1989-11-19.EL INDEPENDIENTE.GANA LAS ELECCIONES Y PIERDE LA RAZÓN AGT

Publicado: 1989-11-19 · Medio: EL INDEPENDIENTE

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GANA LAS ELECCIONES Y PIERDE LA RAZÓN
EL INDEPENDIENTE, 19 NOVIEMBRE 1989
ANTONIO GARCÍA-TREVIJANO
Los análisis de la situación creada con las elecciones se centran en tomo a la cuestión de saber si entramos en una fase de estabilidad o de dinamismo. Dada la absoluta hegemonía del Partido Socialista sobre sus competidores, la respuesta a dicha cuestión hay que buscarla, antes que en la relación de fuerzas políticas, en el seno del propio partido, rastreando el estado en que se encuentra la razón vital de su grupo dirigente en comparación con la que tuvo para conquistar el poder.
Dos circunstancias justifican la elección de este enfoque que, por el carácter primario de la razón vital que investiga, elimina toda posibilidad de contagio con valores éticos o juicios especulativos. En primer lugar, la actividad política, entendida como conquista y conservación del poder, se ha convertido en razón de vida del grupo de personas que dirigen el partido gobernante. Y en segundo lugar, la causa más profunda de la llegada al poder del Partido Socialista fue su identificación vital, más que racional o política, con la generación del Rey.
La historia de la razón vital del Partido Socialista, de la razón de su generación para apartar, por arriba, a la inteligencia y, por abajo, al trabajo juvenil, puede explicar un panorama cultural que, a luz de criterios racionales y morales, parece inspirado por una cínica degeneración.
La pista para encontrar el estado de la situación política a través del estado de la razón vital del poder la proporciona un hecho sumamente llamativo. Las épocas de menor idealismo moral coinciden con las de mayor idealismo intelectual, es decir, con las de menor pragmatismo. A medida que se acentúa, como único criterio de verdad, la valoración pragmática del éxito se va agrandando la parte de realidad que ignoramos y que valoramos sólo como idea. La mayoría silenciosa expresa y denuncia el precio en idealismo intelectual que paga el pragmatismo para permanecer encerrado en la estanca parcela de realidad donde triunfa.
Todos somos pragmáticos. O para decirlo mejor, todos comenzamos siéndolo. Pero si logramos algún éxito en la procuración metódica de nuestros intereses inmediatos, entonces, enclaustrando el sentido común en los estrechos confínes del método triunfador, nos volvemos, frente al resto de la realidad, ciegos idealistas.
Cuanto más grande sea el éxito, y mejor el modo de obtenerlo, mayor será la estrechez de miras, la incapacidad de ver toda evidencia de realidad que se sitúe al margen de ese eficaz modo de atacar y dominar el medio circundante.
Fuera del modo como hemos domesticado la realidad inmediata de nuestros intereses dominantes, no hay lugar para la razón. No sólo para la que impulsa la acción innovadora. Incluso queda embotada esa facultad primaria de la razón que desvela en lo real las novedades apremiantes de deseo. En la fuente de todo idealismo hay una brillante dominación de intereses inmediatos que niega la existencia de toda realidad desenfocada de su método de poder, especulativo o práctico. En este sentido no hay diferencias esenciales entre un filósofo y un empresario, un científico y un artesano, una iglesia, un partido político o un gobierno.
El partido gubernamental se ha especializado intensamente en el modo de seleccionar y analizar intelectualmente la realidad para su propósito de conservar el poder político. En este aspecto es muy realista. Pero, cumpliendo una ley de vida de la razón metódica, se ha vuelto incapaz de comprender, a diferencia de cuando conquistó el poder, que su ambición partidista pueda ser armonizada o coordinada con la expansión de otros intereses sociales más amplios que, al no estar seleccionados por el método de conservación del poder en que se ha especializado su razón, devienen irreales y, por ello, irrealizables. En este aspecto es tan profundamente idealista como lo son los partidos únicos, que niegan la mayor y la mejor parte de la realidad social aunque sean, como todos los partidos oficiales, los más votados. No se trata de falta de voluntad política, como creen los sindicatos, sino de falta de razón para comprender la necesidad o la conveniencia, para la conservación del poder, de dar un giro social a su acción de gobierno.
En el tránsito del modo de conquistar el poder al de conservarlo hay siempre una restricción de la materia social sometida al juicio de la razón política y, en este sentido extensivo, una reducción del realismo. Los partidos de la oposición son generalmente más comprensivos de la realidad que los de gobierno, y menos que la disidencia. Lo paradójico es que los partidos gubernamentales invocan intensivamente el realismo político, como argumento supremo en su demanda de apoyo social, cuando han perdido, a causa de su reciente idealización de la realidad, la razón de gobierno y comienzan a mantenerse, por inercia, en el poder. El realismo político, tal como es entendido por la opinión dominante, no es adecuado alegato para la conquista del poder ni para despertar la conciencia política o el sentido de la responsabilidad. Es una llamada de atención a los gobernados para disuadirlos de sus deseos de cambio vital, recordándoles que hay realidades de poder internacional y nacional, fuera del contexto parlamentario y del discurso político, que el Gobierno tiene que atender por oscuras e indemostrables necesidades de equilibrio y de estabilidad. El recurso al realismo político es la confesión de impotencia idealista de quien ha perdido la razón de una realidad más completa.
El primer síntoma de crisis de la razón que asiste al grupo gobernante reside en su apelación al realismo. El fenómeno no es exclusivo de los sistemas pluripartidistas. Por realismo político se mantuvo en el poder la dictadura franquista del Estado veinte años después de haber perdido la razón vital que la instauró. Por realismo político han conservado el poder las dictaduras comunistas del Estado y de la sociedad civil largo tiempo después de haber perdido su razón práctica. Por realismo político ha ganado las elecciones el partido gubernamental casi un año después (14-D) de haber perdido su razón de gobierno para dirigir a la sociedad española.
El segundo síntoma de pérdida de la razón política se manifiesta en el carácter menor, y literalmente espectaculares, de los objetivos trazados a la acción de gobierno en relación con los que determinaron la conquista del poder. El progreso dentro del método de conservación del poder ya no atañe a temas fundamentales. Los acontecimientos del 92 y el trámite del Acta Única del 93 no pueden ocultar que la aspiración originaría de un cambio social, hacia un tipo de vida superior de bienestar, ha degenerado en una modesta resignación a conservar el simple estar.
Un tercer síntoma lo proporciona la declaración de los gobernantes de que el descenso de su apoyo electoral es debido al llamado «desgaste del poder».
Se entiende por tal el descrédito que merecen las personas que ocupan altos cargos en el Gobierno por el simple hecho de durar en los mismos. Bien se ve que, así entendido, el concepto es un puro dislate lógico. Tiene, sin embargo, la utilidad «ideológica» de hacer creer a los gobernados que el poder es un aparato que gasta a las personas o grupos que lo usan con razón o sin ella. Lo que de verdad significa tal expresión es el aumento paulatino de descrédito público de los gobernantes que ejercen sin razón el poder, sin causa final que lo justifique. Una buena razón de gobierno se fortalece con el ejercicio del poder.
Cuando el desgaste afecta a un grupo gobernante que carece de competidores se transforma automáticamente en desgaste del propio poder, en pérdida de autoridad institucional, en «fatiga del poder». Las insinuaciones de retirada de los personajes que simbolizan la ambición de poder del partido gobernante no deben ser interpretadas como «jugadas» para afianzar su poder personal ni como manifestaciones de un orgullo que no acepta verse humillado en las urnas, sino como auténticas revelaciones de un poder que ha de imponerse sin asistencia de razón. En estas condiciones la aparición de la fatiga es ley inexorable.
Ante esta patología del poder, con este diagnóstico de los síntomas surgidos en su propio seno, el partido ministerial no tenia opción de gobierno tras las elecciones. Estaba de antemano obligado a la estabilidad. Pocas veces coincide el significado del lenguaje propagandístico de la política con el riguroso de la ciencia para describir una situación. Esta vez ha ocurrido. La palabra y el concepto de estabilidad corresponden exactamente a la clase de vida y de gobierno de esta nueva etapa de la transición. Incapaz, por falta de razón de emprender un giro ascendente para vivir mejor, el Gobierno se ve obligado a estabilizarse a fin de vivir. De vivir sin satisfacción para la sociedad. La estabilidad política, pregonada por un Gobierno que no puede ser parlamentariamente desestabilizado, quiere realmente decir estabilización social. Los factores de dinamismo en la sociedad política y en la sociedad civil han de ser poderosamente sofocados para asegurar la estabilización.
