1994-11-07.EL MUNDO.LA INDOCTA IGNORANCIA DE PRADERA AGT

Publicado: 1994-11-07 · Medio: EL MUNDO

Ver texto extraído
LA INDOCTA IGNORANCIA DE PRADERA
EL MUNDO. LUNES 7 DE NOVIEMBRE DE 1994
ANTONIO GARCÍA-TREVIJANO
SI no fuera por el crédito que le otorga «El País», cuyo prestigio se basó en la hegemonía de las aberraciones morales que fraguaron el consenso de la transición, desde el franquismo al felipismo, ninguna persona culta concedería al Sr. Pradera la menor beligerancia en materias de ciencia política. Como escritor de propaganda, maneja tópicos y convencionalismos con el donaire que a veces otorga el realismo cateto del sentido común al estilo literario, cuando éste se pone al servicio del poder establecido. Javier Pradera ha cumplido para la transición la misma misión que Emilio Romero para el franquismo. No hay necesidad de acudir a la sociología del conocimiento para averiguar el origen de sus frustraciones y resentimientos intelectuales. ¡Son tan evidentes! Su primitivo estalinismo no ha tenido la oportunidad histórica de desarrollar un talento natural para la censura y la delación. Y la temeraria exhibición de pedantería negativa que luce en sus críticas de libros debe más tributo a la ignorancia que a la maldad. Su «indocta» ignorancia le impide llegar a ser lo que pretende ser: un sádico intelectual de parvularios masoquistas. 
La obra de caridad mas difícil de realizar es la de enseñar al que no sabe. En la madurez física, nadie admite su inmadurez mental. Por eso debo decirle al Sr. Pradera que su enciclopédica incultura le hace rechazar, como escandalosas, las verdades más probadas de las ciencias sociales. A saber: que, a diferencia de la regla de mayoría propia de la democracia, «el consenso es una idea bárbara y medieval»; que, a diferencia del respeto, «la tolerancia no es una virtud democrática»; que, como cualquier otro Estado, «el franquismo era un Estado de derecho»; que el invento alemán postnazi del «patriotismo constitucional es despreciable»; y que «la historia entera del parlamentarismo continental, como el sistema de representación proporcional, están fuera del mundo democrático». El razonamiento basado en la propia observación de los hechos, o en el conocimiento de la Historia, no es la fragua donde se forjan las opiniones del Sr. Pradera. Por ello hay que hablarle, para acallar su infantil dogmatismo, con esa vara de la razón de autoridad que tan maravillosamente educa a los imbéciles. Tal vez encuentre en esa varita de los prestigios reconocidos la palmeta que le pegue en los nudillos de alumno de la oligarquía, mal aplicado a las tareas de la libertad y de la higiene mental. 
Para su orgía de sufrimiento intelectual le doy cita en cualquier biblioteca, incluso en la suya. Allí verá que el consenso religioso, nacido en el siglo V, inspiró el consenso político de las Monarquías divinas. Y que ese consenso feudal, incompatible con la legitimidad del conflicto entre partidos políticos, no fue roto por la Revolución francesa a causa de la influencia de Rousseau, como lo ilustra Robespierre, sino por el pensamiento conservador de Edmundo Burke. Por mucho que moleste admitirlo a los «establecidos», al combatir el consenso, soy el único publicista que defiende hoy en España la legitimidad de los partidos, en tanto que expresión política necesaria del conflicto social. Mientras que todos los demás, incluso los ideólogos de la izquierda social, al defender la idea posmoderna del consenso político, consideran a los partidos como un mal menor que debe ser tolerado, por la utilidad que reportan como grupos de presión o como plataformas electorales preparatorias del consenso. La tolerancia y el consenso son tan indispensables para la defensa de la oligarquía, como el respeto y la regla de mayoría para la de la democracia. Esto se sabe desde Locke y Montesquieu. Aunque el Sr. Pradera no lo sepa todavía. Como tampoco ha aprendido lo que todo abogado conoce desde Platón: que el Estado de derecho, otra ideología alemana del postnazismo, no puede ser definitorio de la democracia. Todo Estado, por el solo hecho de serlo, es un Estado de derecho.