2008-10-20.INFORME.JUAN CARLOS.AGT AMADEO MARTINES INGLES

Publicado: 2008-10-20 · Medio: INFORME

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INFORME 

que presenta al Sr. Fiscal General del Estado de Portugal el ciudadano 
español,  coronel  del  Ejército,  escritor  e  historiador  militar,  don 
Amadeo  Martínez  Inglés,  sobre  los  extraños  sucesos  acaecidos  en  la 
tarde/noche  del  29  de  marzo  de  1956  en  Villa  Giralda  (Estoril)  y  que 
devinieron  en  la  muerte  del  infante  D.  Alfonso  de  Borbón  por  un 
disparo  en  la  cabeza  procedente  de  la  pistola  que  en  aquél  trágico 
momento portaba su hermano D. Juan Carlos. 

El presente Informe forma parte de un exhaustivo trabajo de investigación 
histórica  (del  que  ya  tienen  conocimiento  las  Cortes  españolas  y  demás 
instituciones  del  Estado  español)  sobre  la  figura  personal,  histórica  y 
política  de  Juan  Carlos  I,  heredero  de  Franco  y  actual  rey  de  España,  del 
que  se  desprenden  abundantes  indicios  racionales  que  apuntan  a  que  el 
violento  fallecimiento  de  D.  Alfonso,  que  no  fue  investigado  en  su día ni 
por  la  justicia  portuguesa  ni  por  la  española  (civil  o  militar),  pudo  ser 
debido,  no  a  un  mero  accidente  fortuito  como  la  propaganda  oficial  del 
régimen  franquista  quiso  hacer  creer  en  su  momento  a  los  españoles  y  al 
mundo entero, y tampoco a un homicidio por imprudencia (nada probable 
dados los conocimientos en el uso y manejo de armas portátiles que tenía el 
causante del disparo, a la sazón cadete de la Academia General Militar de 
Zaragoza), sino a un presunto asesinato premeditado con profundas raíces 
en  serias  divergencias  familiares  y  oscuras  ambiciones  políticas  en  el 
entorno del conde de Barcelona.  

Resumen sucinto de los hechos 

El sábado 24 de marzo de 1956, con seis meses de academia militar 
sobre sus espaldas y  convertido ya en un veterano cadete de la Academia 
General  Militar  de  Zaragoza,  experto  en  toda  clase  de  armas  portátiles, 
magnífico  jinete  y  buen  deportista,  emprende  Juan  Carlos  viaje  hacia 
Estoril  (vía  Madrid)  para  pasar  las  vacaciones  de  Semana  Santa  con  sus 
padres y hermanos. En la capital de la nación recoge a su hermano Alfonso 
y  ambos  suben  al  "Lusitania  Express"  de  esa  misma  noche  para  llegar 
cuanto antes a la casa paterna. Juanito, que en el mes de enero cumplió 18 
años, va rutilante con su impecable uniforme  militar. Alfonso, con sus 14 
primaveras,  alumno  de  bachillerato  en  el  colegio  Santa  María  de  los 
Rosales, quiere iniciar el próximo año su preparación para el ingreso en la 
Academia Naval Militar de Marín (Pontevedra), con la total complacencia 
de  su  padre  que  ansía  verle  pronto  vistiendo  el  tradicional  terno  de  tan 
prestigioso centro militar de la Armada española. Los dos hermanos tienen 

 
 
 
 
 
 
previsto permanecer en Estoril hasta primeros de abril en que regresaran a 
sus  respectivos  quehaceres  escolares.  Alfonso,  el  "Senequita"  según  el 
cariñoso sobrenombre con el que le conocen desde hace años sus familiares 
más allegados que aprecian en él cualidades nada comunes de inteligencia, 
intuición,  perseverancia,  simpatía  y  afán  de  trabajo,  tiene  comprometida 
sus asistencia, durante la corta estancia en la casa paterna, al torneo infantil 
de golf (el Taça Visconde Pereira de Machado) que anualmente organiza el 
Club de Golf de Estoril. 

El    29  de  marzo,  Jueves  Santo,  ambos  hermanos  asisten  con  sus 
padres  y  hermanas  a  una  misa  matutina  en  la  iglesia  de  San  Antonio  de 
Estoril  y  todos  juntos  regresan  a  casa.  Después  del  almuerzo,  toda  la 
familia  en  pleno  acompaña  a  Alfonso,  a  la  sazón  gran  jugador  de  golf 
gracias a las clases recibidas de su padre que asimismo le ha imbuido desde 
muy pequeño una gran afición por las cosas del mar, al ya citado Club de 
golf donde el infante gana sin excesivos problemas la semifinal del torneo 
"Visconde  Pereira"  ante  la  euforia  de  los  suyos  que  ya  le  ven  como 
triunfador absoluto en la final a disputar el Sábado de Gloria. Pero, cosas 
del destino, el inteligente muchacho (que según muchas voces autorizadas 
del entorno de don Juan en Estoril era ya entonces el preferido de su padre 
para sucederle si el ya iniciado distanciamiento con su hijo mayor, cada vez 
más  cerca  del  franquismo,  no  paraba  de  aumentar)  nunca  acudiría  a  tan 
deseada prueba deportiva. 

 Sobre las ocho de la tarde, el ambiente se presenta muy relajado en 
Villa  Giralda  después  de  que  los  condes  de  Barcelona  y  sus  hijos 
regresaran de los oficios de Jueves Santo que han tenido lugar a las seis en 
la  recoleta  iglesia  de  San  Antonio,  a  pocos  metros  de  su  casa  y  de  las 
bravas  y  límpidas  aguas  del  Océano  Atlántico.  La  condesa  habla  de  sus 
cosas  con  unas  amigas  en  el  salón  de  la  casa  y  muy  cerca  de  ella,  en  su 
despacho, don Juan lee hasta la hora de la cena. De repente, una atronadora 
detonación  procedente  del  piso  superior  donde  se  encuentra  la  habitación 
del infante Alfonso y adonde se han retirado escasos minutos antes los dos 
hermanos,  resuena  en  toda  la  casa  como  un  trallazo,  seguida  en  pocos 
segundos por unos desaforados gritos de Juan Carlos llamando a su padre. 
Dª  María  de  las  Mercedes  sale  despavorida  del  salón,  al  tiempo  que  su 
marido, alarmado, corre escaleras arriba. 

La  escena  que  se  encuentra  el  conde  de  Barcelona  al  entrar  en  la 
habitación de su hijo Alfonso es sobrecogedora y ya no se la podrá quitar 
jamás  de  su  mente:  El  infante  yace  en  el  suelo,  con  la  cabeza  destrozada 
por un disparo y rodeado de un gran charco de sangre. A su lado, de pie, 
hermético, en silencio, ausente, con sus ojos fijos en algún punto del suelo 
cercano  a  la  cabeza  de  su  hermano,  su  otro  hijo,  el  mayor,  el  cadete  que 
siguiendo las directrices de Franco se había convertido ya en un militar de 
carrera,  mantiene  todavía  en  su  mano  derecha  la  pequeña  pistola  Star  de 

 
6,35 mms, que él desgraciadamente  ya conoce, y de la que acaba de salir la 
bala asesina. Don Juan trata de reanimar a su hijo pero todo es inútil, a los 
pocos  segundos  muere  en  sus  brazos.  Agarra  entonces  con  fuerza  una 
bandera de España que cuelga de la pared de la habitación y cubre con ella 
el  amado  cuerpo  sin  vida  del  hijo  en  quien  "tenía  puestas  todas  sus 
complacencias".  A  continuación,  se  vuelve  con  rabia  contenida  hacia  su 
hijo Juan Carlos, le hace inclinarse sobre el cadáver cubierto con la enseña 
nacional, y le dice con voz fuerte y solemne: 

                “Júrame que no lo has hecho a propósito” 

El  médico  de  la  familia,  el  doctor  Joaquín  Abreu  Loureiro,  llega  a 
Villa  Giralda  a  los  pocos  minutos  pero  apenas  puede  hacer  otra  cosa  que 
certificar  la  defunción.  El  conde  de  Barcelona,  desolado,  fuera  de  sí, 
agresivo contra su hijo mayor, le hace salir de la habitación de su hermano 
muerto y le dice con firmeza que debe regresar cuanto antes a la Academia 
Militar de Zaragoza. Llama por teléfono al duque de la Torre al que pone 
en antecedentes de la tragedia. Este, a su vez, se la comunicará enseguida a 
Franco que ordena secreto absoluto sobre la misma y la publicación urgente 
por la Embajada española en Lisboa de una nota oficial que, desvirtuando 
convenientemente lo sucedido,  lo  acomode  a  las necesidades  políticas  del 
momento. 

 La  nota  de  la  Embajada,  publicada  por  todos  los  medios  de 
comunicación portugueses en la mañana del día 30 de marzo de 1956, dirá 
lo siguiente: 

 "Mientras su Alteza el infante D. Alfonso limpiaba un revólver en la 
tarde del día de ayer con su hermano, se disparó un tiro que le alcanzó en la 
frente  y  le  mató  en  pocos  minutos.  El  accidente  se  produjo  a  las  20,30 
horas,  después  de  que  el  infante  volviera  del  servicio  religioso  de  Jueves 
Santo, en el transcurso del cual recibió la santa comunión". 