Hasta aquí no hemos descubierto nada que la opinión informada no supiera, salvo el hecho, nada baladí, de que la continuidad de la política conservadora y estabilizadora por el nuevo Gobierno no es fruto de la libre decisión de una voluntad de poder, sino consecuencia mecánicamente necesaria de una pérdida flagrante de la razón de poder. La causa eficiente que mantiene al Partido Socialista en el Gobierno está en sus electores, uno de cada cuatro. Pero la razón de su poder, la causa final que determinará el éxito o el fracaso de su plan de estabilización está enajenada, inscrita y codificada en las leyes implacables de la Naturaleza.
Tenemos que interrogar a estas leyes de la materia inerte y de la vida organizada para que, una vez establecido el diagnóstico de la pérdida de la razón, podamos encontrar los fundamentos de un pronóstico fiable sobre el modo en que va a ejercer el poder el nuevo Gobierno, sobre el éxito o fracaso de su estabilización, y sobre el carácter cerrado o abierto del ciclo de poder del Partido Socialista.
REPRESENTACIÓN DE INTERESES
EL INDEPENDIENTE, 26 NOVIEMBRE 1989 
ANTONIO GARCIA-TREVIJANO
Sucede a las ideas filosóficas en general, y a los conceptos sociológicos en particular, lo que a los uniformes militares. El vencedor impone su moda a vencidos y neutrales. El triunfo del marxismo en la revolución bolchevique y la derrota alemana en la primera guerra mundial dejaron en la penumbra productos culturales que merecían brillar en la constelación del pensamiento universal.
Unos de estos productos, la sociología de Max Weber, tuvo la fortuna de ser salvado del ostracismo por quien sería luego el representante genuino de la visión americana de la sociedad como sistema, frente a las concepciones europeas inspiradas en el conflicto de la lucha de clases. Talcott Parsons tradujo la obra póstuma de Max Weber al final de la guerra mundial. Enseguida conquistó un rango de honor en la cultura anglosajona.
La hegemonía del marxismo hasta la crisis de los setenta siguió impidiendo que el pensamiento de Weber cobrara en la cultura europea la autoridad que había conseguido en la comunidad intelectual americana. Nada tiene de extraño que, «falsado» el marxismo por el laboratorio experimental de la historia, pueda dársele gran relieve al 125 aniversario del nacimiento de Weber, para discutir la obra científica y el ejemplo singular de este filósofo que se empeñó, como Platón, en hacer compatible la teoría y la acción, pero que, también como el pensador clásico, fracasó en la acción política al no poder aceptar los sucios compromisos y la importancia de la mentira en el juego del poder.
Max Weber ha gozado en España de un sólido prestigio académico, mayor incluso que en otros países latinos, a causa justamente de la prohibición de la enseñanza universitaria de la obra de Carlos Marx durante los primeros veinticinco años de la dictadura. Pero este prestigio entre profesores apenas ha inspirado a la cultura sociológica dominante en nuestro país. No es momento de exponer las razones. El hecho es que su obra más conocida, «La ética protestante y el espíritu del capitalismo», fue falsamente popularizada como la teoría de que el protestantismo es la causa del capitalismo; y que su obra más importante, «Economía y sociedad», no ha sido divulgada, a pesar de la excelente traducción que realizaron para el Fondo de Cultura Económica los intelectuales españoles del exilio mexicano en 1944, hasta finales de los 60.
Desde que el partido socialista abandonó el marxismo, ciertos profesores que han ocupado altos cargos políticos y la prensa que divulga el pensamiento ligero de nuestros días están tratando de cimentar su propensión a la filosofía de lo irracional y del poder con el racionalismo de la modernidad de Max Weber.
Existe evidente riesgo de que se produzca una segunda deformación interesada del pensamiento weberiano, presentándolo como ideología legitimadora de la práctica política que está desarrollándose en España, en aspectos tan fundamentales como el gobierno de liderazgo por carisma personal, la racionalidad modernista de la burocracia y la regla del consenso en sustitución de la mayoría.
Estas tres ilegítimas pretensiones chocan abiertamente con la concepción general de Max Weber, quien elige como método para la investigación de sentido en las formaciones sociales la construcción de tipos ideales, en lugar de casos concretos históricos o casos promedio de una masa. El propio autor nos advierte que «en modo alguno se trata de un sentido objetivamente justo o de un sentido verdadero metafísicamente fundado. Aquí radica precisamente la diferencia entre las ciencias empíricas de la acción, la sociología y la historia, frente a toda ciencia dogmática, jurisprudencia, lógica, ética, estética, las cuales pretenden investigar en sus objetos el sentido justo y válido».
También chocan los propósitos de los soportadores culturales de la hegemonía política del partido socialista con el desarrollo concreto de los tipos «ideales» weberianos de la dominación carismática, la dominación legal con administración burocrática y la representación de intereses, que es el ámbito donde el compromiso por negociación o consenso sustituye a la votación y decisión por mayoría. Hemos elegido este último punto para demostrar cuán lejos está el pensamiento de tomar decisiones.
El profundo conocimiento del derecho y de la historia fue determinante para que Weber pudiera contraponer a las formas evolutivas del Estado de Engels su tipología, devenida clásica en los historiadores de las instituciones, de Estado feudal, Estado estamental, Estado absoluto y Estado representativo. La gran novedad consistía en la introducción de un Estado estamental o de clases entre el Estado feudal y el Estado absoluto. La configuración de este tipo de Estado estamental, que explica la evolución de la monarquía inglesa al parlamentarismo sin pasar por la monarquía absoluta, y la diferencia entre la monarquía de los austrias y de los borbones en España, la tomó Weber del jurista del «organicismo» germánico Otto von Gierke. El Estado de clases se distingue del Estado feudal por la gradual institucionalización de los contrapoderes y sobre todo por la transformación de las relaciones personales del feudalismo en relaciones institucionales.
Al estudiar el funcionamiento de este Estado medieval que penetra en la edad moderna bajo forma estamental, Weber construye la tesis de que, donde se enfrentan intereses de categoría o corporativos, es decir, donde debaten grupos de interés, el procedimiento normal para llegar a decisiones colectivas es el compromiso, hoy llamado consenso, y no la norma de mayoría, esencial para las decisiones en cuerpos (Parlamento) y organizaciones (Partidos) constituidos por individuos considerados iguales.
Este hallazgo obliga a Max Weber a clasificar las formas de presentación dentro de las estructuras de dominación en cuatro tipos: representación apropiada (carismática), representación por derecho propio (estamental), representación vinculada (mandato imperativo) y representación libre. Especificando que «lo peculiar de Occidente no es la representación en sí, sino la representación libre y su reunión en las corporaciones parlamentarias». Esta forma de representación libre convierte al diputado elegido en «señor investido por sus electores y no en el servidor de los mismos».
BUROCRATIZACIÓN DE LOS PARTIDOS
La descomposición de la base económica impulsó la transición a la representación libre y los Parlamentos funcionaron de un modo normal, votando libremente para formar mayorías, hasta que se produjo lo que Weber llama «burocratización de los partidos». Este hecho, potenciado por el sistema proporcional de listas electorales, transforma a los diputados «de señores de sus electores en servidores del jefe de la máquina del partido». Cuando este fenómeno se produce dentro de una Constitución (como la nuestra) sin división material o efectiva de poderes, entonces «el sistema significa la plena apropiación de todo el poder por el estado mayor del partido; las posiciones de mando, a menudo también las puramente burocráticas, vienen a ser prebendas de los partidarios».
Atento a comprender la realidad de su tiempo, Weber observó que «la representación con empleo del compromiso como medio de dirimir las cuestiones, características de todas las corporaciones estamentales de otros tiempos domina hoy en los sindicatos obreros». A esta manifestación actual de la vieja representación estamental la denominó «representación de intereses o representación profesional».
