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Publicado: 2004-03-04 · Medio: LA RAZON

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OTRAS RAZONES

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LA RAZÓN
JUEVES, 4 - III - 2004

OTRAS RAZONES

ELECCIONES EN LILIPUT

REGRESO AL AUTORITARISMO PENAL
Frente  a  las  exi-

E n cualquier te-

rreno diferente
al de la políti-
ca, todas las personas
dan  sentido  a  lo  que
hacen según lo que se
proponen.  Los  actos
que  realizan  respon-
den  a  una  finalidad
distinta de la función
de lo realizado. Care-
cería de sentido, por ejemplo, comprar un po-
tente autobús para participar en la Fórmula 1.
Pero la causa de esa compra no tiene vicios
que la anulen. La transferencia de la propie-
dad  al  comprador  agota  la  función  de  la
compraventa. El despropósito está en la ilu-
sión de que un ómnibus pueda ganar en Le
Mans. 

Se comprende que el sentido común no in-
tervenga en los asuntos de fe. La causa de ir a
misa es coherente con la salvación eterna que
se espera de la participación en el sacrificio
de Cristo.

Pero es incomprensible la incoherencia de
ir a las urnas para votar listas de partidos, cre-
yendo que así se elige algo y se participa en
la libertad política. Votar listas de candidatos
a la diputación parlamentaria no es lo más
adecuado para lo que se disputa en las elec-
ciones, ni para la conservación del sistema de
poder que las convoca. Además, el voto ple-
biscitario de listas ómnibus no elige repre-
sentantes políticos de los votantes ni guarda
relación alguna con la libertad política. La ca-
rrera electoral tiene otras metas de mayor
trascendencia. 

Se sabe que estas elecciones, como las an-
teriores, sirven para plebiscitar al jefe de par-
tido que debe ocupar la Presidencia del Go-
bierno  y  para  distribuir  las  cuotas  de
participación de los partidos en el Poder le-
gislativo y en el Judicial,  en proporción al re-
sultado electoral. Si estas son las metas, bas-
taría  con  que  los  jefes  de  partido  se
presentaran como representantes  de sus res-
pectivos grupos en todo el distrito nacional.
Después de ser votados, cada uno designaría
sus delegados en el poder legislativo y en el
judicial, de modo que el partido menos vota-
do tuviera un solo delegado y los otros su
cuota proporcional respectiva. 

Si el 10 por ciento de votos tiene un dele-
gado, el 40 por ciento tendrá cuatro y el 50
por ciento cinco. El Parlamento de diez le-
gisladores  consagraría  presidente  del  Go-
bierno al jefe del partido ganador y conseje-
ros del Poder Judicial a diez delegados de los
partidos. La economía, transparencia y equi-
dad de la distribución del poder del Estado
entre los partidos serían absolutas. El sistema
ganaría total racionalidad en la unidad del po-
der sin perder la representatividad que hoy
tiene. Incluso mejoraría la calidad literaria de
las leyes, pues los legisladores delegados, ex-
pertos en derecho, solo tendrían que reflejar
en ellas el conflicto resuelto por el consenso
entre partidos.          

Esta reforma de la Constitución no podría
encontrar una sola objeción de los defenso-
res del sistema actual, pues eso implicaría la
negación de su esencia. Las competencias de
las Autonomías se cederían en proporción a
los votos obtenidos por los partidos naciona-
listas o regionales. Así desaparecía la igual-
dad del café para todos y la desigualdad del
hecho diferencial. Seríamos la envidia de Eu-
ropa, donde ningún Estado podría competir

con  la  eficiencia  y
economía del nuestro
para ganar la primera
plaza  en  la  UE.  Sin
que  pudiéramos  ser
acusados de haber dis-
minuido la democra-
cia o los derechos ciu-
dadanos, 
pues
seguiríamos  con  el
mismo grado de liber-
tades públicas que en el resto de los países
europeos. 

Pero la racionalización del Estado de Par-
tidos y de Autonomías, admirado Jonathan
Swift, no resolvería la cuestión del terroris-
mo. A no ser que, teniendo en cuenta la reac-
ción de la clase política y periodística ante la
tregua del terror en Cataluña, que rechaza la
gracia de no sufrir atentados como el resto de
España, se negociara con ETA la distribución
de sus actos terroristas en proporción inversa
a la de votos obtenidos por los partidos inde-
pendentistas. El terrorismo quedaría aquieta-
do si todas las regiones se protegieran con tal
escudo y el Estado financiara con sublime ge-
nerosidad tan equitativo quietismo.   

AAnnttoonniioo  GGAARRCCÍÍAA TTRREEVVIIJJAANNOO

gencias garantis-
tas, ha surgido en
la cultura jurídica y po-
lítica  de  los  últimos
tiempos  una  corriente
contraria  representada
por el dogmatismo libe-
ral-democrático y socia-
lista. Ambas corrientes
se  han  concebido  a  sí
mismas como fuentes de legitimación absoluta
de los sistemas políticos edificados en su nom-
bre. «Democracia», «liberalismo» y «socialis-
mo» se han transmutado en ideologías de legiti-
mación en las que se cambian las funciones
ideales del Estado por las reales, la fuente nor-
mativa de justificación por la justificación mis-
ma, el deber ser político por el ser jurídico o, pe-
or todavía, por el ser de hecho de los poderes
institucionales. Y cada vez que Estado y Dere-
cho resultan así idealizados o sobrevalorados éti-
camente tienden a perder su carácter instrumen-
tal para transformarse ellos mismos en fines,
valores o «sustancias éticas» autojustificadas. Es-
ta hipervalorización ética del Derecho y del Es-
tado se encuentra en el origen de todas las mo-
dernas perversiones autoritarias. Del fascismo y
del estalinismo, pero también de las tentaciones

¿SE FÍA USTED DE ACEBES?

