2013-12-07.LA VANGUARDIA.GREGORIO MORAN
Publicado: 2013-12-07 · Medio: LA VANGUARDIA
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26 LA VANGUARDIA O P I N I Ó N SÁBADO, 7 DICIEMBRE 2013 SABATINAS INTEMPESTIVAS Gregorio Morán Los señores Cazes se despiden E l hotel Lutetia es uno de esos lu- ta aquí hemos llegado?”. La inteligencia se apaga y el valor se achica hasta convertirse en puro y elemental asentimiento: vivir aunque sea como las tortugas. Una ciega y un anciano que amenaza ruina. Ese dilema humano estremecedor que exige una en- vergadura excepcional para poder disec- cionar las situaciones y decidir. Sobre todo decidir. Un viejo incapacitado no decide nada; todos lo hacen por él y no siempre en su beneficio. Porque, ¿cuál es su beneficio? Que se muera de una puta vez y deje de gares con historia, lo cual se tra- duce en que fue importante y ahora lo es menos. Cuatro estre- llas en París, Boulevard Raspail, rive gau- che. Un clásico de las clases acomodadas que tuvo su época dorada entre las dos Grandes Guerras y que llegó con dignidad, estilo y probidad hasta hoy día. Hasta nues- tra propia historia española, tan ayuna de hoteles en sus encuentros y desencuen- tros, tuvo en el Lutetia un momento de en- tusiasmo ya olvidado. Allí ce- lebraron la primera rueda de prensa tres tipos inconfundi- bles en su estilo; el catedráti- co, Rafael Calvo Serer –incolo- ro, inodoro e insípido, como sus libros y su nada ascética soltería de miembro egregio del Opus Dei–; Santiago Carri- llo, que probablemente no ha- bía pisado el hotel en su vida, y Antonio García Trevijano, insumergible superviviente cuya biografía convertiría las de Aznar o Zapatero o Gonzá- lez en cuentos para niños con dificultades para la lectura. Se trataba entonces de la pues- ta en escena de la Junta De- mocrática y si se hizo en el Lu- tetia, probablemente fue a su- gerencia de José Luis de Vila- llonga, que sabía de eso de ho- teles y de París, y por enton- ces ejercía ¡asómbrense! de portavoz de la institución re- cién nacida para derribar a Franco e instaurar una demo- cracia coronada –si se avenía a ello– por Don Juan de Bor- bón, padre del actual Rey. (Más de uno pensará que es- toy vacilando, pero fue cierto y sucedió allá por 1974). Nada que ver con nuestra protagonista, Georgette Ca- zes. Ella se había reencontrado con su pa- dre en 1945 recién salido de un campo de concentración nazi, y cabe pensar que era un lugar de referencia; entrañable y fami- liar ahora que ya tenía 86 años y había deci- dido abandonarlo todo. Ella y su marido, Bernard, reservaron habitación por inter- net una semana antes de su estancia. Los hoteles son reacios a contar nada y menos el número de la habitación. Quizá es lo me- nos importante. Lo cierto es que Bernard y Georgette Cazes habían decidido suicidar- se y creyeron que nada mejor que el Lute- tia. Eran gente de gusto. Bernard Cazes, hasta jubilarse, ejerció de alto cargo de la Administración france- sa. Ahora ocupaba sus horas en el paseo, la lectura y alguna colaboración esporádica en La Quinzaine Littérarie, una de esas re- vistas de la cultura francesa gracias a la cual entiendes porque ellos las tienen y no- sotros no; algo ligado al humus de una so- ciedad civil culta. La verdad es que el Ti- mes Literary Supplement se ajustaba más a sus criterios. Su esposa, Georgette, profeso- ra de latín, griego y literatura, jubilada, se enfrentaba a la mayor desgracia que le pue- de ocurrir a una lectora empedernida: que- darse ciega. Ya era inminente; se notaba en las cartas, breves, que enviaba a sus ami- gos: cada vez la letra era más grande, como si escribiera palotes. Debieron pensárselo mucho. No que- rían ser una carga, ni para su hijo Patrick, ni para ellos mismos. ¿Cómo se cuidan dos octogenarios cuando