1995-12-10.EL MUNDO.LAS MANOS DE LA JUSTICIA AGT

Publicado: 1995-12-10 · Medio: EL MUNDO

Ver texto extraído
LAS MANOS DE LA JUSTICIA
EL MUNDO. DOMINGO 10 DE DICIEMBRE DE 1995
ANTONIO GARCÍA-TREVIJANO
Hay que tener el corazón limpio y la cabeza clara para escribir sobre las manos sucias del poder contra la Justicia, como hace el juez humanista Joaquín Navarro. Otros muchos magistrados tienen la misma limpieza profesional y la misma claridad mental. Pero, en los tiempos que corren, hay que estar dotado de otros atributos para atreverse a decir en público lo que sus compañeros de profesión dicen en privado, y que todo observador imparcial sabe perfectamente. Pese a las buenas intenciones de su autor, lo expuesto en este libro, por tantos motivos excepcional, desborda los límites de la casuística judicial, y de la crítica a un poder político que no respeta la independencia judicial, para convertirse en una crónica negra de la transición de los jueces desde la Dictadura a la situación actual. Porque de eso se trata en «Manos Sucias». 
Y quien mejor lo ha advertido es Pablo Castellano. Cuyo «prólogo para gentiles» debería haberse colocado como epílogo. Porque es el análisis pormenorizado y cronológico de Navarro el que conduce a la visión general de la evolución del Consejo General del Poder judicial, que Castellano sintetiza en tres fases concordantes con el momento político: «Ansia de ampliación de competencias», en el momento inicial de reparto del poder estatal; «ambición de ordenar la dependencia», en el momento de la consolidación del poder político; y «avaricia en dar el mejor servicio a quien lo nombra», en el momento de degeneración del poder gubernamental. 
En cambio, el «prólogo para juristas» del juez Garzón introduce bien a la crónica negra de la Justicia en la Transición, porque sitúa el texto de Navarro en el contexto del conflicto entre el poder político «en» el Estado y el poder judicial «del» Estado. Pero la antigüedad y la profundidad de la servidumbre voluntaria de la autoridad judicial ante el poder político, tan gráficamente expuesta en «Manos sucias», hacen parecer ingenuas las reformas concretas propuestas por Garzón para garantizar la independencia del Ministerio Fiscal y del Consejo General del Poder Judicial. No porque estén ingenuamente concebidas desde el punto de vista de la organización judicial, sino porque no se encuadran dentro de la única perspectiva de separación de poderes que puede hacer posible la deseada independencia de los jueces ante el poder político. 
En el Estado de partidos ninguna reforma del estatuto judicial puede garantizar esa independencia. Mientras el Poder Ejecutivo y el Poder Legislativo no estén separados en su fuente de legitimación, mientras uno sea fuente del otro, no existe la menor posibilidad de que exista un Poder Judicial independiente. 
Nadie que lea este apasionante relato de la subordinación de la alta magistratura, y de los supremos tribunales de justicia, al jefe de partido instalado en el Gobierno, podrá seguir repitiendo de buena fe las consabidas tonterías de la propaganda oficial sobre la independencia de la función judicial o la existencia de un Poder Judicial independiente. Y lo peor es que el problema no se resuelve con un cambio de gobierno o de partido gobernante. La causa última del mal no está en la funesta invasión partidista del CGPJ y del TC, como señala con énfasis casi exclusivo el sr. Navarro, sino en  ni la Justicia puede emanar nunca del pueblo, salvo en los asuntos sometidos a la institución del jurado, ni mucho menos administrarse en nombre del Rey, sin convertirla, por ese solo mandato constitucional, en justicia de los partidos dictatoriales de la voluntad política del Estado, del que el Rey ha aceptado ser jefe y símbolo. 
Una justicia democrática es un concepto demagógico imposible de precisar. Las leyes y las sentencias pueden ser más o menos democráticas por razón de su igualitarismo social. Pero cuando se habla de democracia legislativa o judicial nadie espera que los legisladores y los jueces sean comunistas. Y por mucho igualitarismo que introduzca la Constitución en los llamados derechos sociales, ningún juez puede condenar al Estado por no cumplir su promesa o mandato constitucional de garantizar el derecho al trabajo, a la vivienda o al ocio de la tercera edad.
Si los jueces no aplican estas normas, ellos no tienen ahí la menor responsabilidad. Toda la culpa recae en una Constitución que por razones exclusivamente demagógicas o ideológicas incluye normas de imposible cumplimiento. La democracia es una forma de gobierno, no una forma de justicia. Y lo que se espera de los jueces no es que dicten sentencias democráticas, eso depende de la naturaleza de las leyes que deben aplicar, sino que sean independientes del poder político. 
Los presupuestos ideológicos y conceptuales de «Manos sucias», a caballo entre el socialismo en cuestiones de justicia material y el liberalismo en cuestiones de justicia formal, que todavía no han sido cuestionados por su autor, chocan abiertamente con su honestidad intelectual y dignidad profesional. Estas últimas cualidades son tan intensas que sólo está a un paso de comprender que la única posibilidad de dar independencia a la Justicia está en la reforma de la Constitución, para separar el Poder Ejecutivo del Legislativo, desalojar del Estado a los partidos, unificar la carrera judicial y fiscal, suprimir  y el TC, y reconvertir el ridículo poder judicial, que ya Montesquieu consideraba casi nulo, en una verdadera autoridad arbitral y de control de los dos poderes políticos «en» el Estado. 
En resumen, para introducir la democracia en la forma de gobierno, y acabar así con la gran mentira del oligárquico Estado de partidos, que, por su naturaleza, politiza hasta la médula a la organización de la Justicia, sea cual sea el partido gobernante.