1994-07-24.EL MUNDO.LA JUNTA QUE ESTREMECIO A ESPAÑA JOSE MANUEL FAJARDO

Publicado: 1994-07-24 · Medio: EL MUNDO

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LA JUNTA QUE ESTREMECIO A ESPAÑA
EL MUNDO. 24 DE JULIO DE 1994
JOSE MANUEL FAJARDO
A las doce horas y treinta y siete minutos de la mañana del sábado 22 de noviembre de 1975, Juan Carlos I era proclamado Rey de España en unas Cortes donde el negro del luto por la muerte del dictador Francisco Franco, ocurrida dos días antes, estaba salpicado por el blanco de las numerosísimas calvas de unos procuradores tan avejentados como el Régimen al que pertenecían. 
A esa misma hora, bajo el sol frío de la mañana invernal, unas tres mil personas se reunían en el pinar que se extendía ante la puerta de la madrileña cárcel de Carabanchel. «Me acuerdo que hacía frío y que yo llevaba un abrigo largo azul -recuerda Ramón Tamames-. Había mucha gente joven y mucha gente del mundo del cine como Maruja Asquerino, Aurora Bautista o Roberto Bodegas». Había también mucha policía, a caballo y con tanquetas de agua. Y mucha prensa extranjera. Y quizá por ello, porque en ese mismo momento, ante las cámaras de medio mundo, el nuevo Rey juraba su cargo, flotaba un aire de indecisión sobre la escena. 
Los manifestantes daban gritos pidiendo la amnistía para los presos políticos. Y los «grises» no se decidían a tomar cartas en el asunto. Por fin, los caballos se pusieron en marcha. Al momento todo eran carreras y gritos. 
Y pese a todo ello, Ramón Tamames recuerda aquel día como «una mañana de alegría». Franco había muerto y «se sabía que el Rey no iba a ser como Franco». Aunque, ciertamente, faltaba por saber cómo iba a ser. En todo caso, aquellas miles de personas le recordaban algo que el Régimen sabía ya desde hacía dieciséis meses: que el futuro de España estaba en la libertad y que eran ellos los principales impulsores de su llegada. Un impulso que les había llevado aquella mañana ante la cárcel en respuesta a la iniciativa de un organismo llamado Junta Democrática de Madrid, planeada días atrás, en un pequeño despacho del edificio Eurobuilding, por algunos de sus miembros: Luis Larroque, Eugenio Triana y Tamames. 
La Junta de Madrid era una de las miles de Juntas Democráticas que habían ido extendiéndose por toda España, en ciudades, pueblos, barrios y universidades, desde que el día 30 de julio de 1974 se hiciera pública, en el hotel Intercontinental de París, la constitución el día anterior de una Junta Democrática de España. Según recogía la brevísima nota difundida por la Agencia Efe en la censurada prensa española, nacía para «promover en España la constitución de un Gobierno». 
Lo novedoso de tal iniciativa estaba en que por primera vez se sentaban, a la misma mesa, un liberal, Rafael Calvo Serer (cuyo periódico, el diario Madrid, había sido clausurado y derruido por el Régimen) y un comunista, Santiago Carrillo. 
Pero el verdadero factótum de la Junta Democrática, el abogado Antonio García Trevijano, estaba en aquel momento a mil doscientos kilómetros de distancia de París. Junto al andalucista Alejandro Rojas Marcos, el dirigente del partido socialista del interior, Raúl Morodo, y el comunista Simón Sánchez Montero, acudía al café Las Cuevas de Sésamo, para presentar también en Madrid la Junta Democrática. 
La constitución de la Junta Democrática tuvo un inmediato efecto revulsivo sobre la sociedad española. Para algunas formaciones políticas, incluso de la llamada extrema izquierda, entonces muy activa, como el PTE, era una llamada de atención. 
El entonces miembro de la dirección del PTE, Nazario Aguado, recuerda que «cuando nos llegó la noticia de la formación de la Junta nos pegamos un susto de muerte, aquello parecía que iba en serio». 
En el otoño de 1974, se reunieron con Santiago Carrillo y, al poco, el PTE entraba en la Junta como lo habían hecho ya el Partido Carlista, el Partido de Acción Socialista, el partido socialista del interior que dirigía Enrique Tierno Galván, representantes de las asambleas y mesas unitarias de Cataluña, País Vasco y Galicia y numerosos independientes, muchos de ellos claramente centristas como Alfonso de Cossío o Andreu Abelló. Fruto todo ello de las infatigables gestiones desarrolladas por Trevijano desde la muerte del almirante Carrero. 
