1994-11-06.EL MUNDO.ESCENAS MATRITENSES DE LA RESTAURACIÓN AURORA PAVON
Publicado: 1994-11-06 · Medio: EL MUNDO
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ESCENAS MATRITENSES DE LA RESTAURACIÓN EL MUNDO. 06/11/1994. Página, 14 AURORA PAVON Aquello de la «conspiración republicana» fue un acierto, una premonición. Aquella conspiración fue, afortunadamente, confirmada por el presidente Felipe González con su canto deslegitimador, luego de ser descrita con mala pluma, peor intención y mayor desatino, por el gran mamporrero Vilallonga. Inspirada sepa Dios por quien, jaleada por el ministro de Exteriores, Javier Solana, «escuchada» por el Cesid y Narcís Serra, y nominada «honoris causa» por el rector de la Menéndez Pelayo, ese avispado que fue ministro y se hizo catedrático desde el Gobierno y sin pudor, Ernest Lluch. Aquella «conspiración republicana» que nunca existió va a ser, al final, una realidad -no se habla de otra cosa en Madrid- pero no a manos de supuestos y difamados conspiradores, sino por impulso y desasosiego de los felipistas que van y vienen con sus pesadas cargas de desgobierno y corrupción. Los que pasean por las mullidas alfombras de palacio agarrándose y manchando los pasamanos, las estatuas, los bargueños, los bibelots y las regias personas, todo lo que tocan y mal pretenden defender. Los republicanos no conspiran, se divierten, ni son tantos como pretende el Gobierno, ni tienen mal café ni mala leche. Y menos aquellos santos de la literatura y el periodismo que se hicieron una foto en Marbella al pie de un campo de golf -y que eran casi todos, menos tres, monárquicos- para fundar la AEPI, la gran Asociación de Escritores y Periodistas Independientes que, desde entonces, no ha dejado de brillar en prensa (EL MUNDO, Diario 16, ABC), radio (Cope y «Protagonistas») y televisión (duelos al amanecer entre Federico y MP) y no digamos en la literatura. En tres meses, tres libros de la foto fundadora de la AEPI han hecho furor. «La cruz de San Andrés» de Camilo José Cela, Premio Planeta, lleva en su portada el siguiente aviso: «Primera edición 210.000 ejemplares». ¡Chúpate esa! doncel tontuelo, ciento cincuenta y uno novelistas de doña Carmen Romero. Dice así, el primer autor español: «A la hienas se les barren los malos pensamientos devorando gacelas muertas y medio podres, los pensamientos, tanto los buenos como los malos, no se borran jamás de la cabeza, cuando incomodan basta con barrerlos para que se los lleve el viento terrenal camino de la mar abierta...». MATAR AL MENSAJERO Las hienas de la política, preñadas de tanto comer, de tanto trincar y medrar, se quieren merendar lo poco que queda de verguenza torera, para que no queden testigos de su gigantesco festín que ahora, fin de régimen, llega al postre y provoca en las miradas insaciables del poder un apetito final y aterrador por lo que les pudiera ocurrir. Matar a los mensajeros, borrar huellas, esa es su obsesión para salir, en el peor de los casos, «con honor». Siguen dos libros. «El Discurso de La República» (tercera edición) de Antonio García Trevijano y el «Don Juan» de Luis María Ansón de reciente aparición. Son dos textos complementarios entre sí, unidos por dos elementos: el respeto y admiración a don Juan de Borbón y la pasión por la democracia. Cosas que no deberían inquietar ni molestar a nadie, y menos aún a los monárquicos, aunque juntas y por separado y descritas como están, al desnudo en ambos documentos, causan pavor. Los dos libros encierran mensajes parecidos. Trevijano dice que esto no es una democracia, que hay que cambiar. Ansón insiste, España debería ser (luego no lo es) una democracia como la que quería Don Juan. Esos son los dos mensajes que no gustan a los monárquicos de instauración, a los que no quieren llegar a la verdadera restauración, es decir, a la democracia. En realidad los felipistas son los herederos, inmovilistas, que hacen el papel de guardianes de esencias de la monarquía que juró los Principios del Movimiento. De aquellos principios franquistas (hoy felipistas) desde los que el Rey Juan Carlos quiso avanzar, ir hacia delante, por la senda y la memoria de Don Juan, hacia la libertad. Pero no ha podido ser, ni se ha llegado hasta el final porque el felipismo con su impostura democrática, patadas a las libertades y la corrupción ha dañado la causa monárquica y la ha llevado hacia atrás. Los monárquicos de pelotazo y los felipistas de chalet, finca, yate, coche y segundas nuncias son los que no quieren que se llegue a la verdadera