1996-11-10.ABC.EL PRINCIPIO DEMOCRATICO JESUS NEIRA
Publicado: 1996-11-10 · Medio: ABC
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ABC Pág. 70 TRIBUNA ABIERTA -DOMINGO 10-11-96- EL PRINCIPIO DEMOCRÁTICO Por Jesús NEIRA L A democracia es una forma de or ganizar los pode res del Estado caracte rizada por la división de poderes, el principio representativo y la capacidad de que el pue blo elija a su Gobierno. En España estos tres elementos esenciales no se cumplen, como denuncia Antonio García Trevijano en su li bro «Frente a la Gran Mentira» de inminente aparición. La democracia es desconocida en tre nosotros. Ni ahora ni en la Segunda República. Para tener una democracia se requiere un régimen representativo a través de un sis tema electoral que permita elegir represen tantes en circunscripciones uninominales y no listas de partidos con un sistema electo^ ral de corte proporcional corregido por el ta maño de las circunscripciones y por el mé todo DHondt ya usado en la Italia del ifas- cismo. Se precisa la división de poderes frente a la «colaboración» o práctica confu sión de poderes que presenciamos en Es paña. No basta con la mera separación de los poderes. Sin división del poder no cabe refe rencia alguna a la democracia sino su más ridicula careta. Montesqiiieu era taxativo: «Cuando en la misma persona o en el mismo cuerpo de magistratura la potencia legisla tiva está reunida a la potencia-ejecutiva, no hay übertad, porque se puede temer que el mismo monarca -entiéndase el Gobierno- o el mismo Senado haga leyes tiránicas para ejecutarlas tiránicamente». Por último, es imprescindible para la democracia que el pueblo, y no una Cámara legislativa, sea quien directamente elija a su Gobierno. En España hemos presenciado un especia-^ culo demagógico desde el mismo instante en que el PSOE conocía la posibilidad de perder la mayoría absoluta en unas Elecciones Ge nerales. Ese momento se percibió con niti dez en el otoño de 1992 donde González ad vertía de los gravísimos problemas que podrían sobrevenir en el supuesto de que sólo lograsen una mayoría relativa. Incluso la unidad nacional podría verse en peligro, según afirmaba: Los pronósticos electorales fracasaron ante la cita del 93 sin que el PP lograse el triunfo, mientras el PSOE que daba en la situación presagiada por Gonzá lez. Pero en aquellas elecciones, ante la pre sión de las encuestas que no daban una ma yoría absoluta a ninguno de los grandes partidos se planteó la cuestión de quién debía formar Gobierno^ Todos los políticos se manifestaron entonces a favor de que sólo debería hacerlo el líder del Partido que hu biese ganado las elecciones. El que hubiese obtenido un mayor número de sufragios. ¿Por qué se establecía este debate? ¿Es que acaso no es evidente desde uri punto de vista democrático, no es una exigencia de la de mocracia misma que sea el pueblo el que elija a quién le va a gobernar? Nuestra realidad es bien simple. Se habla a diario de «democratizar» múltiples aspec tos de la vida social que abarcan ámbitos como la educación, la sanidad, el mundo de la empresa, la familia e incluso las relacio nes afectivas. Nada de esto tiene que ver con la democracia. Es más, sólo ha sido el velo encubridor de la estafa «democrática» perpe trada en la etapa socialista que se distinguió por tratar de presentar los fundamentos políticos básicos del sistema democrático como algo caduco y trasnochado frente a la «modernidad» de una «democracia» de co cina y zapatillas, de consenso y rupestre. El Jesús Neira Jurista PSOE hizo hincapié en esa dimensión falsa y falsaria de la democracia. Incluso hemos asistido a todo tipo de adjetivos para nom brar lo que no tenemos, como «democracia avanzada», «moderna», «estabilizada», «jo ven», «madura» y otras delicias similares. Se calificó la acción de gobierno del PSOE como «impulso democrá tico» en la legislatura donde se pudo observar sin ambages el mayor festival delictivo. El te rreno para estos juegos semánti cos estaba muy abonado desde los años setenta donde se anun ciaba que el «socialismo es demo cracia», como hemos visto. Pero' no era más que una parte de la larga historia de encubrimiento que se detecta en el mismo nom- bre de la «socialdemocracia», como si la democracia social fuese posible. Una vez sacada de su'sentido político cualquier cosa era válida para desplazar la aten ción a otros aspectos de la vida social muy alejados de la democracia, que es, recordémoslo, una determinada organi zación política de los poderes del Estado. •' La