«LA VIDA DE LOS PARTIDOS HABRÁ CESADO»
Weber percibió la tendencia al predominio de la representación profesional sobre la representación libre, sobre todo en las épocas de estabilización del desarrollo técnico-económico. Pero la consecuencia que extrajo fue terminante: «la vida de los partidos habrá cesado en gran medida». La democracia orgánica, que inspiró ideológicamente al franquismo, y que tentó a liberales como Salvador de Madariaga, está prevista como tendencia en Weber, pero siempre como una forma de dominación incompatible con el tipo democrático.
La política española practica y valora positivamente el compromiso y el consenso entre partidos y gobierno al margen del Parlamento, que es utilizado para registrar los acuerdos alcanzados fuera del mismo y cumplir el rito constitucional de que sean los individuos, y no los grupos, quienes concurran a la formación de la voluntad política. Esta práctica, no incluida en el tipo de dominación legal de la democracia, sólo demuestra que nuestro sistema tiende a funcionar como hubiese podido hacerlo la democracia orgánica del franquismo, sí hubiese tenido la inteligencia de sus sucesores para evitar las reglas de la mayoría sin necesidad de prohibir los partidos.
El fundamento teórico de esta práctica anticonstitucional del consenso no está en Max Weber, sino en la teoría de los juegos. En una consideración indebida de la política como juego de cooperación, donde el acuerdo entre los jugadores da un resultado de suma positivo, en lugar de un juego competitivo por el poder, donde la regla de la mayoría da un resultado de suma cero. Cuando la política se practica como juego de cooperación mediante consenso entre los partidos, todos ellos ganan efectivamente algo, pero eso mismo que ganan lo pierden los electores en defraudación de expectativas, con lo que el resultado es también de suma cero. Sólo que el procedimiento no es democrático.
AUTODETERMINACIÓN 1 CONFERENCIA EN CARABANCHEL 
EL INDEPENDIENTE, 17 DICIEMBRE 1989
ANTONIO GARCIA TREVUANO
Un centenar aproximado de miembros de ETA militar organizó una insólita conferencia cultural sobre el derecho a la autodeterminación. La continua lluvia de abril, salpicando sucios cristales de abarrotadas ventanas, acentuaba la monotonía de aquel paisaje de ladrillo mojado que enmarcaba la vivencia común de los presos de Carabanchel. Era lo único que compartíamos. Las cárceles mentales del alma, no las físicas del cuerpo, aseguraban una incomunicación entre los distintos grupos de oposición a la dictadura más absoluta que la procurada en la calle por la vigilancia y represión de la Policía.
La comunidad de presos políticos desarrolla y mantiene un estado de mentalidad colectiva que degrada hasta la irracionalidad una contradictoria mezcla de confianza y desconfianza, de credulidad infantil en todo rumor que provenga del exterior y de recelo ante cualquier intento de relación intramuros.
Como novicio en este hospedaje gratuito del Estado me sorprendió el rigor del aislamiento personal que se imponían de forma espontánea los distintos grupos políticos. Apenas era posible distinguir, en los conatos de saludo entre ellos, la cortesía de la hostilidad. Los presos de ETA levantaban con orgullo y timidez barreras sociales de protección entre los «mili», los «poli-mili» y los demás. Todos parecían acomodarse bien a esta división de la población carcelaria en distintas categorías o clases sociales, jerarquizadas según el grado de claridad y coherencia de sus respectivas organizaciones externas, cuyo equilibrio descansaba en la observancia de un código de conducto tan complicado como el de una sociedad versallesca con múltiples rangos de aristocracia. Los miembros de ETA militar ocupaban, en esta jerarquía de la nobleza antifranquista, un grado inmediatamente superior a los «poli-mili» y una posición intermedia entre comunistas y FRAP. Presos del PSOE no existían.
Todavía no había tenido tiempo de comprender toda la complejidad de las reglas que estructuraban las relaciones sociales entre trescientos o cuatrocientos hombres en la galería de presos políticos, cuando el que parecía gestor del «bienestar» de los prisioneros de ETA militar me preguntó si aceptaba mantener con su grupo un debate sobre la autodeterminación, al que me invitaban para que hiciese una exposición inicial seguida de un coloquio. Supuse que esta invitación sería una costumbre con los recién llegados y que habría algún lugar para celebrar estos actos culturales con audiencia «libre». Pero no era así.
A finales de abril de 1976, no supe si con autorización del director de la prisión, el organizador me condujo a un destartalado local donde ya estaba instalado el auditorio. Me sentó delante de una mugrienta mesita, justamente enfrente de una especie de presidencia de cinco personas en la que mi anfitrión se situó a la izquierda de quien ocupaba el centro. Noté que nadie extraño a ETA militar estaba presente. Quise creer que era una manera de tranquilizarme contra el peligro de delación de un oyente incontrolado. El recibimiento, cortés y distante, me advirtió de la desconfianza política que debían sentir contra la Junta Democrática y la Platajunta, en cuyos escritos, de los que me consideraban autor, nunca apareció la palabra autodeterminación.
El acto duró cerca de tres horas. Lo traigo hoy a la memoria y decido narrarlo en este medio independiente de comunicación porque, aparte de exponer las razones de mi convencimiento para rechazar la lucha armada como modo de acción política contra la dictadura, allí desarrollé con amplitud las tesis democráticas contra el derecho de autodeterminación de las comunidades lingüísticamente diferenciadas, en poblaciones que alcanzaron la unidad nacional antes de que los procesos desencadenados por la Revolución francesa hubieran roto la unión orgánica del Estado estamental o absoluto con el sistema económico, separando al Estado liberal de la sociedad civil, como sucedió en España desde 1812.
Es asombroso que transcurridos casi catorce años de aquella singular conferencia, cuyo contenido recogí parcialmente en «La alternativa democrática», obra de circunstancias publicada en 1977, vuelva a reproducirse la misma situación aventurada de ignorancia y confusión sobre un concepto tan estudiado y definido, en la teoría y la historia política, como el expresado con el término autodeterminación.
Fue una desgracia, y continúa siéndolo, que jóvenes vascos formados bajo la educación católica estuvieran y estén dispuestos a morir y a matar por tomar en serio la demagógica e irresponsable palabra «autodeterminación», empleada por la Democracia Cristiana para disputar, desde una oposición retórica, la clientela a las organizaciones católicas del franquismo. Tanto Gil Robles como Ruiz Jiménez aceptaron incluir en sus programas el derecho a la autodeterminación del País Vasco y de Cataluña. Derecho que continúa dando razón de su existencia a ETA. Fue lamentable que el Partido Comunista, ignorando y contraviniendo toda la doctrina marxista, leninista y estalinista sobre el tema, incluyera también en sus programas esa misma autodeterminación. Pero fue y es trágico para España que los jóvenes dirigentes del PSOE, contra quienes me enfrenté con firmeza para que no se incluyera el derecho de autodeterminación —que estaba en sus programas de partido en 1976— en los puntos constitutivos de la Platajunta, no supieran entonces, ni hayan aprendido todavía, lo que es ese derecho ni las consecuencias políticas que implica.
Tiene razón el catalanista Roca cuando dice ahora a los socialistas que si ellos sostienen que la autonomía refrendada ha sido un ejercicio del derecho de autodeterminación, entonces este derecho existe para Cataluña. Es evidente que los derechos políticos no se agotan, sino que se reafirman y consolidan con su ejercicio.
Es natural que una parte de la burguesía catalana y vasca exprese retóricamente que no renuncia a ese derecho. Les ha dado y les sigue dando buenas rentas económicas y políticas. Pero esta misma burguesía correría asustada a cobijarse en los aparatos de coacción del Estado central, y a pedir su intervención violenta, como ya sucedió en el pasado, si por un fenómeno imprevisible y azaroso se produjera una confrontación social de envergadura o, lo que es más indignante, si ese pretendido derecho de autodeterminación llegara a ejercitarse con posibilidades de triunfo en las urnas de la opción separatista. Piden el reconocimiento por parte de las instituciones centrales del Estado del arma favorita con la que obtienen ventajas de Madrid. Otras menos sutiles prefieren otro tipo de armas.
