2010-04-25.LAOPINIONCORUÑA.ES.VIEJAS NOVEDADES REPUBLICANAS J.J.SANCHEZ AREVALO

Publicado: 2010-04-25 · Medio: LAOPINIONCORUÑA

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VIEJAS NOVEDADES REPUBLICANAS
LAOPINIONCORUÑA.ES.25.04.2010
J.J. SÁNCHEZ ARÉVALO
https://www.laopinioncoruna.es/opinion/2010/04/25/viejas-novedades-republicanas/378794.html
Don Carlos Etcheverría (Nuevos republicanos, LA OPINIÓN A CORUÑA, 17 de abril), ex presidente del Ateneo Republicano de Galicia, acaba de descubrir el mediterráneo de que un ateneo es, por definición, un foro de debate en el cual los socios están llamados a "participar activamente en la vida interna" de la organización. Para poner en práctica aquello mismo que define a un ateneo como tal, propone la creación, dentro de ese mismo Ateneo, de una "corriente de opinión al estilo de los clubes políticos situados en la izquierda republicana y socialista de tanto arraigo en Francia". Prescindiendo, por tanto, de consignas vacuas y retóricas como la "necesidad de participar activamente en la vida interna del Ateneo Republicano de Galicia, contribuyendo ideológicamente a la renovación del pensamiento connatural al movimiento republicano", o pedagogías como que ese movimiento "debe ser considerado como una aportación crítica dentro de los fines de la asociación en que se inscribe, y por ello acorde con los postulados del manifiesto fundacional de Arga, pues contribuye a la agitación intelectual de reflexión y análisis, con una clara voluntad de transformación política", vayamos al propósito inmediato, carente de la más mínima lógica y consistencia: D. Carlos Etcheverría considera que para participar activamente en la vida interna de un ateneo, es decir, de un club de opinión y debate, debe crearse, dentro del mismo, otro club de opinión y debate. Propone esta redundante solución para una organización como el Ateneo Republicano de Galicia, que no cuenta con más de doscientos socios. Y en la cual, por definición, cada uno de los socios es, en sí mismo, una fuente de opinión y debate a contribución de la entera organización. D. Carlos Etcheverría desconoce profundamente la naturaleza de la organización que él mismo ha presidido durante once años. Ese club de opinión, que él echa en falta, y que al parecer se dispone a crear, es el propio Ateneo Republicano de Galicia, cuya junta directiva, desde la fundación de la organización, se ha dedicado a promover, mediante conferencias, presentaciones de libros, actos conmemorativos y tertulias ese mismo debate que ahora él considera tan urgente y necesario. D. Carlos Etcheverría no desconoce que esos clubes políticos que él pone como ejemplo a seguir "suelen vincularse a partidos políticos", pero no ve razón "para prescindir de tal participación en el seno de una organización cultural fundada en los principios democráticos.". No es un problema de democracia sino de la radical diferencia, en cuanto a magnitud y objetivos, entre un Ateneo, en particular el Ateneo Republicano de Galicia, y un partido político. Este último es una maquinaria burocratizada y profesionalizada cuyo máximo objetivo, cuya prioridad, es la conquista del poder. El antiguo parlamentarismo anglosajón conoció partidos políticos cuya naturaleza empezó a mudar de forma drástica en el siglo XIX y se hizo irremediablemente centralista y oligárquica en el siglo XX. El 7 de mayo de 2008 este mismo diario publicó un artículo firmado por mí bajo el título La imposible democracia de la partitocracia. No veo razón para no reproducir un párrafo del mismo, pues no he encontrado mejor forma de expresar lo que ahora quiero decir, que es lo mismo que entonces dije:
"La ley de hierro de las oligarquías, de Robert Michels, es un condicionante de orden interno que hace inevitable la evolución de los partidos políticos hacia reglas de funcionamiento no democrático. Pero, en su ensayo La democracia liberal y su época, C.B. Macpherson añade, además, un componente externo: una democracia de masas inevitablemente obliga a estas organizaciones a convertirse en maquinarias burocráticas fuertemente centralizadas y con el poder en unas pocas manos: lo exige la servidumbre de tener que dirigir su mensaje no a un pequeño grupo de electores de distrito, como sí sucedía en el caso del tradicional parlamentarismo inglés, sino a toda la nación. Cuando los derechos políticos se hacen extensivos a la totalidad de las clases ciudadanas, cuando el receptor del mensaje adquiere unas dimensiones antes inimaginables, es ocioso subrayar las servidumbres de orden fáctico que obligan a los partidos políticos a dotarse de estructuras de dominación suficientemente eficaces como para hacer frente a la magnitud de la tarea que deben afrontar. Así es como la democracia, a fuer de extensa, se ha hecho menos intensa. Y así es como la necesidad de lograr el voto de clases o grupos con intereses confrontados, tiende a desdibujar por