 También ordenó  Franco  que se hicieran  los oportunos  trámites  con 
el  Gobierno  portugués  para  que  un  espeso  manto  de  silencio  cubriera  la 
sorprendente muerte de D. Alfonso, no se promoviera por su parte ninguna 
investigación policial o judicial al respecto, y su versión oficial se acoplara 
lo  máximo  posible  a  la  del  Gobierno  español  expresada  en  la  nota 
difundida por su Legación en Lisboa. Como le soltaría con total desparpajo 
el  dictador  español  a  una  alta  personalidad  del  entorno  político  del  conde 
de Barcelona, escasos días después de la trágica muerte del infante: 

     “A  la gente no le gustan los príncipes con mala suerte" 
 Cínica sentencia que ampliaría dos años después al explicar por qué 

no quería que se hablara de Alfonso en la prensa: 

 
 
 "El  recuerdo  puede  arrojar  sobre  su  hermano  sombras  por  el 
accidente  y  en  las  gentes  simplistas  evocar  la  mala  suerte  de  una  familia 
cuando a los pueblos les agrada la buena estrella de sus príncipes". 

La  muerte  de  Alfonso  "el  Senequita",  según  la  prensa  internacional 
independiente de la época (en España, por supuesto, sólo correría la versión 
oficial franquista), los comentarios de algunos amigos y confidentes de los 
dos hermanos, las manifestaciones del entorno familiar de Villa Giralda, y 
las revelaciones que luego hizo en sus memorias Dª María de las Mercedes, 
condesa de Barcelona, ocurrió de la siguiente manera: 

 Los  dos  hermanos,  que  habían  llegado  a  Estoril  el  sábado  24  de 
marzo  de  1956,  parece  ser  que  empezaron  a  aburrirse  sobremanera  en  la 
casa  paterna  conforme  pasaban  los  días  de  aquella  Semana  Santa  "a  la 
portuguesa", demasiado recogida,  puritana y de religiosidad sin límites... Y 
decidieron pasar a la acción utilizando a destajo la pequeña pistola Star de 
6,35  mms  (algunas  versiones  periodísticas,  históricas  e  incluso  la  nota 
oficial de la Embajada española hablan de un revólver calibre 22, lo que no 
es nada probable ya que la propia condesa de Barcelona en sus Memorias 
hace  precisa  referencia  a  "una  pequeña  pistola  de  6  mms  que  los  chicos 
habían traído de Madrid", y los revólveres, sobre todo los de ese pequeño 
calibre, eran en aquellos años "rara avis" en España) que Juanito se había 
traído de la Academia militar de Zaragoza. Y que, según todos los indicios, 
le había regalado el verano anterior el conde de los Andes, Jefe de la Casa 
de su padre, con motivo de su ingreso en la Academia General Militar. Se 
ha especulado en alguna de las escasas publicaciones que a lo largo de los 
años,  muy  someramente,  ha  estudiado  este  lamentable  hecho  con  que  la 
dichosa  pistolita  se  la  había  regalado  al  flamante  cadete  Juanito  el 
mismísimo Franco, cuando acudió a visitarle muy pocos días después de su 
ingreso en el ya citado centro de enseñanza castrense. Supuesto éste que no 
resiste  el  más  mínimo  análisis  objetivo  y  profesional.  Franco,  todos  los 
españoles lo sabemos de sobra a estas alturas, siempre fue un sanguinario 
dictador y un autoritario militar que manejó este país durante años como si 
fuera un cuartel o su cortijo particular; pero nunca dio muestras de ser un 
necio  o  un  loco.  Y  de  esas  ingratas  deficiencias  mentales  hubiera  hecho 
extraordinario alarde si se le hubiera ocurrido la peregrina idea de regalar 
una pistola a un inmaduro muchacho de 17 años que se iba a la Academia 
de Zaragoza a aprender el duro oficio de las armas. Y al que, salvo error u 
omisión del inexperto joven, le tenía reservado un esplendoroso destino. Y 
encima sin decirle nada al padre de la criatura... 

 No  conviene  olvidar  al  respecto  que  Franco,  además  de  dictador  y 
asesino  en  serie  (que  lo  era)  era  un  militar  profesional,  y  muy  pocos 
militares,  por  no  decir  ninguno,  cometería  la  enorme  estupidez  de  regalar 
una pistola a su hijo, a un amigo de su hijo, a un sobrino, a un amigo de su 

 
sobrino... o al vecino del quinto. Por importante que fuera el motivo de la 
dádiva.  Los  profesionales  de  la  milicia  (en  casa  del  herrero,  cuchillo  de 
palo)  tenemos  verdadero  respeto  (por  no  decir  miedo  que  suena  muy  mal 
en  un  militar)  por  las  armas  de  fuego  y,  en  particular,  por  las  pistolas, 
porque las manejamos a diario, porque conocemos sus efectos y porque el 
que más y el que menos (todos los que hemos estado en una guerra, desde 
luego) ha visto a algún compañero, subordinado, superior, amigo o soldado 
a  sus  órdenes  morir  o  sufrir  graves  secuelas por  culpa  de  alguno de  estos 
pequeños y maquiavélicos artefactos. Y no precisamente por accidente, que 
no suelen suceder si los que las manejan son auténticos profesionales. Por 
lo tanto es muy poco probable, por no decir imposible, que la pistola que el 
joven  Juanito  se  llevó  a  Estoril  desde  Zaragoza  en  la  Semana  Santa  de 
1956, y con la que "ultimó" a su hermano Alfonso, le fuese regalada por el 
dictador  y  protector  suyo,  don  Francisco  Franco  Bahamonde;  y  que  casi 
con toda seguridad debió ser el conde de los Andes (como ha sido recogido 
por  algunos  autores)  el  que,  demostrando  con  ello  una  irresponsabilidad 
manifiesta,  pusiera  en  manos  del  hijo  mayor  del  conde  de  Barcelona  el 
arma que meses más tarde acabaría con la vida de su hermano. 

Pues  bien,  sabiendo  ya  que  de  quien  era  la  pistola  (con  toda 
probabilidad, como digo, una pistola semiautomática marca Star, calibre 6, 
35  mms)  que  iba  a  desencadenar  la  tragedia  en  casa  de  los  Borbón  en 
Estoril y quien previsiblemente la compró y regaló, sigamos con el sucinto 
relato de los hechos: Los dos infantes, aburridos y con muchas horas libres 
al  día,  parece  ser  que  se  dedicaron  con  ella,  en  las  jornadas  anteriores  al 
Jueves Santo, a practicar una y otra vez el tiro al blanco, a las farolas de los 
alrededores,  y  a  todo  aquello  que  se  les  pusiera  por  delante.  Este 
irresponsable proceder resulta totalmente increíble en dos jóvenes de 18 y 
14 años (el primero caballero cadete de la Academia General Militar, con 
instrucción militar muy adelantada y experto en armas portátiles), en teoría 
con una educación y una formación humana y social muy elevadas debido 
a su rango, y que se encontraban de vacaciones en la casa de sus padres a 
los que debían respeto y obediencia... Increíble pero real. Su propia madre, 
María de las Mercedes, lo recoge así en sus Memorias: 

 "El  día  anterior  (día  28  de  marzo,  Miércoles  Santo)  los  chicos 
habían estado divirtiéndose con el arma disparando a las farolas. Por ello, 
don  Juan,  les  había  prohibido  jugar  con  la  pistola.  Mientras  esperaban  el 
servicio  religioso  de la tarde,  los  dos  muchachos se  aburrían  y  decidieron 
subir a jugar otra vez con ella. Se estaban preparando para tirar contra una 
diana cuando el arma se disparó, poco después de las ocho de la tarde". 

O  sea  que  los  muchachos,  según  su  madre,  se  habían  dedicado  a 
pegar tiros por la calle con el arma de fuego propiedad de Juan Carlos (por 
lo  menos,  el  día  anterior  de  la  tragedia)  y  que  a  pesar  de  que  su  padre  la 
había requisado y guardado bajo llave en un secreter, el Jueves Santo por la 

tarde,  después  de  conseguir  de  su  madre  que  les  abriera  el  mismo  y  les 
entregara  de  nuevo  la  pistola,  subieron  a  la  habitación  de  Alfonso  a 
practicar el tiro al blanco. ¡Demencial pero cierto! 

Lo que ocurrió allí dentro, en la habitación de "el Senequita", nadie 
lo  sabe  con  certeza  absoluta  (a  excepción  del  hoy  todavía  rey  de  España, 
que desde el preciso momento en el que le descerrajó un tiro a su hermano 
Alfonso  se  ha  callado  como  si  realmente  el  muerto  fuera  él)  pero  nos 
podemos aproximar mucho a la realidad de los hechos después de estudiar 
y analizar convenientemente todas las informaciones (no hay muchas pero 
sí  sabrosas)  que  la  prensa  internacional  independiente  publicó  en  su  día. 
Por  ellas  sabemos,  en  contra  de  la  angelical  versión  oficial  del  régimen 
franquista aireada en la escueta nota de la Embajada española en Lisboa de 
30  de  marzo  de  1956,  que  fue  precisamente  Juan  Carlos  quien  apretó  el 
disparador  (vulgo  gatillo)  de  la  pistola  que  acabó  con  la  vida  de  su 
hermano.  Ni  él,  ni  su  padre  don  Juan,  negaron  nunca  las  informaciones 
periodísticas posteriores al hecho que enseguida pusieron en cuarentena la 
información  oficial  que  hacía  referencia  a  un  supuesto  accidente  fortuito 
cuando Alfonso limpiaba una pistola en presencia de su hermano. Lo que sí 
se ha especulado mucho es sobre el "como" se produjo el disparo, el "por 
qué"  del  mismo  y  cuales  fueron  las  circunstancias  en  que  se  produjo 
tamaña  tragedia  familiar,  protagonizada,  no  conviene  olvidarlo,  por  un 
hombre  ya  "hecho  y  derecho"  como  Juan  Carlos  de  Borbón,  con  18  años 
cumplidos,  militar  profesional  con  más  de  seis  meses  de  instrucción 
castrense intensiva en su haber (más otros seis de formación premilitar), y 
que  tuvo  como  víctima  a  un  adolescente  de  14  años,  inteligente,  muy 
despierto,  nada  alocado,  que  había  dado  hasta  ese  momento  muestras 
sobradas de responsabilidad y cordura. 