No es natural, en cambio, que organizaciones supuestamente de izquierdas y progresistas apoyen estas fantasías nacionalistas de unos partidos burgueses que ni siquiera tienen ya el encanto sentimental del romanticismo de sus progenitores, y cuya ambición no es la de dotar de un Estado propio a sus pretendidas naciones, sino la de conquistar desde una institución particular del Estado general, y, con la financiación de todos los contribuyentes, una posición de predominio en el mercado español para los grupos económicos de que son representantes políticos.
En el sector financiero ya se han visto los resultados de lo que realmente significa, para el resto de España, la fusión de bancos vascos y caixas catalanas.
En el momento de aquella conferencia y de la publicación de «La alternativa democrática» mi propósito fue advertir con argumentos racionales a la izquierda convencional, y a los propios presos de ETA militar, que el concepto de autodeterminación «les llevaba a un callejón sin salida».
Por ello hice hincapié en las lecciones extraídas dé la Historia por el pensamiento marxista, contrarío a la autodeterminación, como toda persona culta sabe, de las comunidades diferenciadas insertas en las naciones de Europa occidental, salvo Irlanda.
La demagogia y la aventura están alimentadas ahora por los partidos burgueses vascos y catalanes, y por la falta de recursos intelectuales y morales del Gobierno para responder convincentemente. A los primeros, señalando el absurdo que supone identificar la cuestión alemana con la vasca. Al segundo, recordándole que no necesitamos su permanencia en el poder para evitar que la unidad de España sea cuestionada. Basta que explique a los españoles por qué el Partido Socialista defendió antes la autodeterminación y ahora no, y que pida disculpas por la preocupación actual que están produciendo sus propios engendros del pasado.
No se puede confundir el derecho democrático y relativo a la autodeterminación con el derecho natural y absoluto a la independencia ni con el permanente derecho constituyente de la sociedad para organizar la forma y funciones de su Estado. Hay que definir y separar estos tres conceptos políticos para comprender de forma meridiana que si bien es cierto que la autodeterminación no equivale a separación, sí supone el derecho a la misma.
En cambio, la transformación de un Estado centralista de Europa occidental en un Estado federal puede realizarse, sin necesidad de invocar un inexistente derecho de autodeterminación, en virtud del derecho permanente de la sociedad a constituir el Estado dentro de un proceso constituyente donde todos deciden libremente la estructura política bajo la que desean expresar y dirigir los objetivos, en el mundo, de una sola comunidad histórica. España.
AUTODETERMINACIÓN 2 EN UN CALLEJÓN OSCURO 
EL INDEPENDIENTE, 24 DICIEMBRE 1989
ANTONIO GARCIA TREVIMNO
España está afectada crónicamente por dos problemas particulares que, en determinadas circunstancias ambientales, se plantean como esenciales para su identidad nacional: la cuestión vasca y la cuestión catalana. El Estado unitario de la nación española ha ensayado, en los últimos cincuenta años, dos métodos diferentes para disolver estas cuestiones particulares en una solución general.
Con uno de estos métodos, el Estado metió en un mismo agujero negro, para poder negar su existencia, la cuestión social y la cuestión vasco-catalana. Los conflictos, antes atribuidos a la lucha de clases o a la diversidad lingüístico-cultural, eran explicados y suprimidos metódicamente como obra criminal de agitadores ambiciosos o al servicio de enemigos exteriores. Para solucionar el problema bastaba con prohibir, reprimir y disolver toda manifestación de esos falsos conflictos en nombre del orden público.
Este modo metafísico de negar la existencia de lo real, mediante la eliminación física de sus manifestaciones; este enfoque envolvente de la realidad vasca y catalana puede parecer hoy poco sensato en su concepción y bárbaro en su ejecución. Pero ayer mismo contaba con el consenso de la mayoría de los españoles, de la mayor parte de la clase obrera, de la gran masa de la burguesía vasca y catalana, de la comunidad intelectual, salvo pocas excepciones, y de todos los medios de comunicación y periodistas. Este fue el método inventado por la dictadura.
Con el otro método, el Estado persigue la misma finalidad metafísica de negar la existencia real de la particularidad vasco-catalana, pero esta vez sin la bárbara eliminación de sus manifestaciones, sino equiparándola, confundiéndola y disolviéndola en el universal particularismo de cada parto de un todo, de cada individuo de una especie, de cada región de un territorio, de cada provincia de una región, de cada ciudad de una provincia.
La base conceptual de este enfoque disolvente de la cuestión vasco-catalana se encuentra en una de nuestras obras intelectuales más famosas del siglo, «España invertebrada» (1921), donde Ortega y Gasset nos brinda una de sus más ingeniosas ideas para «corregir la desviación en la puntería del pensamiento político al uso, que busca el mal radical del catalanismo y bizcaitarrismo en Cataluña y en Vizcaya, cuando no es allí donde se encuentra».
Le pareció absurdo a nuestro filósofo buscar en la oscuridad del alma colectiva de vascos y catalanes la causa del mal cuando podía encontrarla, con más facilidad, en la psicología particularista de los españoles de su tiempo, de la que el secesionismo vasco-catalán no sería más que una de sus específicas manifestaciones. Para su propósito siguió aquel famoso método del intelectual que se pasea con un campesino en una oscura noche, por un largo callejón iluminado por una sola bombilla. De repente, el campesino se pone de rodillas y reiteradamente palpa el suelo con ambas manos. Preguntado por el intelectual, responde: «He perdido mi reloj y no lo encuentro.» ¡Pero hombre! ¡Cómo lo vas a encontrar en esta oscuridad! ¡Hay que buscarlo donde está la luz de la bombilla!
Una inteligencia tan vasta y penetrante como la de Ortega no podía cometer tal disparate intelectual y semejante incoherencia lógica, sin estar condicionada por un prejuicio de concepto y por un error de método. Su prejuicio fue considerar a España como un proyecto vital que estaba desintegrándose desde 1580. Su error, afrontar el estudio de la cuestión vasco-catalana, una materia social necesitada de análisis sociológico, mediante una diálisis (disolución) psicológica.
Trató a estas dos comunidades, evidentemente diferenciadas, como si fueran los riñones de España que manifestaban agresivamente el veneno particularista —de individuos, profesiones y clases sociales— difundido por todo el cuerpo nacional. «No he comprendido nunca por qué preocupa el nacionalismo afirmativo de Cataluña y Vasconia y, en cambio, no causa pavor el nihilismo nacional de Galicia o Sevilla. Esto indica que no se ha percibido aún toda la profundidad del mal.» Lo importante del nacionalismo vasco-catalán, añade, es «lo que tiene de común con el largo proceso de secular desintegración que ha segado los dominios de España y con el particularismo latente o variamente modulado que existe hoy en el resto del país. Lo demás, las afirmaciones de la diferencia étnica, el entusiasmo por sus idiomas, la crítica de la política central, me parece que, o no tiene importancia, o si la tiene, podría aprovecharse en sentido favorable».
La incoherencia lógica de este extraño ensayo filosófico, cabalgando entre la nostalgia de la pérdida del imperio y el lamento por la ausencia de una aristocracia del espíritu en los centros de poder, se evidencia en su propio texto.
Ortega designa sabiamente el lugar oscuro donde debe buscarse la clave para definir, plantear y resolver la cuestión vasco-catalana. «Las teorías nacionalistas, los programas políticos del regionalismo, las frases de sus hombres carecen de interés y son en gran parte artificios. Pero en estos movimientos históricos, que son mecánica de masas, lo que se dice es siempre mero pretexto, elaboración superficial, transitoria y ficticia, que tiene sólo un valor simbólico como expresión convencional y casi siempre incongruente de profundas emociones inefables y oscuras, que operan en el subsuelo del alma colectiva.» Movimientos históricos, valor simbólico, mecánica de masas, profundas emociones inefables y oscuras, subsuelo del alma colectiva. He ahí todos los elementos constitutivos de una comunidad de creencias, de una mentalidad popular, de un sentimiento común, de una psicología de masa, de un inconsciente colectivo.
¿Cómo explicar que, bajo esta perspectiva tan prometedora, un filósofo conocedor de Durkheim y Freud acudiera a la psicología individual de lo consciente y lo racional para damos una interpretación de la historia de dos mentalidades colectivas? ¿Cómo justificar, en un pensador que ha distinguido las ideas-ocurrencia de las ideas-creencia, la idea de hacer algo de la idea de estar en algo, que pueda confundir el particularismo de una creencia catalana y vasca con el particularismo de la ocurrencia española de hacer las cosas sin preocuparse de los demás? ¿Por qué consideró un mal el particularismo mental vasco-catalán y un bien el particularismo religioso o estético, que son de la misma naturaleza alógica?