Algunos políticos han sembrado dudas so-

bre la eficacia o veracidad de algunas
operaciones de la Policía o la Guardia Ci-
vil. Si alguien tuviese alguna prueba de que las úl-
timas detenciones son apenas un montaje publi-
citario del Gobierno para arañar votos, que las
muestre y que las lleve a los tribunales. Si no, al-
guien debería rectificar ciertas sospechas aventa-
das al amparo de que en campaña electoral todo
vale. Y no. Porque sembrar inquietudes sobre la
actuación de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad
puede resultar, cuando menos, peligroso. Máxi-
me si hablamos de la lucha contra ETA. Es más,
imagino que no siempre se dice toda la verdad en
los comunicados policiales de operaciones antite-
rroristas. Y acaso ello sea necesario para garantizar
una mayor eficacia. Los medios, y especialmen-
te los dirigentes políticos, del color que fueren, de-
ben comprender que la credibilidad de Policía y
Guardia Civil se rige más por los resultados que
por el tenor literal de algunas notas de prensa, en

las que forzosamente los deta-
lles han de quedar aparcados.
Preguntarse por qué no fueron
detenidos los etarras que se en-
trevistaron con Carod, sin tener
mayores  conocimientos  del
asunto –yo tampoco los tengo,
claro–, induce a sospechas de juego sucio que na-
da deben tener que ver con la realidad. No me
gustó la rueda de prensa en la que Acebes vertía
descalificaciones improcedentes, entre otras co-
sas porque no es el estilo de Acebes. Pero claro
que me fío del ministro del Interior. Como me fío
de los responsables del CIS, tan en solfa estos dí-
as. Hay estructuras que debemos salvaguardar,
salvo que nos den pruebas inequívocas de que sus
gerentes actúan con mala fe, contra la democra-
cia o con desacierto. Y la lucha contra la banda
del terror va bien. Lo del CIS, hoy lo veremos.

FFeerrnnaannddoo  JJÁÁUURREEGGUUII

REBOREDO Y SAÑUDO

totalitarias que, de forma
recurrente, emergen en
las democracias liberales
cuando  entran  en  mo-
mentos  de  crisis.  No
pertenece este fenómeno
a la tradición iusnatura-
lista,  ni  siquiera  en  su
versión autoritaria y ab-
solutista, sino que es una
connotación específica
del totalitarismo moderno. Hobbes, por ejemplo,
no habría dicho nunca, como diría Hegel, que
«el sacrificio por la individualidad del Estado es
la condición sustancial de todos y, por lo tanto,
un deber general». Tampoco habría dicho que
«el Estado no es en absoluto un contrato, ni su
esencia sustancial es la protección y la seguridad
de la vida y de la propiedad de los individuos
singulares; es, por el contrario, lo más elevado
que reivindica para sí aquella vida y aquella pro-
piedad y exige su sacrificio». Y mucho menos
habría suscrito el mismo Hobbes la apología
Hegeliana del valor militar como «la suprema
abstracción que hace la libertad» y «la suprema
autonomía del ser por sí». Y no digamos ya la
exaltación de la guerra como el medio por el que
es mantenida «la salud ética de los pueblos». Al
contrario, Hobbes teorizó como fundamentales
el derecho del súbdito a la autoconversación, la
consiguiente facultad de desobedecer al sobera-
no cuando éste le ordene perjudicarse a sí mimo,
incluso la legitimidad del miedo y la cobardía y
el derecho a huir del peligro a que el soberano le
expone con la guerra o con la pena. Hobbes aña-
día: «Dios hizo a los reyes para el pueblo y no
al pueblo para los reyes». La relación entre Es-
tado y ciudadano que para Hobbes, presunto te-
órico del absolutismo, era de medio a fin, se in-
vierte en Hegel y en el totalitarismo moderno en
relación de fin a medio. Y el Estado-fin resulta
tanto más absoluto e incondicional en cuanto
que, con respecto a las viejas concepciones teo-
lógicas, se ha autonomizado, no sólo de sus ba-
ses terrenas y humanas sino también de sus vín-
culos religiosos y metafísicos.

El tránsito del utilitarismo del Estado-instru-
mento al eticismo del Estado-fin ha supuesto una
fractura en la historia del pensamiento penalista
moderno, que se expresa en la pérdida progresi-
va del punto de vista externo en relación con to-
dos los temas de mayor importancia en el Dere-
cho  penal:  la  lesividad  de  los  delitos  y  el
concepto de bien jurídico, la exterioridad o ma-
terialidad de la acción, la imputabilidad y la cul-
pabilidad, la función de la pena y los modelos
de proceso. Pero hay otra cuestión en la que es-
te tránsito se ha manifestado de forma más sig-
nificativa: la relación entre condenado y pena,
que es un reflejo del problema de la obediencia
política. El pensamiento penalista ha pasado en
esta cuestión de un extremo a otro, es decir, de
las tesis de Hobbes a las de Hegel. Hobbes con-
sidera que si el soberano tiene derecho de casti-
gar, el condenado tiene el derecho de sustraerse
a la pena y «defenderse a sí mismo», evadién-
dose y oponiendo resistencia. Se debe a Hegel
la tesis estatalista más extrema. La pena no es ni
siquiera un mal, sino un bien para el que la su-
fre, de forma que el condenado no sólo tiene el
deber, sino incluso el derecho, de someterse a
ella y autogratificarse así éticamente. Hobbes re-
presenta el mensaje realista del miedo y del in-
dividuo que vive. Hegel representa el mensaje
de un espíritu idealizado hasta cotas de máximo
autoritarismo. Hegel ha resucitado.

JJooaaqquuíínn  NNAAVVAARRRROO