Por supuesto que en las líneas que siguen voy a contestar a todas esas 
preguntas,  y  a  alguna  más,  después  de  haber  dedicado  mucho  tiempo  a  
estudiar, analizar y clarificar con todo detalle lo sucedido en Villa Giralda 
aquél tremendo Jueves Santo de 1956. Sirviendo así al lector de hoy y, por 
supuesto, al de años venideros, la verdad objetiva, histórica, no manipulada 
por nadie, que se desprende de todos esas investigaciones. Pero todo a su 
debido tiempo. Conviene acabar primero con el relato de aquél desgraciado 
hecho y después, sin prisas, sin demagogia, sin autocensura, buscando por 
encima  de  todas  las  cosas  la  auténtica  verdad,  entrar  a  valorarlo 
debidamente en todas sus vertientes, sacando las conclusiones pertinentes; 
apoyándome para ello en mi larga experiencia como historiador militar (sin 
bozal  orgánico  de  ninguna  clase  y  con  una  cierta  credibilidad  social 
después  de  muchos  años  de  aguantar  a  pie  firme  los  duros  arrebatos  del 
poder  de  turno)  y  en  mi  largo  curriculum  profesional  como  militar  de 
Estado Mayor.  

Nos habíamos quedado en el momento en el que el doctor Loureiro 
acude presuroso a Villa Giralda, como respuesta al urgente llamamiento del 
conde  de  Barcelona.  El  médico  no  puede  hacer  nada  ya  que  el  infante 
Alfonso  ha  fallecido  minutos  antes.  La  bala,  disparada  a  bocajarro,  le  ha 
entrado por la nariz y le ha destrozado el cerebro. Certificará su defunción, 
obviamente,  pero nadie  jamás  verá  nunca  ese  certificado de la  muerte del 
hijo menor de don Juan de Borbón. Pese a la normativa legal imperante en 
todos los países civilizados del mundo ante un asunto de esa naturaleza, la 
policía  judicial  no  acudirá  al  domicilio  del  pretendiente  a  la  corona  de 
España (que acaba de perder a su hijo más amado en unas sorprendentes y 
extrañas  circunstancias)  a  levantar  el  oportuno  atestado  y  buscar  pruebas 
que  aclaren  lo  sucedido;  ni  ningún  juez,  algo  increíble  en  un  moderno 
Estado europeo aunque estemos hablando del Portugal de 1956 víctima de 
una feroz dictadura, se personará asimismo en Villa Giralda para proceder 
al  levantamiento  del  cadáver  y  ordenar  el  inicio  de  las  oportunas 
indagaciones; nadie investigará nada, por lo tanto, en una muerte violenta 
por  arma  de  fuego  disparada  a  escasos  centímetros  de  la  cabeza  de  la 
víctima  por  su  propio  hermano.  Ambos,  presunto  homicida  y  víctima, 
infantes  de  la  Casa  de  Borbón  y  herederos  de  los  supuestos  derechos 
dinásticos de su padre, el conde de Barcelona. 

Un espeso manto de silencio caerá como una losa de granito sobre la 
habitación  de  la  parte  alta  de  la  casa  en  la  que  el  inteligente  "Senequita" 
reposa  inerte  bajo  la  bandera  de  su  país  al  que,  incomprensiblemente,  no 
podrá  regresar  durante  muchos  años,  concretamente  hasta  1992,  y  no 
precisamente  por  impedimentos  del  régimen  franquista  que,  como  todos 
sabemos,  desapareció  oficialmente  en  1975,  sino  por  la  negativa  de  su 
propio  hermano  Juan  Carlos  que  desde  que  subió  al  trono,  el  22  de 
noviembre  de  ese  mismo  año,  pareció  olvidarse  para  siempre  de  su 
desgraciado compañero de "juegos de guerra" en el Estoril de 1956 y sólo 
accedió a trasladar sus restos a España cuando su padre, enfermo terminal 
de cáncer, se lo pidió "in extremis". 

Hasta  el  cuerpo  del  delito,  la  pistola  causante  de  la  tragedia,  la 
pequeña  Star  semiautomática  de  6,35  mms  propiedad  del  cadete  Juanito 
que, incomprensiblemente, había sido cargada, montada, desactivada de sus 
mecanismos de seguridad, apuntada y por fin disparada contra el infante D. 
Alfonso  a  pocos  centímetros  de  su  cabeza...  desaparecerá  muy  pronto, 
escasas horas después, arrojada al mar por el propio padre de Juan Carlos 
que,  según  comentaría  tiempo  después,  "ansiaba  perderla  de  vista  cuanto 
antes"; con lo que se hurtaba una prueba preciosa para cualquier posterior 
investigación policial o judicial. 

Don Alfonso recibió sepultura en el cementerio de Cascais el sábado 
31  de  marzo  de  1956.  El  funeral  fue  oficiado  por  el  Nuncio  papal  en 
Portugal  y  a  él  asistió un  nutrido grupo de  monárquicos  españoles  y  otro, 

sensiblemente  menor,  de  personalidades  adscritas  a  diversas  casas  reales 
europeas.  El  Gobierno portugués estuvo  representado por  el presidente de 
la República y por parte española la representación institucional fue  mucho 
más modesta: acudió el ministro plenipotenciario de la Embajada española 
ya que el embajador, Nicolás Franco, hermano del dictador, se encontraba 
en  cama  reponiéndose  de  un  accidente  de  tráfico.  Franco,  no  obstante, 
envió un mensaje de condolencia a la familia del fallecido infante. 

Juan Carlos asistió al entierro de su hermano y al funeral vestido con 
el uniforme  de  caballero  cadete  de  1º  curso de  la  AGM  de  Zaragoza,  con 
cara  de  circunstancias  y  aspecto  distraído.  Sin  duda  la  procesión  iba  por 
dentro, pero no dio especiales muestras de desolación y tristeza durante el 
desarrollo  de  ambas  ceremonias.  Aparecía  ausente  y  como  con  ganas  de 
que  todo  terminara  cuanto  antes.  Su  padre,  abatido,  destrozado,  perplejo 
todavía por todo lo que había tenido que vivir durante las últimas 48 horas, 
aguantó el tipo y contestó a todos los saludos y condolencias con gentileza 
y dignidad. 

recién  acabadas 

El duque de la Torre, general Martínez Campos, acompañado por su 
ayudante  el  después  tristemente  célebre  general  Armada,  respondiendo 
puntual  a  la  angustiosa  llamada  de  don  Juan  y  tras  la  preceptiva 
autorización  de  Franco,  se  había  plantado  en  Estoril  a  bordo  de  un  avión 
militar  DC-3  pilotado  por  el  comandante  García  Conde.  Sin  pérdida  de 
tiempo, 
las  ceremonias  mortuorias,  metieron  al 
cariacontecido  Juanito  en  él  y  se  lo  llevaron  directamente  a  Zaragoza, 
donde  escasos  días  después  iniciaría  su  tercer  trimestre  académico;  según 
algunos de sus compañeros, en una acendrada soledad, con claros síntomas 
de  introspección,  con  cara  de  pocos  amigos,  huraño  y  huidizo.  Aunque 
estos claros síntomas de depresión y tristeza cederían pronto y pasadas muy 
pocas  semanas,  en  contra  totalmente  de  algunos  rumores  infundados  que 
empezaron  a  correr  por  los  mentideros  políticos  madrileños  y  que  ponían 
en labios del príncipe unas intenciones nada claras de evadirse del mundo e 
ingresar  en  un  monasterio,  reaccionaría  con  firmeza  en  un  sentido 
totalmente opuesto a esos rumores, dedicándose con furia todos los sábados 
(sabadetes),  domingos  y  fiestas  de  guardar  a  la  más  pura  y  descabalada 
"dolce vita", a salir con chicas (cuantas más, mejor), a frecuentar toda clase 
de  mujeres  ya  maduritas  que sus  compañeros  de  francachela  le  ponían  en 
bandeja (muchas de las cuales provenían del entorno del notario y amigo de 
barra de Juanito, el señor Trevijano, que tenía su cuartel general en el Gran 
Hotel  zaragozano),  a  beber  en  demasía  por  cafeterías,  tascas  y  salas  de 
fiesta  de  la  "movida  cadeteril  maña"  y,  en  definitiva,  a  tratar  de  olvidar 
todo lo ocurrido semanas atrás en el exilio durado de sus padres en Estoril. 
Amnesia  buscada  que,  parece  ser,  conseguiría  pronto,  en  todo  caso  antes 
del verano de ese mismo año 1956 en el que, dando claras muestras de una 
recuperación  asombrosa  y  con  sus  genes  borbónicos  pidiendo  guerra,  se 

dedicaría en cuerpo (sobre todo) y alma a disfrutar de lo lindo con su amiga 
Olghina de Robilant. 

