2004-07-15.LA RAZON.LA FLEBITIS BORRAS
Publicado: 2004-07-15 · Medio: LA RAZON
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Autonomías 38 Autonomías CARTAS TRIBUNA LIBRE JUEVES, 15 - VII - 2004 LA RAZÓN LA RAZÓN Carta a Zapatero Señor Zapatero, sabemos la mayoría de los gallegos que no vino a Galicia a satisfa- cer al Gobierno gallego, ni a los del Partido Popular, sino por su obligación como presi- dente del Gobierno español, y también para congraciarse con otros más afines. Por eso traía en la cabeza aquello de «Nunca Mais», que usted para disimular lo tradujo al caste- llano, por lo de «Nunca más...», añadiéndo- le lo de «solos». Lo de «Nunca más», políticamente resul- ta correcto, dado que fue la consigna de un grupo que, más que colaborar en la limpie- za de costas y playas del chapapote de buena fe, su objetivo era atacar y a poder ser derri- bar a los Gobiernos de Galicia y Madrid. Fue un error por su parte añadir lo de «so- los», porque esto ya es herir susceptibilida- des innecesariamente, porque solos los ga- llegos nunca nos hemos sentido, ni por parte de los respectivos gobiernos y autoridades de entonces, ni tampoco por los miles de es- pañoles que voluntariamente acudieron a Galicia, la mayoría a trabajar de buena fe, aunque algunos, los menos, vinieron invita- dos por «Nunca Mais», cuya condición era traer escrita en las camisetas la consigna po- lítica del «Nunca Mais». Por tanto, lo de «solos» nos parece una especie de paternalismo que no aceptamos, en primer lugar porque los gallegos tenemos nuestro amor propio, como los que más, y porque somos serios y trabajadores, y con agallas suficientes para resolver y saber or- ganizar lo necesario, en casos tan trágicos, como pudo ser lo del «Prestige». Sepa usted, señor Zapatero, que cuando usted se hizo cargo de la jefatura del Gobierno español, las costas y las playas de Galicia ya estaban limpias, demostrándolo el número de ban- deras azules, nunca alcanzada hasta ahora. En el recibimiento que tuvo en los pue- blos que visitó, sólo le faltó aquello que sí había logrado el señor González: «Zapatero, capullo, queremos un hijo tuyo». Los galle- gos somos algo sosos, quiero decir no de mucha palabrería y sonrisas. Por eso quere- mos más obras y menos palabras, aunque se- an bonitas. José Núñez López Vigo ¿Nuevo talante? Permítanme que dé unas pinceladas al respecto de una carta de réplica al señor Us- sía de fecha 22 de junio. Me gustaría pre- guntarle a este señor qué le parece el talante del señor presidente enviando tropas para prestar servicios en otros frentes, incluyen- do a la Guardia Civil Recordamos también que el señor Gon- zález también envió tropas no profesionales fuera de nuestras fronteras. Le rogaría a es- te señor que reflexionara y pensara un poco sobre lo mal que lo están haciendo. Como ejemplo le recuerdo los insultos al PP, de los que se está demostrando su falsedad. También quisiera hacerle unas aclaracio- nes referentes al aborto. Una persona me- dianamente responsable considera esta Ley como una matanza de seres inocentes, cuan- do además existen listas de centenares de matrimonios esperando la adopción de be- bes que en la mayoría de los casos tienen que terminar haciéndolo en el extranjero. Severiano Talavero Tovar Casar de Cáceres (Cáceres) La flebitis RRaaffaaeell BBOORRRRÀÀSS BBEETTRRIIUU odo verdor perecerá, nos ad- vierte el Eclesiastés, pero hasta julio de 1974, hace ahora 30 años, los españoles de a pie no tuvimos la evidencia de que incluso la primera magistratu- ra del país, cuyo titular había reiterado una y otra vez su ca- rácter vitalicio, más pronto o más tarde se enfrentaría a un T vencimiento improrrogable. El primer semestre de aquel año había sido pródigo en acontecimientos que, sin excepción, nos mantuvieron con las antenas paradas: el 4 de enero juraron sus cargos los miembros del nuevo Gobierno presidido por Carlos Arias Na- varro tras la voladura del