1990-12-17.EL INDEPENDIENTE.FATIGA DEL PODER AGT
Publicado: 1990-12-17 · Medio: EL INDEPENDIENTE
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FATIGA DEL PODER EL INDEPENDIENTE, 17 DICIEMBRE 1990 ANTONIO GARCÍA-TREVIJANO Hace más de un año, cuando los síntomas de cansancio y decadencia del poder gubernamental se ponían de relieve, el Partido Socialista preconizó, como consigna, la estabilidad. Con ese mensaje conservador pretendía tranquilizar a quienes, dentro y fuera del grupo de poder, pedían o esperaban cambios en la composición y en el programa de gobierno. Ahora, sin haber realizado más acciones sustantivas de poder que la de adelantar la incorporación de la peseta al sistema europeo y la de enviar una flotilla al Golfo, el Presidente dice que está «cansado, pero entusiasmado», y que es posible «morir de éxito». Con estas irónicas palabras de satisfacción de sí mismo trata de ocultar el estado de impotencia en que se encuentra para resolver una crisis de Gobierno, que lastra a su equipo y a su programa desde la huelga general. Demuestra, así, que para durar y sostenerse en el poder necesita mantener a un ministerio inanimado, a un Gobierno sin causa ni razón. Este fenómeno, característico de las crisis latentes en los gobiernos italianos de coalición, no tiene fácil explicación cuando afecta a un partido de mayoría absoluta. Los relatos de esta anomalía española han sido indispensables para dar a la conciencia ciudadana una perspectiva general y una valoración crítica de lo que está ocurriendo. Pero en modo alguno constituyen, ni han pretendido ser, una explicación de por qué ocurre tal anomalía. Gracias a esos análisis periodísticos se está convirtiendo en hegemónica la opinión de que la vida política se ha reducido a operaciones formales del poder, a pura tramitación de expedientes. Las reclamaciones judiciales contra fraudes electorales y contra fórmulas de juramento parlamentario han sido utilizadas como pretexto de prolongación de la situación interina del Gobierno. El debate parlamentario sobre tráfico de influencias remitió a los tribunales de justicia la solución de la crisis política permanente que ocasiona la permanencia del vicepresidente. Los votos andaluces se desvían de su finalidad genuina, de su función legitimadora de la fuerza gubernamental, para constituir, con ellos, un jurado moral que borre los indicios de corrupción en el partido. El ministro de Cultura declara que el Consejo de Ministros no debate ideas políticas. El Presidente reconoce que entre los ministros hay problemas personales de convivencia. El congreso del PSOE, como segundo jurado moral, aclama por unanimidad al vicepresidente y todas sus mociones. El Presidente abandona la vida del partido para refugiarse en la del Gobierno. Y abandona el gobierno real para recluirse en fantasiosos y contradictorios diseños internacionales. Las elecciones vascas no dan paso a un nuevo gobierno de coalición, sino a la apertura de una crisis por falta de acuerdo en el reparto de los centros de gestión económica. El Gobierno aprueba una subida de los valores catastrales para anularla a continuación, en prueba, dice su vicepresidente, de sensibilidad y sintonía con la protesta de los contribuyentes. Aunque la costumbre haga normales las extravagancias, el hecho es que dejan de extrañar cuando comienzan a inquietar. Y la inquietud ante las que manifiesta el poder socialista está ya generalizado. ¿Puede haber mayor extravagancia- que la de presumir de sintonías con las reacciones adversas que provocan los actos propios? Pues ésta es la costumbre del poder. Entrar o salir de la OTAN, crear o suprimir 800.000 puestos de trabajo, nacionalizar o privatizar Rumasa, combatir ferozmente o ceder gratuitamente a las reivindicaciones, sindicatos, acelerar o frenar las competencias de las autonomías, promocionar la guerra o la paz en el Golfo, impulsar o retrasar la unión monetaria europea, elevar o respetar los valores del catastro son cuestiones indiferentes para el Gobierno. Haga lo que haga, elija la alternativa que elija, siempre tendrá razón. Y cuando, por demasiado atroz, no se atreve a confesarla, también dirá que la tiene, en forma de razón de Estado. Un poder neutro, ante opciones tan contrarias, ha tenido que renunciar a la propia razón, a la causa que le impulsó al éxito, para lograr mantenerse, para durar. La pérdida de su razón política se manifiesta en el carácter menor y espectacular de los planes del Gobierno socialista (acontecimientos del 92). La pérdida de la causa de gobernar, de la potencia vital para dirigir las aspiraciones de los gobernados está constatada en el reconocimiento de su propio desgaste, en su cansancio. Cuando el desgaste del poder afecta a un grupo gobernante que carece de competidores deja de ser un fenómeno de los administradores de tumo para transformarse en desgaste del propio poder, en fatiga del poder mismo. El estado ideal de todo poder asténico es la estabilidad. Nadie ni nada que esté animado de un impulso vital puede aspirar a la estabilidad. El Gobierno socialista, como los herederos de los grandes creadores de fortuna, sólo concibe ya la conservación de lo adquirido, la administración del éxito obtenido en la etapa de ascensión al poder. Lo que antes era su atractivo, la idea de un cambio, ahora le aterroriza. Fuera del modo como ha dominado la realidad inmediata de sus intereses personales y de grupo no admite lugar para la razón. Y cuanto más orgulloso se siente de su éxito, de su logro del poder, mayor es su desprecio, su estrechez de miras, su incapacidad misma de ver cualquier evidencia de otra realidad más amplia que desborde la parcela