La  muerte  de  su  hijo  afligiría  profundamente  a  la  condesa  de 
Barcelona, Dª María de las Mercedes, que caería en una profunda depresión 
y tendría que ser internada bastante tiempo en una clínica alemana. En todo 
momento tendría a su lado a Amalín López Dóriga, viuda de Ybarra, que 
sería su paño de lágrimas hasta su muerte. Parece ser que el sentimiento de 
culpa al haber sido ella en persona quien entregara la pistola a sus hijos, el 
día de autos, afectó profundamente el alma de Dª  María que ya nunca dejó 
de recordar la infausta fecha como la más desgraciada de su vida. También 
afectaría  la  tragedia  familiar  a  la  hermana  de  Juan  Carlos,  la  infanta 
Margarita, que saldría ese mismo mes de abril hacia Madrid para estudiar 
puericultura  y  ya  no  regresaría  hasta  tres  años  después.  Asimismo 
abandonó  Villa  Giralda,  ya  para  siempre,  el  aya  de  los  infantes  durante 
muchos  años,  la  suiza  Anne  Diky,  que  había  entrado  en  la  casa  cuando 
nació Alfonso.  

La desaparición de su segundo hijo afectaría también profundamente 
a  don  Juan,  tanto  en  lo  personal  como  en  lo  político.  Personalmente 
acusaría  la  tragedia  hasta  extremos  increíbles  iniciando  muy  pronto  una 
huida hacia adelante, una huida de sí mismo y de su entorno familiar más 
cercano,  que  lo  llevaría  a  emprender  largos  cruceros  por  todo  el  mundo, 
primero  a  bordo  de  su  yate  "Saltillo"  y  más  tarde  en  su  nuevo  barco  "el 
Giralda".  Olvidándose  de  todo  y  de  todos.  En  sus  largos  periplos  ambos 
barcos llevarían siempre sus bodegas bien repletas de bebidas alcohólicas, 
preferentemente ginebra, de la que se aprovisionarían muchas veces en las 
plazas españolas de Ceuta y Melilla a su paso por el Estrecho. Todavía se 
acordaban en la Comandancia General de Melilla, a mediados de los años 
ochenta (época en la que este modesto historiador militar estuvo destinado 
en  el  Estado  Mayor  de  esa  ciudad  española  del  norte  de  Africa),  de  las 
repetidas escalas del yate del conde de Barcelona en el puerto de la ciudad, 
allá por los años sesenta y setenta, ante las cuales el Comandante militar de 
la plaza debía reaccionar con presteza enviando a bordo unas cuantas cajas 
de  la  mejor  ginebra  que  pudieran  encontrar  los  servicios  de  Intendencia 
militar.  Y  casi  siempre  sin  recibir  ni  siquiera  un  agradecimiento  personal 
del ilustre patrón de la pequeña nave. 

Pero 

también 

la  muerte  del 

infante  Alfonso 

influiría  muy 
negativamente  en  la  política  del  conde  de  Barcelona,  debilitando  su 
posición ante Franco y haciéndole depender mucho más de los vaivenes de 
la situación de Juan Carlos en España. Su desaparición privaba a don Juan, 
desde  el  punto  de  vista  del  legitimismo  dinástico,  de  un  hipotético 
substituto  para  el  caso  de  que  su  hijo  mayor  aceptara  ser  el  sucesor  del 
general  Franco,  contra  la  voluntad  paterna,  y  al  margen  de  la  línea 
sucesoria normal. Para algunos muy destacados analistas de la época quedó 

muy  claro  que  "de  haber  vivido  Alfonso,  su  mera  existencia  habría 
condicionado el comportamiento posterior de Juan Carlos en la lucha entre 
su padre y Franco". 

La  trágica desaparición del  "Senequita" serviría  también  para poner 
nuevamente  a  flote  algunas  rencillas  familiares,  aparentemente  dormidas, 
en el seno de la familia Borbón. Don Jaime, hermano de don Juan, procuró 
enseguida sacar alguna ventaja política del luctuoso hecho. Como lo cortés 
no quita lo valiente, envió con premura un sentido mensaje de condolencia 
pero cuando unas semanas después, concretamente el 17 de abril de 1956, 
el  periódico  italiano "Il  Settimo  Giorno"  publicó un  relato pormenorizado 
de  lo  ocurrido  que  difería  absolutamente  de  la  versión  oficial  y  señalaba 
acusadoramente  a  Juan  Carlos,  hizo  unas  explosivas  declaraciones,  en 
principio  privadas  pero  publicadas  después  por  la  prensa  francesa,  de  las 
que sobresalía lo siguiente: 

 "Estoy desolado de ver que la tragedia de Estoril es llevada de esta 
forma por un periodista al que le ha sorprendido la buena fe, pues me niego 
a no creer en la veracidad de la versión de mi desgraciado sobrino, dada por 
mi  hermano.  En  esta  situación  y  en  mi  calidad  de  jefe  de  la  Casa  de 
Borbón, no puedo más que estar en profundo desacuerdo con la actitud de 
mi hermano Juan que para cortar toda interpretación posterior no ha pedido 
que se abriera una encuesta oficial sobre el accidente y que fuera practicada 
la  autopsia  en  el  cuerpo  de  mi  sobrino,  como  es  habitual  en  casos 
parecidos". 

Ni  don  Juan  ni  su  hijo  Juan  Carlos  se  permitieron  contestar  a  la 
petición  de  don  Jaime  por  lo  que  éste,  el  16  de  enero  de  1957,  daría  una 
nueva  vuelta  de  tornillo  a  la  espinosa  cuestión  familiar  con  una  carta 
dirigida  a  su  secretario,  Ramón  de  Alderete,  y  publicada  después  en 
algunos medios de comunicación, en la que después de exponer que "varios 
amigos  me  han  confirmado  que  fue  mi  sobrino  Juan  Carlos  quien  mató 
accidentalmente  a  su  hermano  Alfonso"  le  pedía  que  solicitara  en  su 
nombre que "por las jurisdicciones nacionales o internacionales adecuadas 
se proceda a la encuesta judicial indispensable para esclarecer oficialmente 
las  circunstancias  de  la  muerte  de  mi  sobrino  Alfonso".  Terminando  con 
una dura acusación hacia su hermano Juan y, sobre todo, a su sobrino Juan 
Carlos: "Exijo que se proceda a esta encuesta judicial porque es mi deber 
de Jefe de la Casa de Borbón y porque no puedo aceptar que aspire al trono 
de España quien no ha sabido asumir sus responsabilidades". 

Análisis sobre las distintas hipótesis de la tragedia 

Expuestos  hasta  aquí  muy  sucintamente  los  hechos  acaecidos  en 
Estoril  aquella  tremenda  tarde/noche  del  29  de  marzo  de  1956,  vamos 

 
 
 
ahora  a  analizarlos,  a  estudiarlos  en  profundidad  y  a  sacar  las  oportunas 
conclusiones.  Tarea  nada  fácil  pero  que  yo  me  voy  a  permitir  afrontar 
prioritariamente  desde  el  punto  de  vista  de  un  militar  profesional  con 
muchos años de servicio y, por lo tanto, con un amplio conocimiento de las 
armas portátiles. No conviene olvidar que la tragedia familiar que estamos 
comentando,  con  todas  sus  consecuencias  políticas,  históricas  y  sociales, 
tuvo como causa desencadenante un arma, una pistola, y hasta la fecha muy 
pocos historiadores, y desde luego ninguno militar experto en armas, se han 
atrevido a hincarle el diente a tan tenebroso tema; protegido, como todo lo 
que  huele  a  monarquía  y  a  Borbón  en  España,  por  un  secreto  pacto  de 
silencio  de  los  medios  de  comunicación  (más  bien  de  sus  directores)  que 
alguna vez habrá que erradicar del horizonte informativo español. Aunque 
sólo  sea  por  respeto  a  los  ciudadanos  de  este  país,  que  tienen  todo  el 
derecho del mundo a recibir información objetiva y valiente sobre hechos 
históricos trascendentes que han afectado a sus vidas. 

Y para llegar al fondo de la cuestión sin dejarnos nada en el tintero 
vamos  a  empezar  por  las  hipótesis  que  sobre  lo  ocurrido  se  han  barajado 
todos  estos  años  por  parte  de  integrantes  de  la  propia  familia  Borbón,  de 
amigos  y  confidentes  de  los  dos  protagonistas  de  la  tragedia,  y  por 
periodistas que tuvieron acceso privilegiado a determinadas informaciones 
relacionadas  con  la  misma.  Estas  hipótesis,  que  tratan  de  explicar  lo 
inexplicable, son básicamente tres: 

A).-  Juan  Carlos  apuntó  en  broma  a  Alfonsito  y,  sin  percatarse  de 

que el arma estaba cargada, apretó el gatillo. 

B).-    Juan  Carlos  apretó  el  gatillo  sin  saber  que  la  pistola  estaba 
cargada y la bala, después de rebotar en una pared, impactó en el rostro de 
Alfonsito. 

C).-    Alfonsito  había  abandonado  la  habitación  para  buscar  algo  de 
comer  para  Juan  Carlos  y  para  él.  Al  volver  con  las  manos  ocupadas, 
empujó la puerta con el hombro. La puerta golpeó el brazo de su hermano 
Juan  Carlos  quien  apretó  el  gatillo  involuntariamente  justo  cuando  la 
cabeza de Alfonso aparecía por la puerta. 