entran en ese perio- do imprevisible de enfermedades y deca- dencia humana que exige alguien más jo- ven que les atienda? ¿Cuándo se pierde ese grado de lucidez que es el que decide “has- una vida intensa y de que había llegado el momento de despedirse. Eso sí, Georgette, que debía ser más audaz que su marido, in- cluía una carta terrible, de esas que sólo una sociedad civil que sabe lo que es eso fuera de la fantasmagoría de la publicidad y la política; iba dirigida al Estado. Una bur- guesa consciente de sus responsabilidades y sus derechos. “La ley prohíbe el acceso a toda pastilla letal que permita una muerte suave. ¿Quién tiene derecho a impedir a una per- sona sin responsabilidades, en regla con el Fisco, habien- do trabajado todos los años que le correspondían y des- pués de ejercer actividades de voluntariado, qué derecho la obliga a prácticas crueles cuando se quiere quitar la vi- da?”. Y no sólo eso, sino que exige a su hijo Patrick que es- ta requisitoria contra el Esta- do se lleve adelante. ¿Acaso no tiene razón? Al fin y al ca- bo, como ella misma encabe- za su misiva, se trata “de una falta de respeto del Estado francés a la libertad de los ciu- dadanos”. Tengo entendido que en el estado norteamericano de Oregón, en la costa del Pacífi- co (4 millones de habitantes) se permite esta práctica por cuenta de la Administración, una de esas singularidades del mundo gringo que te deja perplejo al tiempo que te ad- mira; en los estados vecinos te condenarían a la perpetua por tamaña pretensión. Un ciudadano tiene derecho a morir como le da la gana, con mayor razón aún a que te ma- ten y que el Estado justifique tu muerte con razones mucho más insensatas y crueles que MESEGUER dar la lata a todos los que le rodean, por- que ni oye, ni siente, ni habla. Sólo padece. O suponemos que padece, o quizá no; so- brevive. Bernard y Georgette Cazes reservaron su habitación en el Lutetia, rigurosamente, y llegaron el jueves a media tarde. Desco- nozco qué hicieron. Si cenaron en alguno de los dos restaurantes del hotel, si senci- llamente se limitaron a que les subieran al- go a la habitación, lo cierto es que llama- ron a la recepción para garantizar que les llevaran el desayuno a las 8,30 de la maña- na; una forma obvia para que el camarero, No es el Estado el que decide cómo debes morir, ni cuándo, ni las Iglesias, ni los apóstoles que encontró la puerta cerrada, se esforza- ra por abrirla y descubriera lo que ellos ha- bían decidido, sin necesidad de esperas y llamadas a la dirección. Ocurrió el viernes 22 de noviembre. Estaban echados en la cama, cogidos de la mano y cubiertas sus cabezas de una bol- sa de plástico. Las cartas a los amigos se habían mandado ese mismo día, por la ma- ñana, para que cuando les llegaran la deci- sión estuviera consumada. Como era vier- nes y conociendo los hábitos del servicio postal no las recibirían hasta el lunes. Se despedían amablemente de sus íntimos, al parecer sin ninguna nota llamativa fuera de un sentimiento común de haber vivido la decisión humana de desaparecer. En una medida equivalente a la del dere- cho a vivir en condiciones normales debe existir el derecho a morir sin sufrimiento. No es el Estado el que decide cómo debes morir, ni cuándo, ni las Iglesias, ni los após- toles, sino aquel que considera que su ciclo ha terminado, que ha vivido con una mujer encantadora, hermosa e inteligente –Geor- gette lo era– y que ya no merece la pena seguir haciendo sufrir a una ciega octoge- naria que lo había visto todo y que ya no podía volver a ver nada que no fuera su in- terior. Como si fuera una sociedad de ver- dugos que te condenan a vivir como una forma de ganarte, no el cielo que pregonan sino su buena conciencia. Se amaron du- rante sesenta años, nada ya podrá ser igual, sino un