1999-11-27.LARAZON.ELOGIO DEL DESACATO RUBIO ESTEBAN

Publicado: 1999-11-27 · Medio: LARAZON

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ELOGIO DEL DESACATO
LA RAZÓN. 27 NOVIEMBRE 1999
MARTÍN MIGUEL RUBIO ESTEBAN
A nuestro «princeps»
Antonio García Trevijano
Los estados protoliberales del siglo XIX crearon la figura jurídica del desacato, institucional hircocervo, híbrido monstruoso compuesto por los delitos de la irreverencia religiosa y la desobediencia militar, en su tendencia a sacralizar y militarizar la autoridad del naciente Estado, paradójicamente civil y laico. Las supersticiosas garantías de la antigua realeza y el escrupuloso temor ante la vieja Iglesia pasaron a servir metamorfoseados al nuevo protagonista recién salido de las numerosas revoluciones decimonónicas, el Estado moderno. Lo mismo que antes hicieran el Trono y el Altar, los altos funcionarios y demás pulcros servidores del Estado se transformaron en «leges loquentes», arrojando toda opinión o creencia dísona a la gehena de la figura mestiza del desacato. Ahora bien, el entendimiento no sólo produce verdades ciertas, sino también juicios de probabilidad, que consisten en acuerdos o desacuerdos verosímiles entre ideas. Y el asentamiento que se otorga a una proposición probable se llama opinión o creencia, entes espirituales absolutamente incapaces de desacatar, que pululan en un ámbito completamente distinto al espacio en donde se cubican los actos. Además, una vez ya asentado perfectamente el Estado moderno en su versión democrática, el desacato cívico representa la mejor medicina para la salud del Estado en cuanto que impide, al decir de Montesquieu, que se puede estar a la vez cubierto de infamia y de dignidades. De hecho, debían honrarse públicamente a los desacatadores con buena base en sus opiniones como egregios purgantes que son del sistema.
Por otro lado, en una Democracia no se puede denominar «sensu stricto» como desacato las airadas críticas de la ciudadanía ante algunas resoluciones judiciales absolutamente escandalosas. Los jueces no pueden pedir a la sociedad que además de que se cumplan sus sentencias ésta esté también de acuerdo con ellos siempre. Sus sentencias deberán cumplirse, pero no es obligatorio que la sociedad las asuma moralmente. No son Tribunales de fe ni de doctrina ni de conciencia. Y si los ciudadanos no asumen la doctrina de los jueces entonces sí están obligados a criticarlos y a denunciarlos públicamente. Toda opinión ante cualquier acto del Estado es absolutamente inviolable. De hecho en una Democracia es el ámbito de las opiniones singulares el que debe limitar el espacio de los actos del Estado. Sin el ámbito libérrimo de aquéllas el espacio estatal perdería sus límites y su propia ansia de amplitud ilimitada le haría desaparecer, como así ha ocurrido en algunas épocas de la Historia. Sólo el juicio constante y resolutivo de la opinión pública sobre los juicios de los Tribunales -como sobre las leyes y resoluciones de los otros dos poderes del Estado- puede conseguir la sincronía moral entre la sociedad y su servidor el Estado. No puede ser desacato criticar, aunque sea de forma airada y vociferante, aquellas grotescas resoluciones judiciales -como la perpetrada contra Liaño- que gran parte de la ciudadanía no comparte. Y esta crítica, verdadera piedra angular del sistema democrático, no sólo sirve para esa sincronía moral apuntada, sino sobre todo para la legitimación social del Poder Judicial. Todos los jueces que aspiran a convertir en delito las opiniones críticas sobre sus actos jurídicos se están declarando «de facto» rebeldes al sistema democrático. Y la Democracia no puede aupar y proteger a los que tan palmariamente se han declarado en rebeldía. Chusma servil que transforma las leyes en parásitos de los poderosos.
Por otro lado, si a algún historiador se le ocurriese indagar sobre las razones que tuvieron los grandes desacatadores de la Administración de Justicia que en las sociedades pretéritas han sido, con toda seguridad se vería que al menos la mitad de ellos están ya plenamente justificados por su posteridad. Pero parece que algunos de nuestros magistrados más altivos, con una soberbia intelectual tal que obtura sus oídos, hacen todo lo que pueden para que sigan manteniendo su vigencia histórica -pues su vigencia poética permanecerá siempre- aquellos desolados vasos de Rafael Alberti, cuya muerte tantas lágrimas de cocodrilo ha provocado en el sistema: «Sonaba el miedo a gozne sin aceite/ a inviolado jardín y a tabla seca/ Olía a viento de pasillo oscuro/ y a invisible mantel/ goteado de cera».