1995-07-03.EL MUNDO.SIN UN JUICIO JUSTO AGT
Publicado: 1995-07-03 · Medio: EL MUNDO
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SIN UN JUICIO JUSTO EL MUNDO. LUNES 3 DE JULIO DE 1995 ANTONIO GARCÍA-TREVIJANO Nada de lo que haga o diga el jefe del Gobierno tiene ya la menor influencia en la opinión pública. Ese tribunal lo ha condenado hace tiempo por incompetente y tramposo. No importa que millones de electores lo voten y que millones de espectadores lo vean y oigan con embeleso. Toda esa suma de opiniones privadas no cuenta para nada en el juicio emitido, de forma irreversible, por la opinión pública. Ese caprichoso tribunal sin estrados, hacia al que todo confluye y muy pocos hechos o personas influyen, basa sus etéreas sentencias en razones o emociones, en evidencias o suposiciones y, la mayoría de las veces, en prejuicios que la sociedad necesita sancionar para tranquilizar las conciencias. Es inútil esperar equidad de este tribunal inapelable. Esas sutilezas le son ajenas. Sus fallos se asemejan más a los de la ciencia que a los de cuando, entre el error y la verdad, de vez en cuando acierta, se debe más a la casualidad que a la causalidad entre lo visto y lo sentenciado. Mi opinión personal casi siempre discrepa de la opinión pública. No siento admiración ni respeto por ella. En los asuntos que no conozco por mi profesión o experiencia, me tengo que dejar embaucar, aunque no quiera, por la opinión ajena. Pero en las cuestiones sometidas al juicio de la opinión pública, como pertenecen a un ámbito cuyo conocimiento ha sido el objeto preferente de mi dedicación, me considero más informado y mejor preparado para poder juzgarlas de modo más objetivo e imparcial que ese raro tribunal. Ya sé, ya sé que detrás de cada opinión pública hay siempre alguien interesado o algo interesante que el momento decisivo en la formación de la opinión pública no está en la emisión de la noticia o la opinión, sino en su recepción por el público. Y bien sabido es que el público solo retiene lo que quiere retener. Los medios de comunicación que más influyen en la opinión no son, generalmente, los mejor informados y los más imparciales, sino los que saben decir lo que el público desea creer. Los periódicos que llegan a convertir su opinión editorial en la voz pública, como ocurrió a «El País» durante el auge del felipismo, no tienen que estar dirigidos por buenos periodistas, sino por los más atinados psicólogos de las frustraciones sociales o, mejor, por sus excelentes prototipos personales. En el caso del Gobierno socialista, mi opinión está en sintonía con la opinión pública al modo como se establece la afinidad en las amistades entre distintos sexos. Se está de acuerdo en los gustos o en los resultados del juicio, pero por distintos motivos o razones. Por eso no puedo hacerme ilusiones sobre el futuro. Tan pronto como desaparezca de la escena el demonio ocupará su lugar un ángel. Y vuelta a empezar. Sin embargo, esta vez no es ya posible retornar a las mismas ilusiones de antes. La época de gobierno socialista ha procurado al pueblo español en pocos años, eso hay que reconocerlo, una educación política que otros pueblos adquirieron con siglos de inteligencia crítica y de experiencia. La estadolatría, la reverencia a los cargos, la atribución del saber y del bienquerer a las altas autoridades han sufrido mayor erosión, con la corrupción y el espionaje, que la imaginable con la mejor instrucción política. Los españoles ya saben que no hace falta respetar a quien no se respeta a sí mismo, sea cual sea la jerarquía que ocupe en el Estado. Ya saben que el Gobierno espía al Jefe del Estado y a los ciudadanos que le interesan, y que su Presidente dice, al ser descubierto, que a él solo le pasan los resultados, pero no el modo de conseguirlos. Es decir, confiesa que es informado de conversaciones íntimas de personalidades que en nada afectan a la seguridad del Estado, pero ni se le ocurre preguntar como se han sabido. Y nadie le hace ver en su cara la inmoralidad de lo que está diciendo. Tiene la enorme suerte de haber sido condenado sin un juicio justo.