deterioro, una decadencia que acabará haciéndoles ácidos y odiosos a sí mismos, porque el dolor saca lo peor de nosotros y revuelve lo que debería quedar como un pasado inolvidable. Se lo llevaron dentro. Hay un tango de Astor Piazzolla cons- truido sobre unos versos de Horacio Fe- rrer. Se llama Balada para mi muerte. Co- nozco una versión conmovedora hasta las lágrimas de la italiana Mina, en directo, con Piazzolla al bandoneón. Ahí está una declaración brutal y nada estilo Lutetia, pe- ro que a buen seguro le gustaría a Georget- te, a la que imagino adorable, entre sus ver- sos clásicos y la gran literatura. Es sencilla y trágica como los tangos: “Moriré en Bue- nos Aires, será de madrugada… Mi penúlti- mo whisky quedará sin beber”. Un home- naje al matrimonio Cazes, por su dignidad. A vivir, nos obligan; morir, en ocasiones, es escoger.c DEBATE. Crisis económica Joan Fontrodona Un cambio de mentalidad E stábamos tan necesitados de buenas noticias que, en cuanto han aparecido los pri- meros síntomas de recupera- ción económica, se ha abierto la veda para titulares que no se veían desde los gloriosos años del boom económico. Nadie se acuerda ya de aquellos mea culpa que algunos entonaban con (¿fal- sa?) compunción, o de quienes augura- ban la desaparición del sistema econó- mico como lo conocíamos al grito de “nada volverá a ser igual”. Me temo que todo volverá a ser igual, si no peor. ¿Qué habremos aprendido de la cri- sis? Sería muy triste que lo único fuese que hay que perfeccionar las técnicas económicas y financieras, como si todo fuese una cuestión de mejorar nuestra “racionalidad limitada”; o, peor aún, que aprendiésemos que todo es una cuestión de aumentar la regulación, co- mo si todo se solucionase con más con- trol, olvidando que los seres humanos somos suficientemente astutos para saltarnos cualquier sistema de control que se nos imponga. Deberíamos ha- ber aprendido la necesidad de un cam- bio de mentalidad en cómo entender las empresas y el sistema económico y financiero. No se trata tanto de cam- biar el sistema capitalista (o quizás sí) porque los elementos están ahí y las va- El centro de atención de la actividad empresarial no ha de ser el capital, sino el trabajo riables son las que son; pero sí de po- nerle un poco de imaginación moral que nos lleve a ordenar y relacionar esas variables de modo distinto. El modelo comúnmente aceptado, que entiende que la empresa está para ganar dinero y maximizar el valor del accionista, es el que nos ha llevado a la situación actual. No basta ni con per- feccionarlo ni con ponerle límites: hay que rediseñarlo. Ha habido propuestas en este sentido. Algunas, como el con- cepto de “valor compartido” acuñado por Michael Porter, muy continuistas. Otras, como la idea de “empresa so- cial” de Mohamed Yunus –para quien el inversor no tiene más derecho que recuperar el dinero que ha prestado– claramente rompedoras. Propuestas como las benefit corporations, las em- presas híbridas o el emprendimiento social –o las cooperativas, muy propias de nuestras tierras– van en esta línea de cambio de paradigma. ¿Cuál es mi propuesta? No debe ser el capital el que esté en el centro de atención de la actividad empresarial, si- no el trabajo. Se trata de que el objeto de las empresas no sea el crecimiento del capital sino el desarrollo de las per- sonas. Hablando de estos temas con un equipo directivo de una empresa gran- de, me preguntaba asombrado el presi- dente: “Entonces, si una empresa no es- tá para ganar dinero, ¿para qué está?”. “¿Para qué está? –le respondí– Para que tú y tu gente seáis más felices”. ¿Nos atreveremos a medir el éxito de una empresa no por los beneficios que genera, y no por el grado de felicidad que promueve?c J. FONTRODONA, profesor del Iese, Universidad de Navarra