2004-02-21.LA RAZON.LAS PALABRAS ENTONCES NO SIRVEN MARTIN MIGUEL RUBIO

Publicado: 2004-02-21 · Medio: LA RAZON

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OTRAS RAZONES
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LA RAZÓN
LA RAZÓN
SÁBADO, 21 - II - 2004
SÁBADO, 21 - II - 2004

OTRAS RAZONES

«LAS PALABRAS ENTONCES NO SIRVEN»
H ace tres sema-

AÑO 2004. (Y VIII): DERECHO DE GENTES
E stas  reflexio-

nas  el  maes-
tro  Antonio
García Trevijano  de-
mostraba  en  una  de
sus columnas cómo el
mero hecho de hablar
entre personas ideoló-
gicamente antagónicas
y con intereses contra-
puestos no sólo no tie-
ne que conducir a la «conversión» de ningu-
no de ellos en el frente opuesto, sino que
incluso tal acción verbal puede aportar semi-
llas de enemistad por la falta de respeto que
supone estar seguro que unas palabras doble-
garán a otras. Si es cierto que las palabras
transforman el mundo lo es sólo en el senti-
do de que unas palabras han doblegado a
otras por medios muy distintos a la mera pro-
nunciación de las palabras, por mágicas re-
sonancias que tengan. Son el poder, la fuer-
za, el conocimiento y el perpetuo conflicto
humano ( y cósmico –Heráclito–) los verda-
deros agentes que transforman el mundo, que
aunque se revistan de palabras al presentarse
«en sociedad» son más que palabras. Hasta
en los Evangelios está presente la idea de
«operibus credite, et non verbis».

El gran poeta Blas de Otero, tan injusta-
mente olvidado, reconoce a lo largo de su
obra que la palabra, más que un instrumento
de progreso, es, la mayoría de las veces, un
desahogo ontológico con que se increpa al
propio destino, por el esencial fracaso del
hombre, demostrado cotidianamente con tan-
tas injusticias y dolor. Nos recordaba el poe-
ta bilbaíno en su «Cartilla (poética)»: «Ah las
palabras más maravillosas, / «rosa», «poe-
ma», «mar», / son m pura y otras letras: / o,
a...». Eso sí, la palabra nos queda como el úl-
timo refugio del ser: «Si abrí los ojos para ver
el rostro / puro y terrible de mi patria, / si abrí
los labios hasta desagarrármelos, / me queda
la palabra». Y la palabra sabe que en sí mis-
ma, sin los fuertes aliados mencionados, es
impotente: «Las palabras son tristes. Tienen
miedo / a quedarse en palabras o en prome-
sas / que lleva el aire como un beso muerto:
/ pobres palabras que el olvido entierra». 

¿De qué voy a hablar con quien me asesi-
na, o me viola, o me roba, o me engaña, o me
llama «inmigrante» en mi propia tierra y en
la de mis padres? Queremos un poco de res-
peto; creemos tener derecho en no hablar con
nuestros tiranos, nuestros asesinos, nuestros
ladrones, nuestros gorrones, nuestros nazis
del Norte. Necesitamos que los interlocuto-
res, tanto el «tú» como el «yo», cumplamos
unas mínimas condiciones de «animales po-
líticos». Quiero ver a quien me mata en el
campo de batalla, y no en el Parlamento o en
la tertulia. Me parecen más humanos y civi-
lizados por su dignidad los inmortales cantos
de guerra de Tirteo en ritmo anapéstico que
las pusilánimes palabras que retroceden con
indignidad suicida. En estos casos que aquí
comento mejor es un mudo solipsismo que el
diálogo cobarde del esclavo.

Si existiera una única verdad, una especie
de monismo gnoseológico y moral de corte
eleático, entonces cabría la esperanza entre
los que han llegado a tal verdad única de pes-
car «a los descarriados» con un uso de las pa-
labras adecuado y coherente con esa única
verdad gnoseológica y moral. Pero parece
que la pluralidad y multiplicidad de opinio-
nes y sentires se nos impone –si no fuera así,

no serían opiniones y
sentires–. En muy po-
cas ocasiones nuestras
palabras pueden cam-
biar  la  opinión  de
nuestro 
interlocutor
adulto, y no es por fal-
ta de técnica persuasi-
va, sino porque las pa-
labras  de  cada  uno
están  contaminadas
por la experiencia que cada uno tiene del
mundo que nombran las palabras («la ciudad
de las palabras», que diría Platón). En las pa-
labras no sólo late la experiencia colectiva de
los hablantes de una lengua, sino también la
experiencia personalísima de cada usuario.
Las palabras que emplea cada uno reflejan la
historia de cada uno. Por ello las palabras no
nacieron para logomaquias y triunfos de la
razón individual, sino para la simple comu-
nicación de la soledad singular de las almas,
para decir cada uno quién es y cuál es su cir-
cunstancia, para averiguar quiénes son los de-
más y cuáles son sus circunstancias (los «yo-
es» exteriores que amamos a partir de nuestra
propia «philautía»), como hilo conductor de
amor que nos ata a la vida y nos salva. Y no
es propio del hombre libre hablar por ame-
nazas, como decía la desgraciada Deyanira al
mentiroso Licas.