completo un mensaje electoral que se vuelve indiscernible. No en vano los partidos políticos han llegado al extremo de delegar las campañas electorales en agencias publicitarias: y el lenguaje publicitario es deliberadamente ambiguo, y hasta podría decirse que deliberadamente transgresor de la más cabal voluntad de entendimiento entre las partes. La forma fagocita al contenido hasta hacerlo casi indiscernible, de puro rutinario, y lo somete a un sistema de guiños y clichés compartidos ante los que no cabe detenerse y preguntar por su sentido sin arruinar al mismo tiempo su función esencialmente movilizadora. Ya Max Weber describió esta tendencia a dejar las campañas electorales en manos de un jefe o boss de tipo capitalista carente de principios claros, y que solo pregunta : ¿qué es lo que da votos?". Se trata de un cambio de tal magnitud que no puede ser despachado como una simple cuestión de orden técnico o estratégico, sino como una alteración sustancial de la naturaleza misma de los partidos políticos. Si la verdadera función de las campañas electorales no es dar a conocer las posturas enfrentadas sino cosechar el mayor éxito posible en la venta de mercancía electoral, tal proceso no necesita procedimientos democráticos sino estrictamente publicitarios, y exige depositar toda la confianza en manos expertas que conduzcan al partido a un desenlace victorioso".
No es necesario decir más para advertir el abismo que separa a un partido político de una organización como un Ateneo. Y más aun en el caso de una organización minúscula como el Ateneo Republicano de Galicia, que está muy lejos de asumir las pretensiones que caracterizan a un partido político. Esta misma diferencia de naturaleza es la que justifica la necesidad, dentro de los partidos políticos, de crear "corrientes de opinión" o "foros de debate" al margen de la actividad de los órganos directivos, condicionados como están por el fin pragmático e inmediato de la conquista del poder. Cuando ese es el fin al que se supeditan todos los demás, la honestidad intelectual desaparece , y de ahí el estado ruinoso del debate político, entendiendo este como el debate protagonizado por la propia sociedad política, es decir, por los políticos profesionales. Los clubes de opinión, dentro de los partidos políticos, son una de las pocas formas con las que cuenta la sociedad civil para intentar establecer contrapesos a las inevitables tendencias oligárquicas de los "partidos políticos de masas". La misma razón que aconseja la creación de "corrientes de opinión" dentro de un partido político es la que hace ociosa y absurda la creación de una corriente de opinión dentro de un club de opinión como el Ateneo Republicano de Galicia, en el cual todos los socios, por su mera condición de tales, están llamados a opinar. D. Carlos Etcheverría ha presidido el Ateneo Republicano de Galicia durante once años pero no se ha enterado de las actividades de la organización que él mismo presidía. Los "nuevos republicanos" como él proponen novedades demasiado viejas.
Para terminar, sus alusiones al avance de la "ideología fascista" carecen del más mínimo rigor intelectual. Confunde la desaparición de "lo público ante el empuje de lo privado en todos los ámbitos" con el avance del fascismo, como si esa progresiva disminución de lo público fuese un fenómeno privativamente español o fuese una consecuencia del fascismo, cuando en realidad es casi consustancial al "homo oeconomicus" descrito con tanta precisión por Louis Dumont en su ensayo Homo Aequalis: esa figura se remonta al menos a los tiempos del precursor de Adam Smith, Bernard Mandeville, que en su Fábula de las abejas lanzó la consigna de que los "vicios privados son beneficios públicos", es decir, que las actuaciones monádicas, inconcertadas y egoístas de los particulares, en la persecución de su propio interés, arrojaban como resultado la prosperidad y la "creación de riqueza". Un claro antecedente de lo que Adam Smith designó más tarde como "mano invisible del mercado". Pero aludir al avance de lo privado en detrimento de un espacio público de decisión es caer en la añoranza de lo que nunca ha existido. El avance de los ámbitos públicos de decisión colectiva ha corrido siempre parejo al correlativo avance de las ideologías que afirman el Individuo como valor supremo; y, más aun, esas ideologías han necesitado, precisamente, disponer de foros públicos de debate y decisión para alcanzar un grado de influencia que de otro modo hubiera sido imposible. Lo privado, frente al poder político, necesita ámbitos públicos en los que afirmarse y hacerse respetar. Lo público que al parecer está en retroceso nunca ha existido, como no sea la democracia ateniense, donde solo una minoría contaba con derechos políticos de ciudadanía, o bien la real y pública voluntad de los soberanos del Antiguo Régimen. Confunde la falta de democracia inherente a la oligarquización a la