restauración, a nada nuevo que los saque a ellos del poder. ¿Cuándo se darán cuenta de esto en La Zarzuela?. Pregunto: ¿Ha gustado en el Palacio Real el libro de Luis María Ansón? ¿Es verdad que llamó Doña María al autor para felicitarlo? ¿Se han quedado boquiabiertas las infantas, los grandes de España y otros nobles por el magnífico relato del director de ABC, histórico, literario y democrático? ¿Lo ha leído el Príncipe de Asturias desde Washington y sin amor, don Felipe de Borbón, como quien lee a Maquiavelo? A Luis María Ansón lo deberían hacer inmediatamente Duque en vez de Marqués. Don Pedro Saínz Rodríguez, por lo que se lee en «Don Juan», jugó a dos paños para conseguir, a la larga, la restauración. Jugó al padre y al hijo, al franquismo y a la oposición. Y ahora, que la transición no se acaba y agota mal, quien hace de don Pedro es Ansón, para que la Monarquía no desfallezca y caiga en las redes de los nuevos cortesanos, el felipismo corruptor. La Historia muestra que, a veces, a los Reyes hay que salvarlos de ellos mismos y, sobre todo, de sus falsos monárquicos del meollo auténtico de la conspiración. EN EL TEATRO ESPAÑOL Y en esta discusión estábamos cuando llega a mis manos el libreto salvador. Está a punto, Haro será invitado al estreno de la función, una obra de teatro que hará furor. Se levanta el telón y pasa en silencio una cuerda de presos, vestidos de chaqué, y no con aquellos trajes rayados de los Dalton que lucieron Martín Prieto, Del Pozo, Umbral y Sebastián (en Estocolmo la Academia del Nobel sigue enfrascada en la lectura de los libros de Paco Umbral). No es la cuerda floja, ni el lazo de la horca, es la cuerda de presos de postín. Y tira de la reata por razón de antigüedad, Mariano Rubio. Le siguen De la Concha, Sotos, Barrabés, De la Rosa, Roldán, Conde, Sarasola, Galeote, Palomino, Benegas, J. Guerra, A. Guerra, y en parihuelas, pero encadenado también como Tántalo o Almutamid, y llevado a hombros por unos negros, negros, que hablan euskera, cierra el cortejo el gran González, abanicado por Arzalluz y por Pujol. Cuando lo ven, el público del teatro se pone en pie, y nada más comenzar la función, reclama entre vítores y bravos la presencia del autor. En el segundo acto aparece en vivo y en directo la otra conspiración, el golpe interior contra González que se está preparando entre sus íntimos del entorno presidencial. Están sentados en la mesa camilla de la reunión los más conspícuos del felipismo y llegan a una sola conclusión: «González acaba con nosotros o acabamos con él». El ministro doble, el inquietante Juan Alberto Belloch, historia y carrera de una ambición, tiene en la mano derecha el puñal de Bruto y en la otra la lista completa de los negocios y pelotazos del entorno presidencial. «Cuando Felipe vea esto, dice el actor, que vestido de hombre lobo encarna a Belloch, se va a derrumbar y abdicará». Habla en pie otro regordete, en el papel de super editor presidencial, interpretado por Alfonsito del Real: «Ha llegado el momento, me está hundiendo mi periódico, la radio y el negocio de los FAD». Un tercero muy excitado: «Lo haremos por España, por el Rey y por el bien nacional», (es el monárquico oficial). «Sí -añade el actor que interpreta al banquero- pero hay que hacerlo ¡ya!, cuanto antes, para que no se hunda el sistema financiero y los acampados del 0,7 bajen por Castellana hasta Recoletos vestidos de famélica legión». Pasa un ángel por el escenario, y el curita soplón pregunta: «y ¿quién le pone el cascabel al gatazo de mirada tontiastuta, castrado, gordinflón y satisfecho?». Todos miran a Belloch. Y en ese momento se oye, otra vez entre el público, una exclamación unánime de admiración y estupor cuando entra en escena, en el salón turquesa de los conspiradores, una dama en camisón, la anfitriona del conjuro portando una bandeja con más café caliente. ¡Es Rosa Conde! ¡No puede ser! Sí que lo es, una actora medio tartamuda interpreta a la ministra que mientras rellena las tazas de los conjurados les dice de una vez: «Si no lo hacéis vosotros, ¡cobardes!, lo haré yo». Fin del segundo acto, cae el telón y salen todos los espectadores excitados hacia el hall. Todos menos uno que se queda retrancado y semioculto en la primera platea de candilejas. Un tal González que asiste de incógnito al estreno de su propia función. Al principio de su fin, al fracaso de la restauración mal instaurada, mientras en la calle un organillo castizo y matritense canta su canción. Suena el himno de Riego y sigue el ritmo con su bastón.