Ninguna  de  estas  tres  hipótesis  podría  ser  tomada  en  serio  por 
analista  o  experto  que  se  precie.  Son  sólo  eso,  hipótesis  rebuscadas, 
infantiles  e  inconsistentes  para  cualquiera  que  sepa  algo  de  armas, 
explicaciones familiares interesadas para tratar de cubrir con un manto de 
duda  la  verdad,  la  auténtica  realidad  de  unos  hechos  que  de  haber  sido 
investigados  y  aclarados  como  se  supone  se  debe  hacer  en  un  Estado 
moderno  y  europeo,  se  hubieran  substanciado  con  toda  seguridad  con 
graves  responsabilidades  penales  para  el  entonces  príncipe  y  heredero  de 
Franco, in pectore, Juan Carlos de Borbón. 

 
 
Pero  la  inconsistencia  o  no  de  cada  una  de  estas  hipótesis 
(justificaciones familiares, más bien) las va a poder apreciar personalmente 
el  lector  en  cuanto  "haga  suyas"  las  razones,  esencialmente  técnicas  pero 
también  históricas  o  de  simple  sentido  común,  que  a  continuación  voy  a 
exponer. Vayamos con ello. 

El  cadete  Borbón  tenía  en  su  haber  en  el  momento  del  extraño 
"accidente"  (29  de  marzo  de  1956)  nada  menos  que  seis  meses  de 
instrucción militar intensiva (septiembre 1955-marzo de 1956) y otros seis 
meses  de  instrucción  premilitar  (enero-junio  1955).  A  lo  largo  de  los  dos 
primeros  trimestres  de  su  estancia  en  la  Academia  General  Militar  de 
Zaragoza  recibió,  como  todos  y  cada  uno  de  los  cadetes  de  1º  curso,  una 
metódica  instrucción  de  tiro  con  toda  clase  de  armas  portátiles  (pistola, 
mosquetón,  granada  de  mano,  subfusil  automático,  fusil  ametrallador...) 
con el fin de estar en condiciones de prestar servicio de guardia de honor en 
la  Academia,  una  actividad  tradicional  de  gran  prestigio  y  solemnidad 
dentro  de  las  obligaciones  docentes  en  el  primer  centro  de  enseñanza 
militar de España. 

Juan Carlos de Borbón conocía pues, en la Semana Santa de 1956, el 
uso y manejo de cualquier arma portátil del Ejército español y por lo tanto, 
con  más  seguridad,  el  de  una  sencilla  y  pequeña  pistola  semiautomática 
como  la  Star  de  6,35  mms  (o  calibre  22  en  su  caso)  en  cuya  posesión 
estaba,  según  todos  los  indicios,  desde  el  verano  de  1955.  ¿Cómo  se  le 
pudo disparar pues esa pequeña pistola, apuntando además a la cabeza de 
su hermano  Alfonso,  si  además  previamente tuvo  que  cargarla  (introducir 
el  cargador  con  los  cartuchos  en  la  empuñadura  del  arma),  después 
montarla (empujar el carro hacia atrás y después hacia delante para que un 
cartucho entre desde el cargador a la recámara), a continuación desactivar 
el seguro de disparo con el que estaba dotada, y finalmente presionar con 
fuerza el disparador o gatillo (venciendo las dos resistencias sucesivas que 
presenta, claramente diferenciadas) para que entrara en fuego? 

Es  prácticamente  imposible,  estadísticamente  hablando,  que  a  un 
militar medianamente entrenado se le escape accidentalmente un tiro de su 
arma si sigue el protocolo aprendido en la instrucción correspondiente. Por 
ejemplo,  en  el  caso  de  una  pistola  semiautomática  (repito  ordenadamente 
los conceptos que acabo de exponer para mejor comprensión del lector) es 
el siguiente: 

1º.- Introducir los cartuchos en el cargador 
2º.- Colocar el cargador en su alojamiento de la empuñadura 
3º.- Montar el arma desplazando el carro hacia atrás y hacia delante 

para que el primer cartucho entre en la recámara 

4º.-  Desactivar  el seguro  o  seguros  (normalmente dos o tres)  de  los 

que dispone 

 
5º.- Apuntar el arma con precisión y sujetarla con fuerza si se quiere 
dar en el blanco puesto que el retroceso del cañón (y por ende de la pistola) 
dificulta mucho el éxito del disparo 

6º.-  Apretar  con  fuerza  el  disparador  de  la  pistola  (vulgo,  gatillo) 
lograr 
las  dos  resistencias  sucesivas  que  presenta  para 

venciendo 
finalmente que el disparo se efectúe 

¿Verdad que no es tan sencillo y rápido disparar una pistola ? Pues 
claro que no y es por ello por lo que a cualquier persona que conozca las 
armas y su manejo (como era el caso de Juanito) le resulte casi imposible 
equivocarse  y  que  se  le  dispare  una  pistola  sin  querer.  Una  pistola  se 
dispara  cuando  el  que  la  maneja  quiere  y  siempre  que  haya  efectuado  el 
protocolo  de  disparo  antes  señalado.  Y  una  vez  disparada  es  muy  difícil 
(prácticamente  imposible)  que  el  proyectil,  sobre  todo  en  los  de  pequeño 
calibre, se aloje en la cabeza de una persona causándole la muerte o daños 
irreparables si previamente el arma no ha sido apuntada con precisión a ese 
blanco humano ya que el número de posibles líneas de tiro es infinito. 

Tanto  es  así  que  en  mis  cuarenta  años  de  profesión  militar  no  he 
conocido un solo caso, ni uno sólo, de que a un recluta, y mucho menos a 
un  soldado  veterano,  se  le  disparase  accidentalmente  su  arma  y  matara  o 
causara lesiones graves a un compañero. Ni un solo caso, jamás, y eso que 
he  tenido  más  de  veinte  destinos  en  el  Ejército  español  y  la  mayoría  de 
ellos  en  Unidades  muy  operativas  o  de  elite.  Únicamente,  estando 
destinado  como  jefe  de  Estado  Mayor  en  la  Brigada  de  Infantería  de 
Zaragoza, fui testigo de un pequeño accidente doméstico cuando una bala 
se alojó en el suelo del salón de mi domicilio, ubicado encima del cuerpo 
de  guardia,  procedente  del  fusil  CETME  de  un  soldado  que  al  pasar  la 
correspondiente  revista  de  armas  tenía  un  cartucho  en  la  recámara  y  al 
apretar el disparador, por orden expresa de su jefe, salió rauda en busca de 
mi modesta persona (o de alguna otra de mi familia) con un ángulo de tiro 
de  90  grados.  Pero  este  disparo  fortuito  (que  por  ocurrir  escasos  días 
después  del  famoso  23-F  provocó  de  inmediato  en  mi  esposa  un 
desgarrador  alarido  de  pánico  comparable,  sin  duda,  al  lanzado  por  los 
señores diputados en el Congreso cuando Tejero se lió a tiros con el techo 
del hemiciclo)  de  accidente  no  tuvo  nada,  sino  de  viciosa  práctica  común 
de los segundos jefes de las guardias de prevención de los cuarteles de toda 
España que, como malsana y antirreglamentaria norma, después de pedir a 
sus soldados que quitaran el cargador de su arma ordenaban a continuación 
apretar el gatillo para asegurarse expeditivamente que ninguno de ellos se 
iba al dormitorio con un cartucho en la recámara de su fusil de asalto. 

Lo que sí he conocido, por supuesto, y  muchas veces de cerca, han 
sido  bastantes  casos  de  suicidios,  homicidios,  asesinatos  y  lesiones 
irreversibles  causadas  por  reclutas,  soldados,  e  incluso  mandos,  en  la 

 
persona  de  algún  compañero  o  superior  (normalmente  con  una  estrecha 
relación  con  ellos)  que  en  principio  fueron  presentados  por  sus  jefes  más 
inmediatos como "desgraciados accidentes" en el curso de la limpieza del 
arma  o  “jugando”  con  sus  compañeros  y,  que  tras  unas  someras 
investigaciones  decretadas  por  la  superioridad,  devinieron  enseguida  en 
acciones delictivas premeditadas y preparadas de antemano por el causante 
de  la  desgracia.  Que  siempre,  siempre,  para  preservar  el  honor  y  el  buen 
nombre  de  la  Institución  castrense  y  paliar  en  lo  posible  el  dolor  de  los 
deudos  de  las  víctimas,  seguirían  siendo  consideradas,  a  pesar  de  la 
investigación  realizada,  como  desgraciados  "accidentes  laborales"  sin 
responsabilidad alguna para sus causantes. 

Hasta tal punto ha sido tan común esta práctica en el Ejército español 
(que,  por  cierto,  continúa  con  ciertos  matices  en  nuestros  días)  que,  ya 
como norma, tras un hecho tan lamentable como el que estamos tratando, 
con resultado de muerte, los mandos intermedios involucrados en el mismo 
(coronel,  teniente  coronel...),  ante  la  previsible  reacción  del  general  de 
turno,  optaban  siempre  de  entrada  por  apuntarse  a  la  teoría  del  accidente, 
presentándolo  a  los  medios  de  comunicación  y  a  la  sociedad  como  un 
hecho  desgraciado,  fortuito  y  totalmente  imprevisible  ante  el  uso  por  los 
soldados  de  armas  cada  vez  más  peligrosas,  sofisticadas  y  de  difícil 
manejo. 