Pero también para miles de demócratas, encuadrados o no en partidos políticos, la creación de la Junta fue un soplo de esperanza y una llamada a la acción. Porque a través de la multitud de Juntas Democráticas locales participaron cientos de miles de ciudadanos desconocidos para la historia pero cuyo papel es crucial a la hora de entender la transición. 
Jóvenes demócratas como el alumno de biológicas Javier Hellín del Castillo. Hoy gerente de asistencia técnica de una empresa farmacéutica, recuerda su labor de planificador, durante las jornadas de lucha del 3, 4 y 5 de junio de 1975, de la difusión masiva de propaganda en torno a la Puerta del Sol, donde se levantaba la temida Dirección General de Seguridad, o «las conversaciones con catedráticos para crear una junta en la Universidad». 
También había sacerdotes como Guillermo Celiá, prefecto de estudios entonces en el colegio Obispo Perelló de Madrid, cotizante de la Junta Democrática y del diario Mundo Obrero, que recuerda que «aquellos eran tiempos en los que el hoy preocupaba menos que el mañana». E intelectuales como la traductora Esther Benítez, para quien «todo aquel movimiento fue decisivo para la normalización del país». 
Eran tiempos en que en el aire flotaban grandes palabras. «Por la amnistía y las libertades». «¡El pueblo por sus derechos!». «Sin los trabajadores no es posible la democracia». Frases extraídas de los miles de panfletos sembrados por España durante los meses que precedieron y sucedieron a la muerte de Franco. 
Divide y vencerás 
En el fondo, la transición no fue, según señala Camacho, sino un «pulso entre quienes deseábamos una ruptura democrática y quienes buscaban un pacto por arriba». Y el paso necesario para inclinar la balanza en favor de tal pacto era forzar al PCE a aceptar esa lógica. Para ello, señala Nazario Aguado, lo primero fue intentar dividir a la oposición. 
A partir del momento en que la Junta Democrática se fusionó con la Plataforma de Convergencia creada por el PSOE y la Democracia Cristiana, se centró la represión en los comunistas, Comisiones Obreras y los independientes de la Junta, como Trevijano. Mientras, se toleraba las actividades de socialistas, democristianos, liberales y la UGT. 
A tal estrategia contribuyó también el PSOE, amenazando con concurrir a las posibles elecciones sin que estuviera legalizado el PCE, boicoteando en el Parlamento de Estrasburgo los intentos de apoyar a Camacho y Trevijano cuando fueron detenidos. Y, finalmente, difundiendo la noticia de unos supuestos negocios sucios de Trevijano con Guinea. Al final, los independientes fueron apartados del proceso y el PCE cedió a las presiones pues, además, según señala Marcelino Camacho, «entre nosotros había también quienes se inclinaban por frenar las movilizaciones», refiriéndose a Santiago Carrillo. Y ciertamente las movilizaciones disminuyeron. 
Prosperó la tesis de que las fuerzas de oposición no tenían capacidad de movilización suficiente para derribar el régimen, en la que hoy insiste Carrillo: «no sólo teníamos en contra a la socialdemocracia alemana que presionó sobre el PSOE y a EE UU que no querían perder el control sobre España, sino que también estaba en nuestra contra la URSS que, a través de Carlos Andrés Pérez, hizo llegar al Rey la recomendación de que no legalizara al PCE». 
Lo cierto es que a partir del invierno de 1976 el verdadero test que quedaba para autentificar la transición democrática era la legalización o no del PCE. El 9 de abril de 1977 el PCE era declarado legal y a los ojos del mundo España entraba en la democracia. Para algunos, como García Trevijano, el precio fue alumbrar un régimen de libertades que, «sin embargo, no es una democracia». Para otros, como Tamames o como Carrillo, «llegamos a conseguir la democracia que era posible conseguir entonces y el 23-F de 1981 lo demostró: si en la Zarzuela hay un presidente de la República en vez de un Rey, los tanques asaltan la Zarzuela». 
Veinte años después, el balance de aquel esfuerzo refleja una singular injusticia, según señala José Vidal Beneyto, pues para la historia oficial de la transición «nosotros simplemente no existimos; no sólo nos están quitando el futuro y el presente, también nos han quitado el pasado».