1998-12-21.LA RAZON.MATAR AL TIRANO AGT

Publicado: 1998-12-21 · Medio: LA RAZON

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¿MATAR AL TIRANO?
LA RAZÓN. LUNES 21 DE DICIEMBRE DE 1998
ANTONIO GARCÍA TREVIJANO
Lo que se interpone entre la justificación del tiranicidio, que tantos filósofos han legitimado, y la incitación a cometerlo, a la que tan pocos se atreven, no es la hipocresía social, ni la inconsecuencia personal.
La tiranía es un problema político y la eliminación del tirano también. El asesinato del factor personal de la dictadura, que no es satrapía, sino un sistema colectivo, debe plantearse con criterios estrictamente políticos. Incluso si el dictador ya no está en el poder, su responsabilidad sigue siendo un asunto político. Están, pues, fuera de cuestión los sentimientos de piedad y el sentido de la justicia. La intuición sentimental de Albiac -fruto de su indignación con las razones convencionales que tratan de exonerar a Pinochet- no se equivoca. La piedad se siente frente a personas, no ante instituciones. Y el dictador convierte su persona en institución. La justicia jurídica condena la ilegalidad. Pero el dictador hace legitima, cuando no legal, toda su conducta criminal.
¿En nombre de qué, de quién y a qué se debe condenar a Pinochet? El filósofo contesta: en el de la moral, la humanidad y la muerte. Como tales instancias no son movidas por la justicia legal, ni tienen brazo ejecutor, la excelente persona de Albiac no pide un juicio justo, imposible, sino doce balas, posibles en la tripa de Pinochet. ¿Dónde está, entonces, el error sustancial de tan completa satisfacción de su instinto moral? Sin ambages ni convencionalismos: en una contradicción ética, una concepción equivocada del derecho aplicable y un desprecio de la experiencia política. La contradicción de acudir a la moral y negar la piedad inherente a ella. La equivocación de que un dictador sea juzgado con sus propias leyes. El desprecio de una experiencia que ha sancionado tanto la utilidad del atentado anarquista, como la utilidad de tribunales políticos (Nüremberg, para criminales de guerra; Israel, para genocidas nazis), donde el derecho punitivo se creó «ad hoc», como acaban de hacer los Lores ingleses.
Si la ética intuitiva de Albiac no revisa su fallo, a la luz de ideas, experiencias y simpatías más universales; si sigue fiel a su conciencia moral, sin dejarse llevar por «el impulso de reflexionan> hasta una razón, también moral, que sea compartida por espíritus semejantes al suyo; su juicio es intocable y a nadie le es moralmente posible pedirle su revocación. La bondad de la conciencia de Albiac, su permanente instinto del bien, no es para él asunto de opinión, sino de naturaleza. Y nada hay más dogmático en cuestiones morales que lo natural. Sin dogmatismo, la ética intuitiva carecería de criterios para la crítica de la ética reflexiva, cosa que no hace Albiac, y la destrucción de la moral convencional, que hace con la naturalidad con que respira. Su honestidad no consiste en ser conscientemente dogmático, sino en serio de modo concienzudo. Su problema está en el desastre que acarrea la satisfacción de un instinto moral cuando impide la de otro no menos legítimo y de mayor alcance: el instinto político. Y es en este campo donde el tiranicidio pierde su magnificencia y su primer atractivo moral.
El instinto político nace y vive de la experiencia. Y como ésta es variada, aquél no puede ser dogmático. Sabe que la tiranía personal es inconcebible sin un corte vertical de «chulos del tirano» (La Boethie). Y que la muerte violenta del Uno, deja viva la legión de sus servidores. A no ser que el movimiento por la libertad de Todos esté en condiciones de tomar el Gobierno por vía predemocrática. Si el magnicidio lo precede (Carrero), la libertad no conduce a la democracia, sino a la reforma política. A la transformación de los chulos del tirano en corte horizontal de «chulos del Estado», consensuada con clandestinos opositores a cargos y honores vitalicios. Oligarquía de partidos estatales. Transición española y chilena. Y si la democracia» chilena puede perecer por la pena moral impuesta a un sólo hombre, bien está que perezca, pues no es libertad, ni la merece, lo que no soporta el liviano peso de un mito de poder simbólicamente ajusticiado, pero sí el montón de cadáveres con que sus chulos le alfombraron el paseo militar por el Estado.