2003-01-23.LA RAZON.LA DESFIGURACIÓN DE LO HUMANO AGT
Publicado: 2003-01-23 · Medio: LA RAZON
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LA DESFIGURACIÓN DE LO HUMANO LA RAZÓN. JUEVES 23 DE ENERO DE 2003 ANTONIO GARCÍA TREVIJANO La pintura de un cuadrado en un solo color puede ser arte abstracto porque así lo establece una convención social, no porque sea una imagen desfigurativa de un cuadrado real o una originalidad configurativa de un cuadrado ideal. Un prisma rectangular de acero, como el de Piero Maroni de 1961, titulado «La base del mundo (Homenaje a Galileo)», en el Museo Herning, no puede ser una escultura abstracta, ni siquiera por convención, pues el simbolismo que expresa viene de la leyenda inscrita en una de sus caras y no de la figura geométrica construida, tan representativa de un asiento o un arcón como de una caja sepulcral. La diferencia de representatividad de lo real entre un plano pintado y un volumen escultórico, explica que la deshumanización del arte, denunciada por Ortega como nota cultural de la sociedad de masas, comenzara con la desfiguración de la figura humana en la forma de arte que primordialmente la configura, o sea, en la escultura. La caricatura deforma, acentuándolos, los rasgos definitorios de la personalidad individual, pero no desfigura los trazos del género humano al que pertenece. Las esculturas de Daumier eran humanizadoras. Los escultores deshumanizaron el arte cuando, en el primer quindenio del siglo XX, desfiguraron los rostros y contornos de la figura humana para configurar los del hombre nuevo que los pensadores terribles (Rousseau, Nietzsche, Marx) les demandaban. Las tallas primitivas de Gaugin, Derain, Brancusi y Picasso responden al ideal de ingenuidad del hombre rusoniano, del mismo modo que las modelaciones del futurismo se inspiran en el superhombre tecnológico de la revolución y las de Archipenko en el infrahombre payaso o soldado de la reacción. En la desfiguración de la escultura humana convergieron dos aspiraciones contradictorias, exacerbadas en los periódicos de principios del XX: la maquinista y la humanista. El futurismo italiano representó la primera, con el dinamismo y la potencia orgánica del hombre-máquina, en las grandiosas esculturas de Boccioni. Mientras que el vorticismo, la versión inglesa del futurismo, plasmó la segunda con ironía escultórica hacia la máquina-hombre: «la siniestra figura acorazada del hoy y del mañana. No queda humanidad, únicamente el terrible monstruo Frankestein en el que nos hemos transformado». El más célebre de los vorticistas, el judío Jacob Epstein, autor de estas palabras y de la escultura para la tumba de Oscar Wilde en 1911, modeló en bronce su negro presentimiento con la monstruosa «Taladradora» de 1913 (Tate Gallery). En toda la excelente literatura contra el peligro de automatismo destructivo en las máquinas bélicas inteligentes, que las guerras de represalias con daños colaterales han evidenciado, no se encontrará un alegato más convincente que el de la «Taladradora» de Epstein. Sin tenerla delante de los ojos, el lector no puede imaginar la imborrable impresión que causa esta obra maestra del arte escultórico. La ingeniosidad de la figura zoomórficamente pingüinesca, dada a una máquina perforadora de adoquines, rivaliza con la genialidad de su simpleza configurativa para dotarla de expresión terrorífica insoslayable. De las clavículas de un poderoso tronco acostillado emerge hacia delante, ladeado a la izquierda, un largo cuello prismático que sostiene una cabeza redonda, cubierta por una máscara trapezoidal de filos cortantes, con fisura a la altura de los ojos protegida con una pequeña visera semicircular. De su hombro derecho sobresale el fuerte músculo que mantiene apretado al cuerpo un brazo de enorme puño cúbico. De la musculatura izquierda pende, separado del cuerpo, un antebrazo cónico rematado por una pirámide invertida que hunde su vértice en el suelo. Desde éste a la mitad del pecho, un nicho cóncavo guarda y muestra el misterio mecánico, en forma de feto humano, que reproducirá al monstruo.