Pero,  obviamente,  esto  no  es  así,  ni  mucho  menos.  Las  armas  de 
fuego las cargará el diablo, según el conocido dicho popular, pero son muy 
seguras  en  su  manejo  si  el  que  las  utiliza  tiene  unos  elementales 
conocimientos de las mismas y cumple a rajatabla los protocolos y órdenes 
para su uso. Las pistolas, por ejemplo, disponen de dos, tres, y hasta cuatro 
seguros,  para  evitar  que  puedan  dispararse  al  azar  y  es  prácticamente 
imposible, en líneas generales, que esto ocurra pues para llegar al disparo, 
repito,  hay  que  cumplir  religiosamente  con  toda  una  serie  de  acciones 
previas  sin 
la  apertura  de  fuego  nunca  se  producirá. 
Concretamente,  en  el  caso  de  la  pequeña  pistola  en  poder  del  entonces 
cadete  Juanito  (rey  de  España,  después),  en  marzo  de  1956,  alguien  tuvo 
que  cargarla,  montarla,  desactivar  los  seguros  de  que  disponía  (salvo  que 
hubiera sido manipulada), apuntarla a la cabeza del infante Alfonso y, por 
último,  apretar  el  disparador  con  suficiente  fuerza  y  determinación  para  
vencer  el  muelle  antagonista  del  que  está  dotado  y  que  presenta  dos 
resistencias o pasos sucesivos para que, al final del segundo, se produzca el 
golpe del percutor sobre el fulminante del cartucho y con ello el disparo. 

las  cuales 

Prácticamente es imposible, vuelvo a insistir, que sin querer, sin que 
el que utiliza un arma esté dispuesto a dispararla, ésta entre en fuego. Yo 
por  lo  menos  no  he  conocido  ningún  caso  (los  que  llegaron  a  mí  no 
resistieron la más somera de las investigaciones) de un accidente de verdad. 
Y mucho menos a cargo de un soldado con instrucción básica de tiro, de un 

mando con instrucción superior o, como era el caso del infante Juan Carlos, 
de  un  caballero  cadete  de  la  AGM  de  Zaragoza  con  seis  meses  de 
instrucción  intensiva.  No  quiero  negar  al  100%  la  posibilidad  de  que  en 
Estoril ocurriera lo nunca visto y que efectivamente el diablo le jugara una 
mala pasada al díscolo Juanito de nuestra historia en forma de desgraciado 
o  extraño  accidente  mientras  se  entretenía  ("jugaba"  según  el  argot 
familiar) con su hermano disparando la pistolita de marras. ¡Por favor, un 
cadete  del  Ejército  español,  de  18  años,  jugando  a  pegar  tiros  de  los  de 
verdad en la habitación de su hermano pequeño! Pero en este caso existen 
abundantes  indicios  racionales,  muy  claros  para  un  experto  militar,  que 
apuntan  a lo contrario,  a que el arma  fue  disparada  a sabiendas  de  lo que 
podía ocurrir. Y que indefectiblemente ocurrió...  

Las  dos  personas  que  intervinieron  en  este  distinguido  "juego  de 
niños" de Villa Giralda (como lo denomina en sus memorias Dª María de 
las Mercedes, condesa de Barcelona y madre de los "jugadores"), en marzo 
de 1956, no eran ya unos niños y, por supuesto, aquello no tuvo nunca nada 
de juego. Juan Carlos tenía ya (no me cansaré de repetirlo pues todavía no 
me  cabe  en  la  cabeza  como  historiador  militar  que  la  persona  que  ha 
ocupado durante más de treinta años la jefatura del Estado español, bien es 
cierto que sin un mérito especial por su parte si hacemos abstracción de su 
nacimiento y de los intereses políticos del franquismo, cometiera semejante 
estupidez  en  su  juventud  y  encima  sin  querer  afrontar  la  responsabilidad 
consiguiente)  18  años  cumplidos  y  era  todo  un  caballero  cadete  de  la 
Academia  General  Militar,  con  seis  meses  de  instrucción  académica  (que 
incluye  todo  tipo  de  ejercicios  de  fuego  real  con  armas  de  guerra  mucho 
más  sofisticadas  que  una  simple  pistola  de  6,35  mms)  y  otros  seis  de 
instrucción premilitar en el palacio de Montellano donde, por lo menos en 
teoría,  le darían  clases de  tiro sus profesores  militares.  El  infante  Alfonso 
tampoco  era  un  niño,  tenía 14  años  y  una  inteligencia  privilegiada.  Había 
dado  muestras  hasta  entonces  de  una  gran  estabilidad  emocional  y  suma 
prudencia  por  lo  que  era  el  preferido  de su  padre,  el  conde  de  Barcelona, 
que,  según  algunos  de  sus  biógrafos,  pensaba  nombrarle  en  el  futuro  su 
heredero  dinástico  si  su  hijo  mayor,  Juan  Carlos,  cedía  en  demasía  a  los 
oropeles  del  franquismo  y  abandonaba  la  tutela  paterna  en  busca  de  un 
atajo al trono de España. ¿Tendría esto último algo que ver con las extrañas 
circunstancias  de  su  muerte?  La  historia  dirá  en  su  momento  la  última 
palabra. Seguro.  

La  pistola  causante  de  la  tragedia,  para  más  "inri",  había  vuelto  a 
poder de Juanito el mismo día de autos en contra de las instrucciones de su 
padre que había "decretado" su guardia y custodia bajo llave en un secreter 
del salón de la casa, ante la irresponsabilidad manifiesta de su propietario 
que  se  había  dedicado,  en  las  jornadas  precedentes  al  luctuoso  hecho  de 
Jueves Santo, a efectuar ejercicios de fuego real por las calles cercanas a su 

domicilio.  Concretamente  el  día  anterior,  Miércoles  Santo,  los  dos 
hermanos  habían  tomado  como  blanco  de  sus  "juegos"  las  farolas  de 
alumbrado público de su propia calle. Todo un despropósito.  

Pero la pistola, la tarde en la que murió Alfonso, no fue cargada con 
toda seguridad por el diablo sino por el propio Juan Carlos, ya que el arma 
era  de  su  propiedad  y  su  hermano  no  tenía  por  qué  conocer  su  manejo. 
Asimismo,  la  pistola,  con  toda  seguridad  también,  sería  montada  por 
Juanito  que  lógicamente  ejercería  en  estos  "juegos",  como  propietario  y 
como  militar  profesional  que  era,  de  maestro  de  ceremonias.  La  teoría  de 
que  una  bala  podía  estar  ya  alojada  con  anterioridad  en  la  recámara  y 
precipitar anómalamente el disparo fatal no se puede sostener ante experto 
alguno pues un seguro (un diente metálico situado en la parte superior de la 
corredera de prácticamente todas las pistolas que se fabrican en el mundo) 
alerta claramente si la recámara está ocupada y, además, por esa sola causa 
no  podía  desencadenarse  el  disparo  fortuito.  Por  otra  parte,  la  pistola  la 
tenía en su poder Juan Carlos desde el verano de 1955, en el que la recibió 
como regalo por su ingreso en la Academia Militar de mano del conde de 
los Andes, según todos los indicios. Al incorporarse a ese centro militar, el 
15  de  septiembre  de  ese  mismo  año,  seguía  con  ella  pues  algunos  de  los 
cadetes de aquella época recuerdan que "fardaba" de su posesión ante sus 
congéneres  del  "clan  Borbón".  Y  no  sólo  de  la  pistolita  de  marras  sino 
también  de  una  preciosa  carabina  calibre  22  de  la  que  asimismo  era 
propietario  y  que  despertaba  la  envidia  de  alumnos  y  profesores.  No 
conviene olvidar por otra parte que el príncipe, como ya he reiterado una y 
otra vez a lo largo del presente trabajo, había realizado ejercicios de fuego 
real con toda clase de armas portátiles durante sus seis primeros meses en 
la  Academia  Militar,  incluidas  pistolas  de  9  mms  largo,  por  lo  que  sin 
ningún temor a exagerar, tras dos trimestres de "mili especial" como la que 
realizaban los cadetes españoles de la AGM en la década de los cincuenta, 
era  todo  un  experto  en  armas  cuando  se  incorporó  a  la  casa  paterna  a 
últimos de marzo de 1956. 