No es ahora ocasión de responder a estos interrogantes. Basta con dejar constancia de la importancia que tuvieron los prejuicios políticos en la obra filosófica de Ortega. Hoy nos resulta fácil criticar la tesis de «España invertebrada». Hubo después una guerra civil en la que ambos bandos hicieron derroches de solidaridad con la causa que defendían. El particularismo de los españoles en sus quehaceres profesionales y cotidianos es igual, o menor, que el de los demás pueblos europeos. Y, sin embargo, continúa existiendo, mucho más trágica e intensamente que en 1921, una cuestión vasca y una cuestión catalana. En honor al idealismo de Ortega hay que destacar su absoluta coherencia moral. Vio un mal en el particularismo vasco-catalán. Cometió el error intelectual de confundir este particularismo con el de las demás regiones. Y aunque sea verdad que aplicó a todos ellos el mismo tratamiento, lo hizo para despertar sentimientos de solidaridad entre los españoles. Jamás dio, ni podía haber dado, el extravagante y peligroso paso de combatir el particularismo mediante su institucionalización.
Este temerario paso lo darán, cincuenta y seis años después, los doce hombres de la transición. Puesto que el particularismo vasco y el catalán es el mismo que el de las demás regiones, la cuestión política de Cataluña y Vizcaya podrá diluirse, como hecho singular, mediante la generalización de su particularidad catalana. El problema vasco-catalán perdería su contraste definitorio problematizando, con idéntico sentido e intensidad, a todo el resto de España.
Este método, que pone en el mismo saco a todas las comunidades regionales, y que el juicio popular ha calificado con la castiza expresión «café para todos», puede parecer pueril en su concepción y demagógicamente irresponsable en su ejecución. Pero cuenta con el consenso general de políticos, intelectuales y periodistas, salvo la pequeña minoría del nacionalismo pequeño-burgués, que nunca lo aceptó, y el nacionalismo burgués qué ahora exige el reconocimiento exclusivo de su particularidad específica: el derecho de autodeterminación para Cataluña y País Vasco. Esta es la esencia del método de la transición que, con la fuerza de un pequeño grupo constituyente del que formó parte el nacionalismo vasco-catalán que reclama hoy el derecho de autodeterminación, ha constituido el Estado monárquico de las autonomías.
Ambos métodos, el de la dictadura y el de la monarquía constitucional, se apoyan en el mismo supuesto metafísico de negar la existencia real de una cuestión particular en Cataluña y País Vasco. También participan del mismo error táctico de creer que las causas sociales de un conflicto desaparecen ahogando brutalmente o diluyendo suavemente sus efectos, es decir, disolviendo sus manifestaciones. No son realmente verdaderos métodos de resolución de problemas, sino de anulación o disolución transitoria de sus aspectos más visibles. Por ello, la cuestión catalana y vasca vuelve a ser planteada, cuando la creían definitivamente resuelta, como el problema capital del Estado.
Aceptemos, como punto de partida, la evidencia histórica de que la cuestión de Cataluña y del País Vasco no ha sido, ni puede ser, resuelta con ningún método que suponga la negación de la existencia de sus particularidades respecto a las demás comunidades regionales. Hemos de admitir, al menos como hipótesis, el fracaso de la finalidad política fundamental del sistema actual, que fue la de disolver la cuestión catalana y vasca en una solución general, desde el momento en que los partidos nacionalistas hegemónicos en ambas comunidades expresan la necesidad de que les sea reconocido un derecho de autodeterminación absolutamente incompatible, por definición, con la constitución unitaria del Estado. Pero el fracaso de esa finalidad implica el fracaso total del sistema constitucional de las autonomías.
En lugar de promover un debate profundo y sincero ante la opinión pública, el Gobierno nos ofrece la tragicomedia de un angustiado Presidente afirmando la obviedad de que no puede haber autodeterminación y de un provocador vicepresidente pregonando que existe derecho de autodeterminación, sólo que no donde lo andan buscando a tientas vascos y catalanes, sino donde él lo ha encontrado porque ha tenido la feliz ocurrencia de mirar bajo la luz de los derechos constituidos con los Estatutos. Cada vez que catalanes y vascos votan a sus concejales municipales y a sus diputados autonómicos están ejerciendo el derecho de autodeterminación nacional. Un derecho de autodeterminación encontrado en el ejercicio de un derecho constituido. Estaba bajo la bombilla constitucional, y los nacionalistas, que participaron en el enchufe, no lo habían visto. La consecuencia de esta provocación vicepresidencial es clara. No existe cuestión vasco-catalana. A sus manifestaciones se las tratará, por tanto, como cuestiones de orden público. El método dialítico de la transición llama en su ayuda al método represivo de la dictadura. Basta de irresponsables contradicciones. Comencemos a perder el miedo a buscar públicamente en la oscurecida realidad la respuesta adecuada a la cuestión vasco-catalana, que no puede ser ni la del Estado centralista ni la del Estado de las autonomías, experimentalmente fracasadas.
AUTODETERMINACION 3 TEORIA SENTIMENTAL 
EL INDEPENDIENTE, 31 DICIEMBRE 1989
ANTONIO GACÍA-TREVIJANO
Durante la Segunda República las competencias autonómicas eran menores que las actuales y, sin embargo, no se llegó a proponer el reconocimiento del derecho de autodeterminación para Cataluña y Euskadi. Esto demuestra que la íntima esencia de la cuestión vasco-catalana no es, contra lo que se cree, de Índole cuantitativa. La mayor conciencia de clase de los partidos obreros y el carácter positivo del sentimiento español equilibraron a los nacionalismos periféricos en los limites autonómicos del Estado unitario. Los sentimientos nacionales y patrióticos de Cataluña y País Vasco no son ahora más extensos ni más intensos, pero su empuje es más efectivo porque tropiezan, dentro y fuera de sus territorios, con menores resistencias.
La reactivación nacionalista de la pequeña burguesía radical y el oportunismo de la burguesía vasco-catalana no encuentran hoy respuesta adecuada por parte de unos partidos nacionales que no saben por qué apoyaron antes la autodeterminación y ahora la niegan. Frente al activismo cultural y político de los nacionalismos periféricos no hay más resistencia que la pasiva de un sentimiento de lo español «negativado» por el complejo de culpabilidad centralista. Este complejo fue introducido en la conciencia española por una reforma política basada en la supervivencia pública de gran parte de los servidores de la dictadura, que oprimieron lengua, cultura y sentimientos vasco-catalanes.
El Partido Socialista fomenta la permanencia de este complejo en la derecha económica y política para mantener vivo el sentimiento de inferioridad y de seguridad social que la hacen dócil y sumisa a su hegemonía. Vascos y catalanes nacionalistas hacen lo mismo, y pasan factura. Tal vez sea esta la consecuencia más onerosa que están pagando los españoles por haber preferido una cínica reforma, con terrorismo separatista físico y moral, a una honesta y pacífica ruptura democrática de la dictadura, a través de un verdadero proceso constituyente del Estado.
A causa de sus continuos bandazos, el Partido Socialista está conceptualmente desarmado para oponerse, con razones democráticas, a la autodeterminación. Tiene que acudir a nociones tan metafísicas y oportunistas como las utilizadas en su defensa por el nacionalismo vasco-catalán. «Indisoluble unidad del Estado, no lo permite la Constitución, el Ejército lo impondría.» Hace quinientos años no existía la sacrosanta unidad de España y en menos tiempo, tal como se producen los acontecimientos en Europa, tampoco existirá comunidad de poder soberano. La Constitución puede reformarse. El Ejército tiene que obedecer, en un régimen jurídico de libertades, a la autoridad política, y no es la instancia de pensamiento que pueda decidir con acierto una cuestión tan compleja. Es con razones democráticas, de progreso social y de justicia regional, como hay que justificar la negativa al derecho de autodeterminación. Y esto, el Partido Socialista no puede, no sabe, hacerlo.