que domina. Nadie ha explicado la fatiga del poder político al modo como la ciencia natural da cuenta de la conservación de las especies o la química inorgánica de la fatiga de los metales. El parecido es tan acusado que, pese a los riesgos intelectuales de este tipo de analogías, merece la pena intentarlo. Nada se parece más a la incoherencia final del Partido Socialista que la tendencia, observada en la naturaleza de la vida orgánica, a la estabilidad de una especie exitosa. Tan pronto como pierde la ambición de ascender, con el resto de la realidad en que medra, a un modo de vida superior, comienza a desarrollar una especie de egoísmo ciego que la precipita a niveles cada vez más bajos de existencia. La decadencia sustituye la humildad por la arrogancia, el sentido de la orientación por la ausencia de causas finales, la coherencia interna por el desdén de la moralidad, el altruismo de los elementos superiores por la subordinación del colectivo al parasitismo de los individuos guías. El éxito de la estabilidad perseguida depende de la permeabilidad del poder de la razón para asimilar las novedades. Los grandes cambios producidos en el medio ambiente —14 de diciembre, mayor intolerancia a la corrupción, saturación fiscal, aumento de la sensibilidad religiosa, eliminación del miedo al comunismo, rechazo del belicismo, des-prestigio de la clase política— no han podido ser asimilados porque en una vi-da estabilizada no hay lugar para la razón. El cansancio o tedio vital del poder, como frustración de los impulsos hacia contrastes nuevos, comienza a ser patente en la irritación desproporcionada que producen, en el método de gobernar, los contraestímulos pequeños. La suspicacia y la sospecha toman el sitio que ocupaba, en la fase ascendente del grupo, la ponderación táctica. La más mínima crítica, incluso dentro de una aprobación global, la recibe el poder estabilizado como señal alevosa contra su duración. El núcleo de confianza política del gobernante se reduce paulatinamente a incondicionalidades personales. Su aislamiento se acentúa. No percibe tonalidades en las resistencias de la oposición interna o externa. Y, en estas condiciones, produce más seguridad buscar la colaboración de adversarios, a quienes se desprecia, que oír críticas constructivas de amigos, a quienes se distancia. Cuando la soledad es rebuscada, como la del Presidente, el poder se deprime y exalta. A la fatiga del poder nacional acompaña la ilusión de figurarse integrado en poderes internacionales más amplios. El cansancio de la conservación de un poder interior, que sólo puede ofrecer repetición de lo mismo, se estimula con los efímeros entusiasmos que procura la contemplación, en su primera fila, de grandes cambios en el poder exterior, las ideas mortecinas de los antiguos mitos —Europa, Occidente, gobierno del mundo— son revitalizadas con energías que se distraen de la acción interior. La grandeza escapa de la realidad y se refugia en los sueños. Allí cumple la función biológica de compensar y ahuyentar la depresión. El Gobierno y el partido aseguran su estabilidad en el poder del mismo modo que la Naturaleza fija el éxito de una especie antes de extinguirla. Por medio de la repetición. Por el rechazo de la innovación. Por ensimismamiento en el método que procuró el triunfo en otras circunstancias. Por tratar los aspectos dialécticos del medio ambiental con la simpleza de respuestas mecánicas. La ley de la fatiga conduce inexorablemente a reincidir en el error y en el automatismo de las reacciones. La satisfacción se desvanece con la reiteración. El poder se hace monótono porque, al buscar estabilidad, deja de percibir el movimiento de lo real. Pervive, en una prolongada vejez prematura, según las inclinaciones de antiguos hábitos. Obstaculizada por esta inercia, la razón del poder se cansa de sus propios afanes. Hasta el extremo de anular la propia voluntad de dimitir. El afán contrariado reconduce las energías, estériles para la innovación, hacia la pura conservación y el sueño fantástico. Los gestos autoritarios del poder estático, aspavientos para la ejecución de las operaciones y trámites formales, no pueden ya disimular la apatía del poder, su parálisis, ante la autonomía de los hechos y de las situaciones sustanciales. El Gobierno se mantiene porque no gobierna. Procurando, de este modo, su estabilidad, lo que el poder logra realmente es una lenta y prolongada decadencia. Se acostumbra a vivir en un nivel inferior de complejidad al alcanzado en fases anteriores. Su degradación afecta a todos los elementos que sintetiza. Nadie puede ya elevar la dignidad del grupo con la dimisión propia. Todos buscan un punto de apoyo en estratos más bajos de los que habían llegado a lograr. Como el descenso es general nadie adquiere la relevancia que obtendría de permanecer en su sitio. Desaparece, con la insensibilidad creciente, la fuerza de carácter que imprima en la realidad el sello de la personalidad vital del grupo. Toda la anterior ambición se diluye en la estabilidad ficticia de la repetición de un mismo discurso. Pero las palabras, siendo las mismas, llegan a oídos nuevos. Con el retroceso progresivo de la sensibilidad para la innovación se atrofia la vivacidad y crece el descaro. La mala educación no proviene de un defecto en las formas, sino de aplicar réplicas tradicionales, fuera de lugar y tiempo, a incitaciones nuevas. La ambigüedad del lenguaje del poder, que en su fase ascendente servía a la generalidad de los intereses convocados, sólo cubre, en la fase estabilizadora, la vacuidad de su contenido. El discurso político se enreda de impertinencias. La estabilidad, de inmovilismos.