MMaarrttíínn--MMiigguueell  RRUUBBIIOO  EESSTTEEBBAANN

nes,  que  ape-
nas  si  hemos
esbozado en los pre-
sentes artículos, quie-
ren  terminar  con  un
canto de solidaridad.
Algunos piensan que
los  derechos  huma-
nos, una hermosísima
declaración, son, total
o parcialmente, papel mojado en la mayor
parte de los países del mundo. Un juguete
en manos de los poderosos, que como el
chicle estiran o esconden a su antojo. Cuan-
do quieren los prescriben. Otras veces los
exhiben alardeando de ellos, aunque rara-
mente los cumplan. Y, sin embargo, insisti-
mos, son una declaración que justificaría un
único Tribunal Penal Internacional con ab-
solutas competencias para quienes vulne-
raran uno solo de ellos. Mas, ¿quiénes se-
rían  los  jueces  ¿acaso  es  posible  ya  la
existencia de una justicia libre?

A principios de los años 90, Rafael Gon-
zález Más, entonces presidente de la So-
ciedad Iberoamericana de Rehabilitación,
me encargó coordinar una carpeta que, ba-
jo el enunciado de «Derecho de Gentes» y
auspiciada por el Instituto de Servicios So-
ciales del Ministerio de Asuntos Sociales
español, creara una serie de reflexiones y
dibujos de un grupo de pintores y escrito-

PORQUE SÍ Y PORQUE ES ASÍ

LA DICHA AJENA

T odo  lo  deseable,  como  la  salud,  el

éxito, la fortuna, depende de un cora-
zón bondadoso. Haciendo el bien se
vive  mejor.  Es  una  sencilla  lección  que
aprenden, de críos, los tibetanos. Y, junto a
ella, la de alegrarse con la dicha ajena. Con
la prosperidad de los otros. Más adelante,
los lamas les enseñarán que sólo en el es-
fuerzo constante y consciente para actuar
pensando en el bienestar de los que están al-
rededor –y más allá– está el sentido de la vi-
da. Cuanto más nos importan los afanes y
esperanzas de los demás, cuanto más traba-
jamos por su bienestar, mejor sonreímos y
reímos y vivimos. El cielo está aquí. Y el in-

fierno, también. ¿Enseña-
mos estas cosas a nuestras
criaturas? ¿Insistimos su-
ficientemente en que, tan
importante como esquivar
nuestro dolor, es ayudar a
los demás a aligerar el su-
yo? ¡Cómo admiro a esas
personas que se desviven por los otros! Que
transpiran comprensión, confianza. Siempre
alegres, serenas y en paz. Llenas, felices,
contentas con la dicha ajena. Derramando a
Dios.

JJeessúúss  FFOONNSSEECCAA

REBOREDO Y SAÑUDO

res  que  colaboraran
de forma desinteresa-
da y voluntaria en la
misma.  La  galería
Juan Mordó se encar-
gó de la donación de
la obra original de los
pintores y por mi par-
te yo busqué a 18 es-
critores que aceptaron
tan desprendida como
generosamente enviarme sus colaboracio-
nes, un pequeño texto en verso o prosa, re-
producidos literalmente y transcritos en la
carpeta. 

Una vez recibidos los textos originales,
entresaqué una línea de cada uno de ellos
para componer el siguiente collage:

«Niños, ancianos maltratados / de voces
enmudecidas / en un mundo socialmente
viejo. / Reproducimos en la escuela lo que
la sociedad nos enseñaba. / Y el camino del
pensar, concluyó, para algunos, a los vein-
te años. / Músicas para acallar a quienes ya
ni cuerpo tienen / para quienes quedarán,
para siempre, en el abismo de los margina-
dos. / ¿No necesitamos para el débil una es-
tética de la protección? / ¿Y una fiesta, la
Navidad, para recordar su nacimiento en un
pesebre? / En inhumana marea de intereses
implacables  /  llamamos,  por  ellos,  a  las
conciencias de los ciudadanos. / Nadie en
nuestro  mundo  puede  alegar  desconoci-
miento / que la sociedad, como culpable,
sería juez y parte. / Y nos miramos en los
ojos tristes y hundidos de una mítica figu-
ra / para ver a los nadies que cuestan me-
nos que la bala que los mata / para que ni-
ños y ancianos no coincidan de ancianos en
el lamento / en esta civilización que por os-
cura y bárbara a sí mismo se condena».

Los autores, enumerados según los frag-
mentos compuestos, una línea entresacada
de cada texto que con mínimos cambios me
sirvió para realizar el montaje final, fueron
los  siguientes:  Miguel  Delibes,  Horacio
Vázquez Rial, Salvador Pániker, Javier Sá-
daba, Jorge Enrique Adoum, Carlos Mene-
ses, Luis de Pablo, Carlos París, Fernando
Savater, Antonio Gala, Antonio Buero Va-
llejo, Claribel Alegría, Laura Olmo, Elena
Soriano, Miguel Barnet, Eduardo Galiano,
Raúl Guerra Garrido y José Jiménez Loza-
no.

Terminaba yo firmando: «Por el Derecho
de Gentes». Pensando en los derechos del
ser humano. Al traer a colación estos tex-
tos, pienso que sería necesario en nuestros
días, en este año 2004 en el que hablo de la
necesaria reflexión, movilizar conciencias
de todos lo pensadores del mundo para es-
tablecer un nuevo Decálogo que se impu-
siera y movilizara a los pueblos en la bús-
queda  de  la  paz  auténtica,  la  felicidad
compartida, la justicia sin discriminaciones,
la igualdad de todas las mujeres y hombres
y de los pueblos del mundo, la fraternidad
como única norma de conducta, como úni-
co código moral que guiara nuestros pasos. 
Claro que los utópicos son optimistas.
Los otros, quienes piensan que todo está
bien hecho, son los conformistas, pesimis-
tas que aceptan la existencia del mal como
eje del Universo. Nosotros no queremos re-
signarnos a nuestra condición de condena-
dos. 

AAnnddrrééss  SSOORREELL