La Iglesia, que en la época de formación del Estado español jugó un papel decisivo para la unidad nacional, perdió con su vinculación a la dictadura las posibilidades de liderazgo moral en la transición. El ala progresista cayó además en el oportunismo de transformar la opresión cultural y política de su parroquia vasca y catalana en violación del derecho de autodeterminación que proclamaba la tetrarquía democrática cristiana.
La Universidad, reducida a fábrica de expedición de títulos académicos y a vivero de profesores literalmente adocenados ha dejado simplemente de existir como institución del pensamiento y de influencia social. Los departamentos de Derecho Político, Teoría del Estado y Derecho Constitucional, no tienen nada -que decir sobre la cuestión vasco-catalana y el pretendido derecho de autodeterminación. Sus programas de estudio, salvo la moderna descolonización, no incluyen el conocimiento histórico de cómo, por qué, dónde y cuándo surgió la discusión intelectual y política sobre el derecho de las naciones a disponer de ellas mismas, el derecho de libre determinación de los pueblos halógenos, el derecho de secesión y el derecho de autodeterminación como conceptos radicalmente diferentes tamo de las revoluciones de independencia nacional de finales del XVIII y primera mitad del XIX, como del derecho democrático de toda nación soberana a darse la forma de Estado que libremente decida, en ejercicio de su permanente derecho constituyente.
Esto explica que meritorios catedráticos, con más soltura que conocimientos, escriban estos días que la guerra de Independencia americana fue un caso de derecho de autodeterminación, o que un supuesto Estado federal en España no requiere la previa separación de soberanías, la preliminar independencia del País Vasco y Cataluña. También explica que nadie se extrañe de la profunda ignorancia que supone hablar del derecho a la autodeterminación del pueblo alemán, o que el Partido Nacionalista Vasco equipare el derecho a la «unificación» de la nación alemana con el derecho a la «separación» del pueblo vasco.
Sólo quedan, como instituciones vivas de la cultura y del pensamiento, la prensa y las casas editoriales. Pero el pasado franquista de la mayor parte de las empresas periodísticas, y el dominio de las multinacionales europeas en la industria del libro, dejan reducida la credibilidad de una defensa racionalista y democrática de la unidad de España a una estrecha panoplia de plataformas independientes. Sobre ellas recae la carga de fomentar un debate público para aclarar, a la opinión catalana y vasca en particular, y a la española en general, que el derecho a la autodeterminación sólo puede y quiere decir derecho a la separación. Y que este derecho no tiene el carácter absoluto de los derechos naturales del hombre, sino el relativo a una época y a unas condiciones determinadas que no se dan en Cataluña ni en el País Vasco.
Es cierto que, a pesar del evidente fracaso de las soluciones centralistas y autonomistas, nadie ha formulado todavía, aparte de esa mera invocación a una noción tan abstracta como la del derecho de autodeterminación, una respuesta idóneamente fundada, concretamente adecuada al meollo sentimental de donde brotan los sueños y frustraciones que conforman las mentalidades vasca y catalana. Pero la evidente dificultad de encontrar un cauce racional, por donde hacer discurrir con naturalidad emociones emanadas de un inconsciente colectivo, no puede disculpamos de continuar sumidos, por falta de reflexión y de atrevimiento intelectual, en la confusión que envuelve a la cuestión alógica de la idiosincrasia nacionalista vasco-catalana, que está haciendo perder, con la identidad nacional, un rosario de vidas que no saben por qué mueren.
Los sentimientos colectivos no pueden dejarse impunemente a su aire sin tratar de encauzarlos en una dirección que, no contrariando a la naturaleza profunda de los mismos, sea conforme a la libertad y al progreso social. Una cosa es la interpretación psicohistórica de las mentalidades colectivas y otra muy distinta la teoría sentimental de la política, con la que Pa- reto justificó el fascismo, recomendando a los gobiernos que no intentaran oponerse al movimiento instintivo de los sentimientos populares. La frase de Proudhon, «el pueblo siempre tiene razón, salvo cuando piensa», no hay que entenderla como una supuesta infalibilidad de los sentimientos colectivos, que la Historia ha desmentido con frecuencia.
En Cataluña y País Vasco están las claves que nos pueden conducir a la comprensión del problema y a su probable solución. No en la supuesta psicología particularista de los españoles como creyeron, y por ello fracasaron, el filósofo Ortega y los inventores de las autonomías. Este sistema político, dcscentralizador de la Administración y desconcentrador del poder, estaría legitimado por el simple principio democrático si no estuviera inspirado en un principio de redoblamiento democrático. Pero en Cataluña y País Vasco ha sido «reconvertido» además en un puente procesal por donde trasiegan competencias hasta que el paso de la última, el derecho de autodeterminación, permita romper sus amarras.
La teoría sentimental de la autodeterminación, en que se apoyan los partidos nacionalistas, se cree dispensada de analizar, de descomponer en sus elementos constitutivos, a la oscura creencia vasco-catalana. Dispensada de identificar al sentimiento elementalmente catalizador de los restantes para establecer una jerarquía entre los ingredientes lingüísticos, culturales, económicos, históricos, fronterizos y folklóricos del inconsciente colectivo. Este inconsciente no desea que la conciencia nacional vasco-catalana sepa cuál es el motivo profundo, la razón originaria que la impulsa a la ruptura con lo español. Opera como un bloque emocional donde el sentimiento persiste a pesar de que los motivos contra la opresión y el privilegio de lo español desaparecen con la eliminación de la causa centralista que los creaba, del mismo modo que perdura en el cerebro el dolor en el dedo de un pie amputado. No se debe esperar, por esto, que la solución razonable de la crisis venga del pensamiento o de la acción vasco-catalana.
El PNV confiesa que no tiene una explicación racional del derecho de autodeterminación cuando aclara que lo reivindica para no dejarlo en manos del radicalismo. La misma confesión hace EE cuando propone pactar con el PNV el reconocimiento parlamentario de la autodeterminación sobre la base de su compatibilidad con el respeto de los estatutos de autonomía. Los partidos catalanes piden el reconocimiento de un derecho para, según sus propias declaraciones, no ejercitarlo en tiempo histórico. No participan siquiera en el sentimiento de su actualidad. Más prudentes que Pareto, los políticos de la Generalitat intentan reconducir el sentimiento nacionalista hacia una sala de espera con puerta de entrada y sin hueco de salida, fundando así el derecho de autodeterminación en una teoría presentimental de la política..
El juego es muy peligroso. El derecho de autodeterminación, aunque diferente del derecho de secesión, significa lo mismo que derecho a la separación para constituir un nuevo Estado independiente o un nuevo Estado federado o confederado. La federación posterior sólo sería lógicamente posible con el Estado español, con el Estado francés o con los eventuales Estados Unidos de Europa. Si no es esta la finalidad que persigue, la clase política nacionalista está jugando con fuego, está fomentando irresponsable y demagógicamente unas creencias y unos sentimientos que ella misma, salvo ETA, HB y EA, declara no conocer ni, desde luego, dominar o dirigir.
AUTODETERMINACIÓN 4 TEORÍA CULTURAL
EL INDEPENDIENTE, 7 ENERO 1990
ANTONIO GARCÍA-TREV1JANO 
La palabra autonomía, como la más moderna de autodeterminación, expresan cultamente la aspiración de ciertas poblaciones a regirse por sí mismas, sin injerencias extrañas; en determinados aspectos, o en todos los aspectos, de su vida colectiva. La autonomía pone el acento en un Estado de suficiencias parciales o, lo que es lo mismo, en un Estado de insuficiencia política que se supera con la integración en un Estado nacional o plurinacional. La autodeterminación se afirma como un acto de autosuficiencia que presupone el poder o el derecho de constituirse en Estado nacional independiente. Ambos conceptos son, entre sí, incompatibles. La evolución del Estado de autonomía, por muchas competencias que acumule, jamás puede desembocar en un acto de soberanía absoluta como el que implica el reconocimiento del derecho de autodeterminación.
Existe una diferencia esencial entre nacionalistas moderados y radicales. Los primeros reclaman en el Parlamento autonómico el derecho de autodeterminación como una competencia más, como «una profundización del autogobierno», como «un desarrollo de la vía estatutaria» que debe conducir por consenso a la reforma de la Constitución y de los Estatutos. Los segundos, sin engañarse a sí mismos ni ocultarlo a los demás, piden una negociación con el Estado español para reformar la Constitución de forma que legalice la posibilidad de convocar un referéndum de independencia, acompañado o no de una decisión simultánea de federación con España.