almirante Carrero Blanco en diciembre del año anterior; el 12 de febrero, Arias presentó en las Cortes el progra- ma de su gabinete, recibido como promesa –«el espíritu del 12 de febrero»– de una moderada apertura política; el 2 de marzo fueron ejecuta- dos en Barcelona, a garrote vil, el estudiante anarquista Salvador Puig Antich y el súbdito polaco –que luego se demostró que era ale- mán– conocido como Heinz Chez; el 3 de mar- zo saltó a la prensa el llamado «caso Añove- ros», que, a través del obispo de Bilbao, representó el más duro enfrentamiento entre la Iglesia y el Estado desde la época en que la cú- pula eclesiástica, con su Carta colectiva de 1937, bautizó la rebelión militar como una «cruzada»; el 23 de abril, Pío Cabanillas Ga- llas, ministro de Información y Turismo, apro- vechó el Día del Libro en Barcelona para salir en defensa de la identidad de los pueblos, en tanto se dejaba fotografiar con la barretina pues- ta, prenda, por cierto, que nunca jamás ha luci- do, que recuerde, ningún intelectual catalán que no haya perdido el sentido del ridículo; dos días después, el 25 de abril, estalló en Portugal la «revolución de los claveles», que liquidó en po- cas horas 48 años de dictadura sangrienta; el 28 de abril, José Antonio Girón de Velasco publi- có en el diario «Arriba», órgano del Movi- miento, unas apocalípticas declaraciones –«el gironazo»– contra la supuesta liberalización po- lítica del gobierno Arias; el 14 de junio, el jefe del Estado Mayor, teniente general Manuel Dí- ez-Alegría, fue cesado por su entrevista en Bu- carest, dos semanas antes, con el presidente ru- mano Nicolae Ceaucescu, enviado por Carlos Arias, que, de manera poco gallarda, ocultó a Franco tal circunstancia y firmó su defenestra- ción; el mismo día 14, en un mitin del Partido Comunista de España en Ginebra, Dolores Ibá- rruri y Santiago Carrillo anunciaron la inme- diata unión de las fuerzas políticas españolas para lograr la derrota del Régimen; el 15 de ju- nio, en Barcelona, Arias se desdijo pública- mente de cualquier veleidad aperturista que pu- diera desprenderse de su discurso del 12 de febrero; el 20 de junio, Antonio García Trevija- no propuso, sin éxito, a Don Juan de Borbón que encabezase la operación política preparada por la Junta Democrática. Pero ninguna de aquellas noticias, unas pu- blicadas en portada y otras descifradas entre lí- neas, tuvo, como era lógico, la resonancia mo- tivada por el anuncio, el 9 de julio de 1974, de que el general Franco, que contaba entonces 80 años, había ingresado por su propio pie en la que podía ser su penúltima morada. Guardo de aquella fecha un recuerdo muy nítido. «En julio de 1974, la ciudadanía tuvo conciencia de que, contra todas las previsiones humanas y divinas, Franco no era inmortal» Aquel día almorcé en el Círculo Ecuestre de Barcelona con los amigos de la Peña Ignacio Agustí, como hacíamos todos los viernes des- de que, el mes de febrero anterior, había muer- to Ignacio, cuyo nombre dimos a la tertulia se- manal que manteníamos. Mediado el ágape, una llamada telefónica de Carlos Rojas me le- vantó de la mesa. Radio Nacional, en el pro- grama todavía conocido como «El parte», me explicó ligeramente excitado que acababa de transmitir una noticia increíble: Franco había si- do hospitalizado en la Residencia Sanitaria que llevaba su nombre, en Madrid, aquejado de una flebitis en la pierna derecha. De regreso en el comedor de la planta noble, que nos reservaban todas las semanas, solté el bombazo; nadie que- ría dar crédito a la información transmitida, y creo que ninguno sabíamos qué era una flebi- tis. Que el general hubiese sido hospitalizado parecía indicar que podía tratarse de algo serio, pero que lo hubiese hecho andando por sí mis- mo restaba gravedad al asunto. Un contertulio asiduo, el doctor Enrique Salgado, oftalmólo- go, nos sacó de dudas: una flebitis no era nin- guna broma –a Enrique Salgado, yo le había