Incluso había realizado ejercicios de fuego real con su propia pistola.  
Previsiblemente  en  el  propio  campo  de  tiro  de  la  Academia,  durante  sus 
ratos libres, ya que era un entusiasta del tiro y no faltó nunca a un ejercicio 
de fuego de instrucción o de combate con ningún tipo de arma, igual que no 
faltó  nunca  a  las  clases  de  equitación  (los  caballos  eran  otra  de  sus 
aficiones  preferidas)  y  a  las  de  prácticas  de  conducción  de  vehículos 
militares, actividad que también le obsesionó mientras estuvo en Zaragoza. 
Como  he  señalado  hace  un  momento,  algunos  historiadores  han 
especulado  con  el  tipo  de  arma  que  realmente  mató  al  infante  Alfonso 
haciendo  referencia  a  que  podía  haber  sido  un  revólver  de  calibre  22  e, 
incluso, una pistola de ese mismo calibre. Esta posibilidad, aún no siendo 
determinante  en  el  proceso  de  clarificación  histórica  en  el  que  estamos 

las  circunstancias  y 

las 
inmersos  ya  que  cambia  muy  poco 
responsabilidades de aquél luctuoso hecho, no tiene muchas probabilidades 
de ser cierta. En primer lugar porque la propia madre de Juan Carlos en sus 
Memorias, como también he señalado, habla de "una pequeña pistola de 6 
mms  que  los  chicos  habían  traído  de  Madrid"  (el  calibre  de  6  mms  no 
existía entonces como tal, siendo el menor que se encontraba en el mercado 
el de 6,35 mms). En segundo, porque los revólveres, y todavía más los de  
calibre 22, no se encontraban tan fácilmente en la España de la época. Las 
armas  ligeras  que  se  usaban  (y  se  vendían,  incluso  en  el  mercado  negro) 
eran mayoritariamente de las marcas Star, Astra y Llama, de calibres 6,35, 
7,65, 9 mms corto y largo, siendo normalmente los calibres más pequeños 
(6,35  y  7,65)  los  utilizados  por  militares  y  miembros  de  las  fuerzas  de 
seguridad  para  su  defensa  personal  (con  armas  de  su  propiedad)  y  los 
superiores  (9  mms  corto  y,  sobre  todo,  largo)  los  reglamentarios  en 
cuarteles  y  Unidades  operativas.  Y  en  tercer  lugar,  porque  ningún  cadete 
que coincidiera con Juan Carlos en sus años de Academia en Zaragoza ha 
hablado nunca de que viera un revólver en sus manos y sí, y muchos, de la 
pistolita  que  guardaba  el  Borbón  como  un  tesoro  y  que  exhibía  ante  sus 
amigos a todas horas. Por todo ello, es mucho más plausible y lógico que 
fuera una pequeña pistola de 6,35 mms, propiedad del príncipe Juan Carlos, 
la que acabó, muy certeramente por cierto pues no es nada fácil matar a una 
persona  con  un  solo  disparo  de  ese  pequeñísimo  calibre,  con  la  vida  del 
infante Alfonso de Borbón. 

Y  sigamos  con  las  consideraciones  sobre  las  tres  hipótesis  que 
anteriormente  he  sacado  a  colación  como  las  más  representativas  de  la 
cortina de humo levantada en su día por familiares, amigos y periodistas de 
cámara  de  la  familia  Borbón,  para  tratar  de  cubrir,  con  el  ropaje  de  un 
desgraciado accidente, la muerte violenta a punta de pistola de uno de sus 
miembros  más  jóvenes,  inteligentes  y  prometedores.  La  segunda  de  las 
mencionadas hipótesis (propalada incluso por el propio Juan Carlos que, al 
parecer, se la sugirió a su amigo portugués Bernardo Arnoso) habla de que 
el  cadete  Juanito,  que  tendría  lógicamente  en  su  mano  derecha  la  pistola 
cargada  y  montada  en  el  momento  del disparo  fatal, "apretó  el disparador 
de la misma creyendo que estaba descargada y la bala rebotó en una pared 
y fue a incrustarse desgraciadamente en la cabeza de su hermano Alfonso 
causándole la muerte instantánea". Esta justificación, venga o no venga del 
propio protagonista de la tragedia, es sencillamente ridícula. No se la puede 
creer  nadie  que  sepa  algo  de  armas  de  fuego  y  de  teoría  del  tiro.  Un 
pequeño  proyectil,  procedente  de  un  cartucho  de  6,  35  mms  (y  lo  mismo 
ocurriría si se tratara de un calibre 22) que ha sido disparado con la pistola 
correspondiente, no tiene la suficiente fuerza cinética para impactar en una 
pared  de  una  habitación  y  seguir  después  en  una  nueva  trayectoria  hacia 
sabe  Dios  donde.  Aunque  el  ángulo  de  incidencia  con  la  pared  fuera 

extremadamente  pequeño,  de  muy  pocos  grados,  y  en  consecuencia  más 
factible de que esto pudiera ocurrir, la bala seguiría con un ángulo de salida 
de la pared tan pequeño que no le permitiría separarse mucho de ella, a lo 
sumo  unos  pocos  centímetros,  con  lo  que  nunca  podría  buscar  un  nuevo 
blanco que no estuviera en la propia pared o muy cercano a ella; y, desde 
luego,  con  una  fuerza  de  penetración  muy  reducida,  cercana  a  cero.  Eso 
contando  con  que  el  ángulo  de  incidencia  sea  casi  plano,  lo  que  es  muy 
difícil que ocurra disparando el arma desde el centro de una habitación. Si 
el  proyectil,  como  es  lo  más  normal,  hubiera  llegado  a  la  pared  con  un 
ángulo  de  incidencia  cercano  a  los  noventa  grados,  habría  entrado  en  la 
misma  pero  nunca  hubiera  salido.  No  hubiera  tenido  fuerza  residual 
suficiente para traspasar el muro de la habitación y penetrar en la contigua. 
Y  mucho  menos  para  volverse  a  buscar  la  cabeza  del  desgraciado  infante 
Alfonso.  Así  de  claro  y  así de sencillo. O  sea  que  de posible  rebote de  la 
bala  que  presumiblemente  disparó  Juan  Carlos  de  Borbón,  nada  de  nada. 
No se lo puede creer nadie. 

 Y  tampoco  se  puede  creer  nadie,  medianamente  constituido 
intelectualmente,  lo  contemplado  por  la  tercera  hipótesis,  ésa  de  la 
inoportuna salida del "Senequita" de su habitación en busca de viandas para 
los dos jugadores y que propicia que a la vuelta asome inoportunamente la 
cabeza  por  la  puerta  y  se  la  vuele  su  hermano,  sin  querer  claro,  de  un 
certero disparo tras recibir un golpe en el brazo. Este guión es más propio 
de una mala novela negra o de espías que del vivido por los protagonistas 
de  aquél  desgraciado  evento,  en  la  recogida  Villa  Giralda  de  los  años 
cincuenta.  Aunque  en  este  caso,  de  haberse  producido  todo  como  recoge 
esta  hipótesis  (sugerida  por  Pilar,  hermana  de  Juan  Carlos,  a  la  escritora 
griega  Helena  Matheopoulos),  la  realidad  hubiera  superado  de  nuevo  a  la 
ficción pues ni el mismísimo Ian Fleming hubiera sido capaz de proponer 
que su famoso personaje James Bond, manejando una ridícula pistolita de 
6,35  mms,  mandara  sin  querer  al  otro  mundo  de  un  solo  disparo  en  la 
cabeza  al  despistado  enemigo  que,  pretendiendo  sorprenderle  en  su 
habitación,  le  golpeara  el  brazo  con  tan  mala  fortuna  que  provocara  tan 
anómalo  accidente.  ¡Demasiado  incluso  para  el  sagaz  Agente  007!  Pero 
parece  ser  que  no,  si  hacemos  caso  a  Dª  Pilar,  para  el  "francotirador  de 
Estoril",  su  hermano  Juanito  (el  terror  de  los  vecinos  de  Villa  Giralda  en 
aquella Semana Santa portuguesa de 1956) que, después de dejar a oscuras 
con  su  pistola  todas las calles  de  los  alrededores, tuvo esa  mala  suerte de 
que  su  hermano  le  golpease  el  brazo  y  una  inoportuna  bala  se  cobrase  su 
vida.              

A la vista de todo lo que acabo de exponer, supongo que el lector ya 
se habrá hecho su composición de lugar con respecto a las tres hipótesis de 
trabajo que estamos analizando. Y que no habrá dudado en poner un claro 

suspenso  a  cada  una  de  ellas.  Pero  si  es  así,  lo  lógico  también  es  que  a 
continuación se haga la siguiente consideración: 

 “De acuerdo, estos tres supuestos sobre las circunstancias en que se 
desarrolló la extraña muerte de Alfonso de Borbón no son de recibo, pero 
entonces  ¿Qué  nueva  hipótesis  sería  la  más  plausible,  la  que  más 
posibilidades  tendría  de  ser  cierta,  la  que  después  de  un  análisis  serio  y 
desapasionado podría considerarse como más aceptable?” 

 Pues, amigo mío, empecemos por la que el propio conde Barcelona 
planteó  con  desgarro  escasos  segundos  después  de  la  tragedia  cuando  le 
espetó a su hijo Juan Carlos: “Júrame que no lo has hecho a propósito". 
O sea, hablando en plata, la hipótesis de que el cadete Juanito descerrajara 
un tiro en la cabeza a su hermano "a propósito". 

Algún  lector  quizá  pueda  empezar  a  rasgarse  las  vestiduras  en  este 
punto, pero yo le pediría un poco de paciencia. Si un padre, ante un hecho 
de  tanta  gravedad  como  el  que  estamos  considerando,  en  un  apresurado 
análisis  de  la  situación  en  el  que  su  subconsciente  toma  evidentemente  la 
delantera,  cree  posible  que su  hijo  mayor  haya  matado  "a  propósito"  a  su 
hermano disparándole un tiro en la cabeza, no cabe duda de que existe ya 
de  entrada  una  razón  de  peso  para  que  ciertas  personas,  fuera  del  círculo 
familiar  del  presunto  homicida  y  que  además  tenemos  como  profesión 
analizar  desde  la  más  completa  independencia  los  hechos  históricos, 
podamos  arrogarnos  la  potestad  de  estudiar  y  considerar  tamaña  hipótesis 
de  trabajo,  por  dura  y  escandalosa  que  pueda  parecer  a  multitud  de 
ciudadanos  españoles  de  buena  fe.  Teniendo  en  cuenta,  además,  que  los 
que tenían que haber tomado sobre sus espaldas desde el primer momento 
ese trabajo (la policía y los jueces portugueses) no lo hicieron en absoluto a 
pesar  de  que  abundantes  indicios  racionales  apuntaban  a  una  clara 
responsabilidad  penal  del  príncipe  Juan  Carlos.  Por  lo  menos,  por 
negligencia  e  imprudencia  temeraria  con  resultado  de  muerte.  Pero  quizá 
también ¿si su padre no desechó en principio esa posibilidad por qué tenían 
que  hacerlo  los  jueces  y  policías  portugueses?  por  homicidio  e  incluso 
asesinato. ¿Por qué no se investigó esta hipótesis? ¿Por qué no se le hizo la 
autopsia al cadáver de Alfonso? ¿Por qué don Juan tiró la pistola al mar? 
¿Por  qué  tanto  secreto,  tanta  oscuridad...?  ¿Quiso  Franco,  en  connivencia 
con las autoridades portuguesas, preservar la imagen y la propia vida de la 
persona que tenía en cartera como heredero y futuro rey de España?  

