2000-09-23.LA RAZON.LA RELIGIÓN DE LA NACIÓN RUBIO ESTEBAN
Publicado: 2000-09-23 · Medio: LA RAZON
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LA RELIGIÓN DE LA NACIÓN LA RAZON 23 DE SEPTIEMBRE DE 2000 MARTÍN-MIGUEL RUBIO ESTEBAN El nacionalismo tiende a implicar una nueva sacralización de lo profano, presupuesto para religiones sustitutorias o «cuasi religiones»: absolutización de la nación y de la etnia. Es una religión el nacionalismo en cuanto que conlleva una proclamadora autodefinición con un peligroso sentido de inmovilidad y esclerodermia. Que a estas alturas «de la película» los nacionalistas crean religiosamente en la mítica ecuación «cultura = pueblo» supone una falta de formación general tan conmovedora que sólo puede ser explicable por una intensa fe religiosa. En efecto, la etnicidad es un proceso histórico que drásticamente se contrapone a cualquier sentido de perennidad, por cuanto varía no sólo en el espacio, sino también a lo largo del tiempo; por lo que en una imprescindible perspectiva histórica, no se puede hablar ni de etnias ni de pueblos sensu stricto, sino más bien de procesos de etnogénesis, concepto que supone un proceso evolutivo de los cambios culturales y que se traduce en la formación de unos grupos étnicos y la disolución de otros. Es por ello que Euskadi, Cataluña o Galicia no pasan de ser hoy ámbitos geográficos, y esto incluso de forma un tanto problemática. Quien quiera ver hoy en lo gallego, lo vasco o lo catalán sub-stancias (hypokeímenoi) atemporales no habla con la razón sino con una fe religiosa. El substrato cultural de un «pueblo» y su perpetua transformación dialéctica debido a la aculturación producida por infinitas corrientes innovadoras causan la imposibilidad práctica de cualquier dogma nacionalista y de cualquier juicio moral o caracteriológico de la nación, y sitúan a todo nacionalista como integrante de una religión. Los fenómenos de interetnicidad y de hibridación cultural en las casi milenarias regiones de España son hechos tan portentosos y abrumadores que desde aquí desafío a que algún nacionalista muestre un hecho nacional incuestionablemente autóctono. Ni la misma cocina puede mostrar hechos monoétnicos. La religión de la nación petrifica la sociedad con el álibi de un pretérito que jamás ha existido. Codeterminados por generaciones de muertos de diversas etnias, los nacionalistas fundan su fe en una paradisíaca autodeterminación que no sólo insulta a la historia, sino que su propia activación es imposible por quimérica. Buen ejemplo de esta religión de la nación que es el nacionalismo lo encontramos en el caso vasco. El nacionalismo vasco nace de tres sacerdotes (los vizcaínos Pablo Pedro de Astarloa y Juan Antonio de Moguel, y el guipuzcoano Erro y Azpiroz), quienes exaltaron la antigûedad de las ocho lenguas vascas como las lenguas primitivas de la humanidad y madres del ibero, y reflejos de supuestas excelencias lingûísticas y morales; y, por otra parte, este nacionalismo también se fundamenta en la obra de un teósofo, el atrabiliario José Agustín Chao, quien forjó la leyenda de Aitor, antepasado común de los vascos y emparentado con los pueblos indoiranios. Este Aitor, como divinidad fundante, tiene las mismas características míticas que el Túbal hispano, el Rómulo romano, el Guillermo Tell suizo o el Abraham semítico. Pues bien, contra esta barbarie que siempre será la religión de la nación sólo podremos combatir con la blasfemia social por excelencia: una revolución jacobina. Efectivamente sólo la patria, adquisición moderna del jacobinismo a partir de la patrís clásica, puede conjurar los peligros de las religiones nacionalistas, que siempre serán sectarias. Pues como ha escrito nuestro maestro Antonio García-Trevijano, «un gobierno nacionalista, cuando habla en nombre de la nación, se olvida de que la mayor parte de los ciudadanos no está dominada por ese sentimiento exaltado de la idea nacional». Pero la patria es la secularización democrática de la Nación -que no olvidemos que encarnaba el Rey-. La patria no es un accidente de la naturaleza material, ni una idea mística, sino un formidable hecho de la conciencia cívica. Y la mayor parte de las veces la forma nacionalista, en vez de realizar el ideal de pleno desarrollo material y moral simbolizado en el amor patrio, sofoca los impulsos más generosos y traiciona sus más legítimas aspiraciones. La plasmación del desenvolvimiento liberador de todas las energías de un pueblo lo llamamos patria; por eso Francia se convirtió en la patria del pueblo francés con la Revolución.