situación no puede ser más ridicula. Mientras se habla de democracia estamos sometidos a las reglas de juego de un régi men parlamentario en el que no es el pueblo quien elige a su Gobierno sino el Congreso. La relación de fuerzas es la determinante de quién y cómo se forma el Gobierno. La ma yoría decisiva no es la que ofrece la aritmé tica de las urnas, sino la de la Cámara. Quien no dispone de mayoría absoluta se ve en la necesidad de pactar. Es el momento es telar de las minorías que venden su colabo ración al precio de diamante impuesto por la necesidad. Y además, en ese juego de apo yos, pactos y alianzas, la regla del parla mentarismo es obtener la mayoría para go bernar, incluida, por supuesto, la posibili dad de que un partido que no ha triunfado en las urnas logre formar Gobierno con el apoyo de otro grupo, aunque el partido ga nador por mayoría relativa quede en la opo sición. Esa misma posibilidad indica la na turaleza antidemocrática del parlamenta rismo. No es el pueblo quien elige a su Gobierno. Es el mayor ataque que quepa fi gurarse contra la voluntad del electorado- Tan antidemocrático como real. La incul tura que arropa esta afrenta a la democracia afirma que todo este funcionamiento de la cocina oscurantista de la compraventa polí tica es la esencia misma de la democracia. VENDA SU COCHE SOBRE LA MARCHA cuando es precisa mente su mayor ene migo. La mera posi bilidad de que go bierne quien no gana las urnas no en puede encajar de ninguna manera con la re gla constitucional básica de la democracia. Si la Constitución no establece con toda claridad entre las características de la de mocracia el principio electivo -gobierna quien gana las elecciones- no sólo se ve hi potecado este fundamento básico por el hecho de no obtener la ma yoría absoluta sino por un arre glo de circunstancias acomodado a los intereses de los partidos políticos en un momento deter minado. Sin la menor garantía del mantenimiento del criterio mayoritario. Además, puede ocu rrir que los dos mayores partidos alcancen un empate y entonces decida con toda libertad la mi noría. Como testimonio de los tortuosos y fraudulentos juegos contrarios a la democracia y per mitidos por las reglas del parla mentarismo, Felipe González ad mitía en la campaña electoral de 1993 que debía gobernar quien más votos hubiese obtenido y en 1996 afirma en el mismo trance que debería gobernar el que tuviese el apoyo del mayor número de escaños en el Congreso. ¿Dónde está la re gla? Como es natural, en la misma Constitu ción: puede ser una cosa y la opuesta aun que sea un atrppello al principio democrá tico. Queda al arbitrio de los intereses momentáneos de los partidos políticos. Una Constitución que introduce el régi men parlamentario no puede ser democrá tica jamás, aunque la haya votado el cien por cien del cuerpo electoral. Ni siquiera el parlamentarismo británico es en sentido es tricto una democracia. Aunque suponga una inmensa ventaja poseer un sistema electoral mayoritario y representativo, no puede garantizar al cien por cien que de las urnas salga directamente quien ha de ser el Premier. Basta que el partido más votado no obtenga la mayoría absoluta por la fragmen tación del voto, como ha ocurrido varias ve ces en este siglo, o que surja una grave cri sis en el partido gobernante para que el principio democrático no se cumpla. Ese resquicio estadístico en el Reino Unido de muestra que no es una democracia, si bien como se ha dicho está muy cerca de serlo en la práctica. Distanciada a años luz de Es paña por su sistema electoral y por sus ins tituciones de control del Ejecutivo y garan- tistas de la libertad. El mal llamado «parla mentarismo racionalizado» no es más que un intento frustrado de resolver lo que es un problema en las mismísimas entrañas del parlamentarismo, imposible de atacar con cosméticas. Todo esto no es nuevo^ ni por la teoría, denunciada desde hace mu cho, ni por la práctica observada en España en estos casi veinte años de experiencia del llamado «Estado de Partidos», o mejor. Es tado de los Partidos, que son los verdaderos soberanos. No es, con seguridad, la falta de perspica cia de los «responsables» políticos la que elude este debate, sino el pesado yunque de los intereses de partido. Nunca existió el «impulso democrático», como tampoco latió jamás el pulso constitucional democrático que ofrezca una sabia nueva a Espa'ña. ABC (Madrid) - 10/11/1996, Página 70 Copyright (c) DIARIO ABC S.L, Madrid, 2009. 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