Bueno,  pues  como  acabo  de  señalar  que  existían  (y  existen) 
abundantes  indicios  racionales  que  apuntaban  (y  apuntan)  a  una  clara 
responsabilidad penal del príncipe Juan Carlos en la muerte de su hermano 
Alfonso  voy  a  continuación,  para  cerrar  ya  este  análisis  personal  de  los 
hechos, a resumir los más importantes: 

 
1º.-    El  cadete  Juan  Carlos  de  Borbón  conocía,  en  marzo  de 
1956,  el  manejo  y  uso  en  instrucción  y  combate  de  todas  las  armas 
portátiles del Ejército de Tierra español.    

2º.-    Había  realizado  ejercicios  de  fuego  real  con  todas  ellas 
con arreglo a la cartilla de tiro correspondiente a un caballero cadete de 1º 
curso de la Academia General Militar. 

3º.-    Conocía  pues  el  manejo  de  las  pistolas  de  9mms  largo 

reglamentarias en las Fuerzas Armadas españolas. 

4º.-    Con  mayor  motivo  debía  conocer  el  uso  y  manejo  de  la 
pequeña pistola de 6,35 mms (o de calibre 22) de la que era propietario y 
con  la  que  había  efectuado  (la  última  vez,  el  día  anterior  al  triste  suceso) 
numerosos disparos. 

5º.-    Conocía,  asimismo,  los  protocolos  de  actuación  que 
marcan los reglamentos militares para el uso, limpieza, desarmado, armado, 
equilibrado,  preparación  para  el  disparo…etc,  etc,  de  cualquier  arma 
portátil  y  en  particular  todas  las  precauciones  que  debe  tomar  un 
profesional  de  las  armas  antes  de  efectuar  un  disparo  de  instrucción  o 
combate. 

6º.-    Resulta  inconcebible  que  todo  un  caballero  cadete  de  la 
AGM (una de las mejores Academias Militares del mundo en su momento) 
con 6 meses de instrucción militar intensiva y con numerosos  ejercicios de 
tiro  de  instrucción  realizados,  no  tomara  las  elementales  medidas  de 
seguridad  (activación  de  los  seguros  de  la  pistola  y  comprobación  de  la 
existencia o no de cartucho en la recámara) antes de proceder a manipular 
su pistola en presencia de su hermano. 

7º.-    ¿”Qui  prodest”?  ¿A  quien  pudo  beneficiar  la  muerte  del 
infante don Alfonso? Ni la policía judicial portuguesa ni la española (civil 
o  militar)  investigaron  nada  en  relación  con  la  extraña  muerte  del  infante 
Alfonso  de  Borbón  a  pesar  de  que  D.  Jaime,  jefe  de  la  Casa  de  Borbón, 
pidió  una  encuesta  judicial  sobre  la  muerte  de  su  sobrino.  Pero  por  otra 
parte,  del  mero  análisis  político  y  familiar  del  entorno  de  los  Borbón  se 
desprende que la desaparición física del hijo menor del conde de Barcelona 
benefició  y  mucho  las  expectativas  de  su  hermano  Juan  Carlos  de  cara  a 
ocupar  en  su  día  el  trono  de  España.  De  no  haber  muerto  Alfonso  esas 
expectativas habrían caído en picado pues, según bastantes prohombres del 
entorno  de  don  Juan,  éste  barajaba  ya  en  la  época  en  la  que  sucedió  la 
inesperada  desaparición  de  su  hijo 
la  posibilidad  de  nombrar  al 
“Senequita”, su descendiente preferido, heredero de los derechos dinásticos 
de  la  familia  en  detrimento  de  los  del  hijo  mayor.  Además,  de  vivir 
Alfonso, su sola presencia física hubiera constituido en sí misma una baza 
muy  importante  en  manos  del  conde  de  Barcelona  en  su  lucha  con  el 
dictador  para  conseguir  que  el  futuro  rey  de  España  fuera  él  y  no  su  hijo 
tras  el 
Juan  Carlos,  existiendo 

la  posibilidad  de  que, 

también 

 
 
 
 
 
 
 
enfrentamiento  entre  éste  y  su  padre  por  la  asunción  sin  condiciones  por 
parte  del  primero  de  las  tesis  franquistas,  don  Juan  hubiera  presionado  a 
Franco a favor de su hijo Alfonso como futuro heredero de la Jefatura del 
Estado español a título de rey.    

8º.-    ¿Sólo  la  casualidad  puede  explicar  el  insólito  hecho  de 
que el pequeño proyectil de 6,35 mms (o calibre 22, en su caso) que en el 
caso de impacto directo en la bóveda craneal de don Alfonso hubiera tenido 
muy pocas posibilidades de traspasarla dada su pequeña entidad y la escasa 
fuerza  propulsora  inicial,  buscase  el  único  camino  expedito  (las  fosas 
nasales) para alcanzar el cerebro sin problemas y causar la muerte? Resulta 
increíble,  por  las  prácticamente  nulas  posibilidades  de  que  una  cosa  así 
pueda  ocurrir  en  un  disparo  accidental,  que  la  bala  asesina  penetrara  de 
abajo  a  arriba  por  la  nariz  del  infante  (hecho  éste  generalmente  admitido 
por los poquísimos biógrafos y escritores que se han permitido hablar sobre 
el  tema)  en  base  exclusivamente  al  azar  o  la  mala  suerte.  La  previsible 
trayectoria  del  disparo  para  que  esto  pudiera  ocurrir  resulta  tan  forzada  y 
difícil  que  es  manifiestamente  improbable  que  el  proyectil  saliese  de  la 
boca del arma siguiendo esa anómala línea de tiro, sin influencia alguna del 
tirador. 

9º.-  Juan Carlos de Borbón (repitámoslo una vez más) no era 
en marzo de 1956 ningún niño, como la domesticada prensa del franquismo 
dejó caer una y otra vez en los meses siguientes al sospechoso “accidente”, 
sino todo un caballero cadete de la AGM. Era pues un militar profesional a 
todos los efectos que había jurado bandera en diciembre del año anterior y 
que realizaba los estudios y prácticas necesarias para acceder en su día a la 
categoría  de  teniente  del  Ejército  español.  ¿Por  qué  pues,  ante  la  extraña 
muerte de su hermano Alfonso en unas circunstancias que le involucraban 
directamente ya que ésta se había producido por un disparo efectuado con 
un  arma  de  su  propiedad  y  estando  a  solas  con  él,  no  se  produjo  de 
inmediato la apertura del reglamentario expediente investigador militar, al 
margen  del  que  pudiera  incoar  la  policía  y  la  justicia  lusas,  al  objeto  de 
depurar  sus  presuntas  responsabilidades  penales?  Que  en  el  caso  de  un 
miembro  de  las  Fuerzas  Armadas  que  mata  a  un  civil  con  su  arma  están 
sujetas  a  fuertes  agravantes  si  se  demuestra  que  no  adoptó 
las 
correspondientes medidas de seguridad en el manejo de las armas de fuego, 
que  contemplan  los  reglamentos  militares  y  que  deben  conocer  a  la 
perfección todos aquellos que visten un uniforme militar. 

En  este  caso  del  cadete  Borbón  no  se  abrió  investigación  militar 
alguna  ni,  tras  conocerse  por  los  medios  de  comunicación  extranjeros  las 
extrañas  circunstancias  en  que  se  había  desarrollado  la  trágica  muerte  del 
infante Alfonso y las presuntas y claras responsabilidades de Juan Carlos, 
la  incoación  del  oportuno  procedimiento  judicial  castrense  contra  su 
persona. 

 
 
Resulta  meridianamente  claro  para  este  historiador,  ahora,  a  estas 
alturas, que la larga mano del dictador Franco fue la culpable de toda esa 
inacción  de  la  justicia,  impidiendo  que  en  España  (y  en  Portugal)  se 
cumpliera la ley siguiendo los procedimientos penales habituales en países 
modernos  y  civilizados.  Y  así,  sobre  la  base  de  ese  incumplimiento,  su 
delfín, su heredero “in pectore”, el futuro “rey de todos los españoles” por 
deseo  testicular  suyo,  podría  subir  al  trono  de  sus  antepasados  (que  su 
desfachatez  personal  y  política  le  regalaba)  sin  el  pesado  lastre  de  un 
presunto asesinato sobre su cabeza coronada.      

                    Alcalá de Henares (Madrid) a 8 de septiembre de 2008  

                     Fdo. Amadeo Martínez Inglés