maldad o la mentira que siempre la enmascaran, ni la inevitable torpeza lógica en su construcción argumental, sino la perfecta adecuación entre el resentimiento que la produce y el que tal sintonía sólo se consigue desde el poder. Ese tipo de talento ambidiestro para adular y delatar ideas o personas, que dio tan merecida fama a Emilio Romero en la dictadura, es el que Javier Pradera ha perdido al perder el poder el oligarca para quien trabaja. Y como no me gusta opinar sin demostrar, tomo como ejemplo la defensa grotesca que hace Pradera de Polanco (El País, 5-3-97), porque parece la más adecuada para conducirlo con gentileza a el instinto de la delación, pero no sabe ya a quién aplicar su necesidad de servidumbre. Para difamar al juez Gómez de Liaño, y poder acusarlo de haber admitido a trámite la denuncia contra los administradores de Canal Plus, mediante prevaricación atípica (no penalizada), comienza con una falsa interpretación del Código Penal. La diferencia entre el art. 446 y el 447 no está en el grado ni en la clase de la arbitrariedad judicial, sino en su causa genética, según que se cometa con dolo o a sabiendas (resolución injusta), o por ignorancia inexcusable o imprudencia grave (resolución manifiestamente injusta). En esta materia la jurisprudencia no reconoce las categorías conceptuales de imprudencia leve ni de ignorancia excusable. Ideas inconcebibles en un juez profesional, y en un sistema donde la ignorancia de las leyes no excusa de su cumplimiento, como cree la ignorancia invencible de Pradera para poder ofender sin causa al juez competente. El segundo apartado es un cúmulo de adjetivos denigratorios sobre Gómez de Liaño, con el fin de basar la acusación de imprudencia y de ignorancia en «otros aparatosos errores» cometidos en su carrera profesional, cuyo común denominador es haber osado traer a su jurisdicción, sin conseguirlo, a los cargos políticos que podían esclarecer no deja de ser curioso que también denigre la elegante prosa del juez, distanciada de la jerga forense, considerándola salida de su «refitolera» pluma, es decir, de su costumbre cominera de entrometerse en menudencias propias de mujeres. El machismo de Pradera considera despectivo que un juez se exprese con la minuciosidad que el tópico atribuye a las mujeres. Con lo que nos obliga a pensar que la mujer en la judicatura lleva a la cominería forense, salvo que se entremeta en grandezas propias de hombres. En el tercer apartado de su torpe artículo, Pradera descubre el Mediterráneo de que una cosa es la reprobación penal y otra muy distinta la reprobación social de los delincuentes. La prisión preventiva no es técnicamente una pena penada, pero sí una pena por penar, aunque el presunto sea luego declarado inocente. Esta vulgar obviedad no podía salir de la mente refinada del marqués de Beccaria, que se llamaba César Bonesana y no Cesare Beccaria, como dice el erudito Pradera. Pero lo que de verdad le indigna a este «demócrata» no es que las medidas preventivas castiguen a quien no ha sido condenado todavía, sino que se adopten contra «figuras públicas» cuyo desprestigio social será jaleado por los medios amarillistas. Aquí revela su desconocimiento de la teoría compensatoria de la penalización preventiva de la fama, que afecta del mismo modo a cualquier justiciable, desde el momento en que nadie es absolutamente anónimo frente a todo el mundo. Un simple elitista habría detenido aquí su alegato para que el juez no tome contra Polanco y Cebrián las medidas preventivas que «una sesgada campaña de prensa» puede convertir en imposición de una pena. La doctrina de la estigmatización social entraría en juego para impedir que las figuras públicas sean preventivamente tratadas como pobres desconocidos. Aplicar igualmente la ley a situaciones desiguales rompería la equidad y la adecuación a las situaciones. Pero el miedo cerval a los antecedentes españoles y europeos de prisión preventiva en los casos de grandes delitos económicos o de delitos masa, le ha obligado a quitarse por fin la careta de hipocresía y jugar al desnudo el cínico juego de la oligarquía contra la independencia judicial. Por eso distancia a Polanco y Cebrián no ya de los pobres desconocidos, sino de las demás figuras públicas que aun teniendo su mismo potencial de dinero y de clase social son, sin embargo, estigmatizables por la justicia preventiva porque no están integradas en el núcleo dirigente de la oligarquía reinante y dominante. Esto le permite terminar su artículo con un terrible mensaje al pobre juez de pueblo que, por ignorancia excusable y por la leve imprudencia de no consultarle, desconoce las leyes no escritas de la cortesía política. Que no se confunda, pues, su señoría. De la Rosa, Mario Conde y Ruiz-Mateos no son personas honorables, o sea, no estaban integradas en el núcleo de la clase dirigente de la transición y de amigos del poder, pero no eran el poder. Eran muy ricos, pero no tenían en propiedad la fuente de su riqueza. En cualquier momento podían ser expropiados y encarcelados, sin producir alarma social. Pero si su señoría ordena la prisión preventiva de Polanco y de Cebrián provocaría la mayor hecatombe que se ha producido en España desde ellos son, mucho más que el Rey, Felipe, Pujol o Aznar, el alma del cuerpo político que encarnó las ideas de consenso y de silencio sobre el pasado para maravillar al mundo con nuestra transición a el Tribunal Supremo no consideró prudente llamar a Felipe González, porque eso estigmatizaría a un bien de Estado, su señoría tiene que impedir que los dos bienes del patrimonio ideológico y cultural de España suban los escalones de para ser estigmatizados, metiéndolos en el mismo saco con De la Rosa, Mario Conde y Ruiz-Mateos. Sólo el poder puede permitirse el lujo de ser tan imbécil. Lo grotesco está en serlo por no saber que se ha perdido.