Los moderados están en una confusión sentimental y doctrinal. Los radicales, en un puro error de cálculo. Por ello es más fácil el diálogo racional con éstos que con aquéllos. Del error se puede salir con un razonamiento basado en la apreciación correcta de la relación de fuerzas a favor y en contra del separatismo. La confusión doctrinal se puede aclarar. Pero de la confusión sentimental sólo se puede salir con el predominio de otro sentimiento.
A los radicales hay que preguntarles: ¿Podéis imponer al resto de los españoles el reconocimiento de un derecho que la Historia no ha podido establecer como un hecho? A los moderados: ¿Corresponde el derecho de autodeterminación política al sentimiento nacional de autonomía?
El razonamiento histórico nos dice que la autodeterminación sólo puede entenderse como acto de soberanía absoluta de un pueblo que ha conquistado previamente su independencia (Argelia), o como ejercicio por un pueblo colonizado del derecho a su independencia que un poder internacional impone a la nación colonizadora (Guinea), o como la justificación teórica que los partidos marxistas dieron a la clase obrera para que, bajo ciertas circunstancias. ayudara a la conquista revolucionaria y burguesa de la independencia en los pueblos europeos que no la habían logrado cuando, a mitad del XIX, terminó el proceso occidental de formación de Estados nacionales para abolir el feudalismo.
Nacionalistas vascos y catalanes piden hoy el reconocimiento de su derecho de autodeterminación, sin razonamiento ni justificación alguna, porque ese es su sentimiento, su querencia, aunque evidentemente no sea ni esté en su poder. Los fracasos de Cataluña y Vasconia para conservar o ganar su in-dependencia cuando pudieron hacerlo —bajo el feudalismo, la sociedad estamental, la guerra de sucesión, el levantamiento de Eroles, las guerras carlistas, la revolución burguesa de septiembre o la república federal— no son interpretados por el sentimiento nacionalista como resultados de causas históricamente fundadas, sino como actos fallidos de un proceso ininterrumpido de afirmación de su idiosincrasia nacional, de una peculiaridad cultural que, pese a tantas opresiones del centralismo, se mantiene viva en la lengua y en un modo de ser y de pensar diferentes al español.
¿Por qué se plantea ahora el derecho de autodeterminación? ¿Por la inestabilidad de la situación internacional o por la debilidad de la nacional? La reclamación de más competencias burocráticas, la autonomía administrativa, tiene un límite racional que no puede rebasarse por razón del ámbito nacional al que se contrae. Aquí no está el problema. La autonomía económica no puede interpretarse, y nadie lo pretende en estos tiempos de internacionalización, en el sentido de economía nacional autónoma. Solamente la autonomía cultural, por la ambigüedad del concepto y la intensidad del sentimiento, es entendida por vascos y catalanes en términos nacionales. De todos los elementos constitutivos del sentimiento nacionalista, son la cultura y la lengua los que detentan la fuerza nuclear aglutinante de los restantes. Parece evidente que sólo en esta dimensión cultural de la autonomía puede estar engarzada la pretensión nacionalista al derecho de autodeterminación, como natural exigencia o coronamiento del principio de autonomía nacional cultural.
La teoría cultural del derecho de autodeterminación, implícitamente subyacente en todo el discurso del nacionalismo moderado, no ha sido nunca formulada de manera expresa por los intelectuales o políticos del catalanismo o abertzalismo. La razón es obvia. No existiendo menos libertades ni más potencia económica en Cataluña y País Vasco que en el resto de España, no se puede fundamentar el separatismo o el derecho de autodeterminación en motivos democráticos o económicos ni en principios de justicia contra un privilegio discriminador favorable al idioma o cultura castellana. Aunque las leyes autonómicas consagran la igualdad oficial de las dos lenguas, el peligro discriminador funciona de hecho contra el castellano.
Esta teoría de la autonomía nacional, como fundamento del derecho de autodeterminación, no es original de la actual generación vasco-catalana. El partido socialdemócrata austríaco adoptó en el congreso de Brünn (1899) las tesis del eslavismo meridional, que inspiraron luego al «bundismo» sionista ruso, basadas en un concepto espiritualista de la nación que nos trae al recuerdo la fórmula empresarial de Ortega y el sueño imperial joseantoniano. «Comunidad de carácter sobre una comunidad de destino. El carácter nacional es el conjunto de cualidades físicas y morales que distingue a una nación de otra.» (Bauer.)
La noción de carácter nacional demostró ya sus posibilidades históricas con el mito de la raza superior del nazismo. El nacionalismo vasco, sin llegar a tal exceso, pone el acento en el particularismo étnico y lingüístico de un pueblo pretendidamente único. El catalanismo repite al pie de la letra la concepción caracterológica de la nación paneslava y sionista, desde el Pacto de Tortosa (1869) hasta el Proyecto de Maciá de una república independiente (1928), pasando por el tratado psicológico en qué consiste el Memorial de Greuges (1885) y por la discriminación lingüística de Prat de la Riva en las Bases de Manresa (1892).
La finalidad de la socialdemocracia austríaca y bundista fue la de «agrupar a todos los miembros de la nación en una comunidad nacional cultural por medio de la autonomía nacional, el derecho de las naciones a disponer de ellas mismas» (Bauer). Esta fue la primera y única vez que un intelectual y un partido confundieron la autonomía nacional cultural con el derecho a la autodeterminación. El dislate es mayúsculo. La autonomía nacional presupone, por petición de principio, su integración en un Estado plurinacional. La autodeterminación excluye, también por principio, tal integración. Los moderados PNV, EE y CiU repiten ahora el mismo disparate, pero sin la justificación que tuvieron eslavos y judíos para cometer el suyo.
El concepto espiritualista que forjaron Springer y Bauer para la nación eslava, y los bundistas para los judíos rusos, estuvo forzado por la necesidad de encontrar una mística que uniera a una población homogénea pero dispersada minoritariamente en distintos Estados o naciones contra la opresión de las mayorías nacionales. Con esta exclusiva finalidad inventaron el concepto extraterritorial de nación-pueblo. Trasladar este ardid defensivo a los Estatutos de autonomía territorial de Cataluña y Euskadi, para introducir a su soslayo el derecho de autodeterminación, supone la misma artificial incoherencia que la cometida por el Presidente de Senegal, Senghor, cuando copió para su país, absolutamente negro, la mística de la «negritud» creada por la minoría oprimida de los negros norteamericanos.
Aparte de esta incoherencia, la noción misma de autonomía nacional cultural es tan retrógrada y antidemocrática como imposible de realizar. Más absurdo aún que el concepto de autonomía económica nacional es el de autonomía cultural. ¿Pretenden acaso los nacionalistas mantener a Cataluña y País Vasco en un estado de cerrazón moral que les impida la asimilación de la cultura europea y universal? ¿Qué quiere decir esa inculta y bárbara expresión de autonomía cultural? ¿Vivir colectivamente en el folklorismo? ¿Obligar a todos los catalanes y vascos a que sólo puedan acceder a otras culturas más amplias a través de su autonomía lingüística?
Los partidos nacionalistas no tuvieron ayer el coraje ni la visión estratégica de romper democráticamente con el régimen de la dictadura, para que todo el pueblo español determinara libremente, en Cortes Constituyentes, la forma de Estado y de Gobierno. No en virtud de un derecho de autodeterminación, que el pueblo español en su conjunto tampoco tiene, sino en nombre del derecho constituyente de la sociedad civil. Pero hoy, frente a un partido gubernamental sin autoridad intelectual ni moral para negar una autodeterminación que promovía hasta hace poco tiempo, tienen la temeridad de decir que quieren romper antidemocráticamente a España con este falso dilema: o nos reconocéis el derecho de separarnos de vosotros o continuará el terrorismo.
Este inmoral envite llega con mucho retraso, y con poco poder, a la cita con la Historia.