publicado en Ediciones Nauta, en 1968, «Ra- diografía del dictador», un estudio sobre la pa- sión del poder, en el que, por supuesto, no se mencionaba para nada al inquilino de El Par- do–. Hubo un momento de silencio, interrum- pido por el propio doctor Salgado, que se puso en pie y propuso un brindis «por la muerte in- mediata del mayor tirano de Europa». La reacción de Ángel Carmona, compañero de fatigas en la aventura juvenil de la revista «La Jirafa», fue inmediata: – ¡Ah, no! ¡Yo no brindo por la muerte de un viejecito! Carmona, en los años inmediatos, había sido zurrado a multas. Asistente asiduo a todas las manifestaciones prohibidas, procuraba pasar in- advertido discurriendo en paralelo al grueso de las mismas –que en ocasiones era esca- so–, y simulando leer un libro para camuflar mejor su participación en «un acto subversi- vo»; algún listillo de la Brigada Político So- cial, sin embargo, lo tenía calado, y de ma- nera indefectible, pese a sus protestas de que «pasaba casualmente por allí», era arresta- do, trasladado a la Jefatura Superior de Po- licía y multado por orden gubernativa; en una ocasión, al declararse insolvente para pa- gar una multa superior a sus posibilidades, que eran siempre escasas, le embargaron el frigorífico, que le precintaron, y me parece que fue Pepe Guinovart, compañero de via- je además de gran pintor y magnífica perso- na, quien tomó la iniciativa, dando ejemplo, para que unos cuantos amigos reparásemos el desaguisado. Años después Carlos Rojas narró en sus memorias el episodio del Ecuestre, que conocía por alguno de los pre- sentes; para sorpresa suya y mía, Javier Tusell, en una entrevista posterior en «La Vanguardia» de Barcelona, utilizó idéntica expresión que la formulada por Carmona y transcrita por Car- los: – «¡Ah, no! Yo no brindo por la muerte de un viejecito»– al rememorar su reacción el 20 de noviembre de 1975, cuando Franco, aque- lla vez sí, abandonó este valle de lágrimas; por una vez la necedad cedió paso a la sensatez. La fiesta que todos los años el jefe del Estado ofrecía el 18 de julio en La Granja, con gran despliegue de folclóricas, se celebró por prime- ra vez en la historia del Régimen sin su asisten- cia, y presidida por su segundo de a bordo, el entonces Príncipe de España, Don Juan Carlos de Borbón, quien al día siguiente, en aplicación de la Ley Orgánica del Estado, asumió con ca- rácter interino la primera magistratura del país. Las especulaciones, como es lógico, se dispara- ron más aún, y la inesperada decisión hizo pen- sar a algunos que tal vez Franco se decidiría a dar paso, en vida, al sucesor designado a título de rey; afortunadamente para Don Juan Carlos, no lo hizo; de haberle cedido la silla en julio de 1974, desde aquella fecha hasta octubre del año siguiente, en que el general contrajo la enfer- medad que le llevaría a la tumba, el monarca hu- biese estado atado de pies y manos para poder llevar a cabo sus intentos reformistas. Aunque su patrocinador se hubiese retirado, por ejem- plo, al pazo de Meirás en Galicia si el Rey hu- biese autorizado la legalización del Partido Co- munista, una simple indicación de aquél a los mandos del Ejército hubiese dado al traste con todo. Y si el Rey hubiese esperado a que Fran- co se muriese –noviembre de 1975– para iniciar la reforma, en aquellas fechas su imagen habría estado ya quemada de manera irreversible. Franco, el día 30 de julio, ya recuperado, abandonó la Residencia Sanitaria y regresó a El Pardo. Aquel mismo día Santiago Carrillo y Ra- fael Calvo Serer presentaban en París la Junta Democrática de España. Después, el 17 de agosto, Franco se marchó a su pazo, donde el 2 de septiembre, de manera totalmente inespera- da, reasumió sus poderes. La conmoción del mes de julio pareció remansarse, pero la ciuda- danía tuvo conciencia de que, contra todas las previsiones humanas y divinas, el general Fran- co no era inmortal. Rafael Borràs es escritor