que tienden todos los regímenes políticos con el fascismo. "La educación, cautiva del fanatismo religioso", parece ser también víctima del avance del fascismo. "La economía y el empleo sometidos a los valores de la libre empresa, donde banqueros y empresarios dictan sus criterios atendiendo desmedidamente a su propio interés", son al parecer también una muestra del "avance del fascismo", como si el capitalismo, independientemente del juicio de valor que merezca a D.Carlos Etcheverría (juicio que en modo alguno puede ser unívoco, pues la propia palabra "capitalismo" ha servido para designar sistemas diferentes, donde los matices no pueden obviarse) fuese un fenómeno fascista. Y para rematar un cuadro tan terrible, alude a la transición española y la deuda de esta con los valores del franquismo. En efecto, la Transición Española fue, fundamentalmente, un pacto entre la clase política franquista y la de la oposición, para el paso de un régimen dictatorial a un régimen de libertades sin mayores traumas tanto para los hombres vinculados durante tanto tiempo a la dictadura como para aquellos que venían de la clandestinidad. Legalizar a la clase política de la oposición y legitimar a la clase política heredera del franquismo, no otra fue la consigna como reconoce incluso Jordi Pujol en sus memorias. En el camino, nos hemos dejado un proceso constituyente democrático que obligase a los partidos a pronunciarse de antemano por la constitución que defendían, es decir, por la forma de estado (monarquía o república), por la forma de gobierno (parlamentarismo o presidencialismo), por el sistema de organización territorial (centralista, federalista, autonomista) y por el sistema electoral (proporcional o mayoritario), las cuatro piedras de toque que definen un régimen. A todo ello se renunció en nombre del sagrado consenso, y así es como las elecciones legislativas de 1977 se convirtieron, retrospectivamente, en elecciones a cortes constituyentes, una maniobra que D. Antonio García-Trevijano, ex presidente de la Junta Democrática, había calificado, en una serie de artículos en la extinta revista Reporter de Pedro Altares, de "golpe de estado". La falta de transparencia de ese proceso es el pecado original de esta Transición, aunque D. Carlos Etcheverría prefiera llevar el asunto por un aspecto mucho más concreto: la petición de cuentas y responsabilidades a los políticos vinculados con el régimen anterior. Esa inclinación podría llevarnos a abrir una causa general contra el franquismo que se llevara por delante a Manuel Fraga, a Juan Carlos I, a Adolfo Suárez, y a otras figuras de menor relevancia como Areilza, Pío Cabanillas o Fernández Ordóñez. La imposibilidad de llevar a cabo un proceso así fue lo que, en su momento, hizo que yo me opusiera a la pretensión de la oNG Comisión para la Recuperación de la Memoria Histórica de retirar a Manuel Fraga el título de Hijo Adoptivo con el que contaba en el Ayuntamiento coruñés. No por un afán de defender a Manuel Fraga, como de forma sibilina, deshonesta y poco rigurosa (por no citarme a mí, D. Carlos Etcheverría dice "algún complaciente republicano") refiere, sino por la más elemental regla de prudencia necesaria como para no abrir un proceso que, si pretende ser justo y equitativo, ha de sentar en el banquillo a casi toda la clase política vinculada, durante aquel proceso, a la UCD y a Alianza Popular y a buena parte de los mandos militares en activo a la muerte de Franco. Ni que decir tiene que abrir esa vía haría muy difícil argumentar en contra de aquellos que, por ejemplo, quisieran sentar en el banquillo a D. Santiago Carrillo por la matanza de Paracuellos o a D. Enrique Líster por su actuación en la disolución del Consejo de Aragón. El propósito implacable de ajustar cuentas con el pasado, tenga éxito o no, está bien lejos de lo que yo sí considero necesario: abrir un proceso constituyente que permita que los ciudadanos ejerzan la libertad política con la que por entonces no contaron. No establecer diferencias entre los directamente involucrados en el golpe de estado del 18 de julio de 1936, culpables directos de crímenes perpetrados durante la guerra y en la represión de la posguerra, y los muchos ministros con los que más tarde contó la dictadura de Franco, por muy culpables que hayan sido de actuaciones absolutamente reprobables, es lo que por entonces yo rechacé y lo que ahora, tergiversando mis palabras, considera D. Carlos Etcheverría que es una "defensa" de Fraga. El debate que él considera tan necesario no puede estar presidido por confusiones e imprecisiones conceptuales tan graves como la de aplicar, de forma indiscriminada, el dicterio de "fascista" a todo aquello que tenemos por rechazable, pero tampoco por esa deslealtad y esa falta de respeto a la verdad al referirse a lo que otros han dicho o hecho.
J.J. Sánchez Arévalo. Ex Vicepresidente Y Miembro Del Ateneo Republicano De Galicia