PATRIOTISMO CONSTITUCIONAL. AUTODETERMINACIÓN (5)
EL INDEPENDIENTE. 14 ENERO 1990
ANTONIO GARCÍA-TREVIJANO
El sentimiento de los que reivindican el derecho de autodeterminación es más fácil de comprender, a pesar de su carácter alógico, que la falta de conciencia nacional de quienes admiten la existencia de este derecho por sentimientos o fingimientos democráticos. Unos son partidarios de reconocer a vascos y catalanes el derecho de separarse. Otros no niegan la legitimidad de este derecho, pero se oponen a su reconocimiento porque no está recogido en la Constitución. Estas dos opiniones, que cuestionan la identidad española, manifiestan la conciencia anacionalmente cosmopolita de una parte de la juventud y la seudoconciencia posnacional de los partidos políticos estatales.
Las jóvenes generaciones no pueden entender que se prefiera ver alterada la convivencia pacífica antes que reconocer algo tan obvio como el derecho de cualquiera a vivir libremente con quienquiera. Si la mayoría de vascos y catalanes desean separarse no hay excusa para impedírselo sin violar la esencia misma de las libertades democráticas. Quienes negamos la existencia del derecho de autodeterminación en España, sin basarnos en el oportunista alegato de la imposibilidad constitucional o la inoportunidad política de su reconocimiento, damos la impresión de estar cometiendo una grave incoherencia con los principios democráticos que decimos profesar.
El absolutismo liberal de estos jóvenes no se para a pensar en que así como los individuos proceden de unos padres de los que se pueden separar, pero no negar su filiación, ni llevarse contra su voluntad a los hermanos en minoría, también nacen y crecen en un medio comunitario que les da, sin preguntarles ni pedirles consentimiento, una identidad nacional. Toda persona puede renunciar a su nacionalidad de origen y acogerse a otra de su elección. Puede fundar y vivir en comunas transitorias, como los «hippies», o permanentes, como los mormones. Pero lo que no puede hacer es crear, por concertación voluntaria con la mayoría de habitantes de un territorio, una nueva identidad nacional, un nuevo Estado independiente. Las naciones no son, no han sido ni serán, productos jurídicos del ejercicio de un derecho. Como tampoco el fruto de un contrato de sociedad. Que, por otra parte, no se funda por mayoría, sino por unanimidad de las contratantes.
La especie humana ha surgido en nichos natales que se desarrollaron mediante difíciles equilibrios entre las dos tendencias a que los sometió la necesidad de supervivencia. La tendencia particularista cohesiona defensivamente al grupo. La tendencia universalista lo empuja ofensivamente a un tipo de cultura más amplio. Hace quinientos años ciertas comunidades regionales lograron un equilibrio estable entre estas dos tendencias con su integración en un nuevo producto histórico, el Estado. Desde entonces la conciencia colectiva de estos diversos pueblos expresó su identidad regional y estamental a través del Estado unitario. España fue la primera integración de comunidades regionales que accedió a la identidad estatal.
Pero las tendencias particularistas y universalistas no desaparecieron dentro de la nueva entidad. El predominio de uno de los pueblos, el más numeroso y el mejor adaptado por su cultura a la expansión de la tendencia universalista, aseguró la unidad de la nueva organización estatalizada. Los pueblos minoritarios tuvieron que acentuar el valor de su particularismo para cohesionarse frente a la hegemonía de la cultura dominante. Hasta que la Revolución francesa abrió la oportunidad histórica a cada comunidad cultural de buscar una nueva identidad.
La masa de los individuos, revolucionariamente liberados y movilizados, encuentra en el nacionalismo la posibilidad de satisfacer su necesidad de nueva identificación colectiva. La nación usurpa la función soberana a los monarcas y se impone a los Estados. Unas veces, como en Francia, España y Portugal, transformando al mismo Estado renacentista, absoluto y feudal, en Estado nacional. Otras veces, fundando un nuevo Estado nacional mediante guerras y revoluciones de independencia, como Estados Unidos, Grecia e Italia. Y otras, finalmente, separándose con violencia para crear un nuevo Estado nacional, como Irlanda del Sur. En este largo proceso revolucionario, que termina en Europa occidental cien años después, Cataluña y el País Vasco definieron, junto con los restantes pueblos de España, su identificación nacional transformando al unitario Estado absoluto en liberal:
La nueva identidad colectiva hace coincidir la herencia profana de la cultura lingüística, literaria e histórica de todos los pueblos españoles con la forma organizativa del Estado unitario. Pero no puede impedir que se renueve la tensión entre la tendencia a la expansión, vehiculada por el valor universal de las mercancías fabricadas y de las libertades humanas, y la tendencia a la autolimitación, desahogada con nuevos sentimientos de autonomía. El Estado nacional, por su propia dinámica, engendra los movimientos autonomistas de las minorías oprimidas, que reaccionan combatiendo por la igualdad de derechos contra los privilegios de la cultura dominante. La democracia permite resolver el conflicto modificando la organización centralista del Estado con criterios inspirados en la descentralización burocrática y en la desconcentración del poder.
El nacionalismo fundador del Estado totalitario rompió este delicado equilibrio, liberando al elemento particularista de la compulsión universalista de los valores morales de la democracia. Hizo de la nación un puro pretexto de brutalidad y de represión, con el que se identificó la mayoría de la población, incluida la vasca y catalana. Las presiones universalistas de la economía y de los derechos humanos consiguieron, tras cuarenta años, empujar al Estado nacionalista a su autorreforma. Los diputados usurparon la potestad constituyente de la sociedad civil aprobando, por consenso con los nacionalistas vascos y catalanes, una Constitución construida sobre dos pilares: mantenimiento de la organización unitaria del Estado monárquico, fundado por el dictador, con un sistema general de autonomías, y promoción de una nueva identidad colectiva de los españoles, desvinculada de la tradición histórica nacional, para hacer posible que el Gobierno del particularismo franquista continuara en el poder en nombre del universalismo democrático.
Este antihistórico oportunismo del pacto constitucional ha proseguido la patología nacional anterior, sólo que cambiada de signo. Lo que antes era enfermizo por exceso, ahora lo es por defecto. El particularismo egoísta de los nacionalismos periféricos puede aparecer así como señal de progreso y de afirmación democrática. El universalismo cultural y progresista de la tradición histórica nacional de España—revolución del 68. República Federal, Segunda República, resistencia clandestina, exilio, sindicalismo. Asamblea de Cataluña, Juntas Democráticas— todo ese tesoro ha sido sepultado como bloque histórico junto con la tradición del particularismo nacional bajo la losa de la Constitución. Con este entierro de la historia se ha dado paso a la formación de una conciencia anacional en los jóvenes y posnacional en los adultos.
Sin tradición histórica, sin memoria anterior a la Constitución, la conciencia anacional no puede percibir que las minorías vasca y catalana, sin estar oprimidas por la cultura castellana, pretendan ahora convertirse a través de un Estado independiente en mayorías opresoras de esta cultura. Esta conciencia cosmopolita ignora que el derecho de autodeterminación no se refiere a los individuos ni a los Estados, sino exclusivamente al derecho de las naciones a disponer libremente de ellas mismas.
De otro lado, la conciencia posnacional, cínicamente empeñada en que se olviden los exagerados sentimientos nacionales de su reciente pasado franquista, admite la existencia abstracta del derecho de autodeterminación porque le parece una expresión sumamente democrática, sólo que no lo puede reconocer en concreto porque no está recogido en «su» Constitución. ¡Como si pudiera caber en ella! Sería una Desconstitución del Estado.
Esta falsa y voluntarista conciencia ahistórica, asumida también por los partidos y medios intelectuales de la oposición a la dictadura —en virtud del consenso y de la utilidad que le reporta el silencio sobre su pasado colaboracionista o ultrarrevolucionario—, encuentra el signo de su identidad colectiva en una especie de nacionalismo negativo, en el sentimiento de estar integrada en un patriótico consenso constitucional. Sustituye el consenso social, implícito en toda conciencia nacional, por el consenso político, explícito en la conciencia constitucional. Se opone al patriotismo económico catalán y al patriotismo étnico de Euskadi en nombre de lo que un intelectual alemán ha denominado «patriotismo de la Constitución».
Como dijo Mettemich de Italia. España es hoy la expresión geográfica de «este país». La conciencia institucional y la geografía económica han desplazado a la conciencia histórica de España. Es natural que esta seudoconciencia española se tambalee ante los ligeros resoplidos de la viva y particularista mentalidad del nacionalismo vasco-catalán.