1989-06-26.ABC.EL PECADO ORIGINAL DE LA CLASE POLÍTICA AGT

Publicado: 1989-06-26 · Medio: ABC

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EL PECADO ORIGINAL DE LA CLASE POLÍTICA
ANTONIO GARCIA-TREVIJANO
ABC, 26 JUNIO 1989
Con independencia de las revelaciones religiosas sobre la naturaleza caída del hombre y su redención por el perdón o la gracia, sólo grandes genios, como Rousseau y Freud, se han atrevido a remontar el curso histórico del pecado hasta llegar al inocente hombre natural o a la conciencia insoportable de la primera culpa homicida, de donde surgió el estado de sociedad o de civilización, como acto de renuncia libre o sublimada a la libertad natural, mediante un pacto social.
Utilizar estas dos maravillosas hipótesis antropológicas para dar razón de actos colectivos de nuestro tiempo histórico consciente es una empresa tan desatinada como la de explicar la evolución biológica de las especies mediante la herencia, en cada generación, de los caracteres adquiridos por la antecedente. El psicoanálisis del inconsciente colectivo ha sido intentado por algunos historiadores. Pero Furet y Richet han retirado, en la reedición de su prestigiosa obra La Revolución Francesa, los textos dedicados a esta incierta aventura intelectual.
Maurice Duverger, en el ocaso de una brillante carrera académica, escribe en un diario madrileño del pasado 15 de junio que «en 1789 el Rey podía ser cómodamente separado del pueblo por esa necesidad de asesinato del padre de que Inglaterra había dado ejemplo con la ejecución de Carlos I». Para dar peso a esta ligereza, falsea temerariamente la historia: «la Francia de Luis XVI podía aplicar el modelo del Parlamento británico, y lo hizo con ciertas posibilidades de éxito».
Es un hecho incontestable que Mirabeau y el triunvirato tory no tuvieron la más mínima posibilidad de inspirar la Revolución francesa en la inglesa. A la inversa de este modelo, la sedición del tercer estado contra la nobleza, y no contra el Rey, no podía conducir a la Instalación del privilegio aristocrático en una segunda cámara parlamentaria. Y, además, el pecado original de la clase política no fue, no podía ser, el de regicidio.
Tal vez tuvo carácter edípico el voto del duque de Orleans. Pero la decisión colectiva de condenar y ejecutar a Luis XVI estuvo motivada en circunstancias de estrategia política contra amenazas de invasión militar. De buscar otras motivaciones inconscientes tendría más fundamento enfocar la atención hacia el hecho, cuestión ésta ni siquiera vislumbrada hasta ahora, de que los convencionales que votaron apasionadamente la muerte del Monarca, y persiguieron luego a los que habían votado la suspensión de la condena, fueron los mismos que seis meses antes, para no deponer al Rey del trono, fingieron creer que no había huido a Varennes, sino que había sido raptado. Si la clase política no hubiese engañado al pueblo en ese momento, la fundación de la República, el cambio de dinastía o la instalación de una Regencia no habrían necesitado eliminar a Luis XVI ni a María Antonieta. Pero tampoco esta gran mentira fue el pecado original que constituyó a la clase política como tal.
Bajo la Monarquía absoluta, la clase política sólo podía tener una existencia virtual, como emisora de opiniones y no de voluntades. Era una clase puramente intelectual que por la naturaleza de su trabajo cumplía la función social de constituir el estado de la opinión pública. El delito de opinión, único que pueden cometer los intelectuales, deja inalterado su estado de inocencia moral, salvo que encubra una fechoría del poder.
La cuestión del poder, tema de las revoluciones políticas, no es materia de opinión, sino de voluntad. La clase intelectual se transforma en clase política en el preciso momento en que deja de ser opinante y se convierte en decididora. En su primer acto político de voluntad, de asumir la potestad legislativa, puede perder la inocencia, cometer el crimen primario de querer ser como el soberano, saborear la fruta prohibida del poder. Porque la ley es una simple opinión a la que una voluntad poderosa, externa a la misma, comunica fuerza compulsiva y coactiva. El poder de ejercer en exclusiva la violencia sobre los habitantes de un territorio, que hizo nacer el concepto de soberano, convierte en ley a la opinión, en «vis coactiva» a la «vis directiva» (Suárez).
Todos los historiadores datan en 17 de junio de 1789 el primer acto de voluntad soberana de los representantes del tercer estado, cuando deciden ser legisladores cambiando el nombre de «reunión de los comunes» por el de «Asamblea Nacional», y declarando ilegales todos los impuestos del reino.
Jamás se había conocido un acto de semejante osadía, sólo comparable a la de Lenin cuando reclamó todo el poder para los soviets. Esta decisión de los diputados comunes desafió a todo el sistema secular de la soberanía. Bajo su aparente inocencia proclamaba en realidad un poder autónomo capaz de: constituirse en Asamblea Nacional sin la presencia de los representantes de la Iglesia y la nobleza; declararse titular de la representación nacional; dividir la soberanía, hasta entonces única e indivisible, en potencia ejecutiva y potencia legislativa; reconocer en el Monarca la soberanía ejecutiva y en la nación la soberanía legislativa; declarar una e Indivisible la soberanía legislativa; atribuirse la permanente función de expresar en exclusiva la voz y la voluntad de la soberanía nacional, incluso frente al propio titular de la misma, el pueblo; convertir en ley su opinión mayoritaria mediante una fuerza coactiva superior a la de un Estado monárquico en peligro de bancarrota, declarando la ilegalidad y nulidad de todos los impuestos del reino, y dotarse un arma disuasiva del intento de separar la Asamblea, autorizando provisionalmente el pago de los impuestos mientras siguiera constituida.
Los apasionados debates que precedieron a esta decisión ultrarevolucionaria revelan que aquellos hombres eran plenamente conscientes de estar realizando, bajo un simple cambio de nombre, verdaderos actos constituyentes del Estado, sin estar legitimados por el mandato imperativo de sus electores.
El estado de necesidad en que se encontraban los comunes, ante la negativa de los otros dos estamentos para constituir una sola Asamblea, justificaba la falta de respeto al mandato recibido, pero no la retención de la soberanía una vez desaparecida la situación de necesidad.
Los diputados convirtieron lo circunstancial en nuclear, lo transitorio en permanente, lo provisional en definitivo, la cualidad de representantes en la de soberanos.
Salvo Juarés, el pensamiento revolucionario exaltó este abuso de los apoderados porque lo hicieron en favor de sus mandantes. Pero salvo Marcel Gauchet, el pensamiento demócrata no ha percibido todavía que en esta retención usurpadora de la soberanía por la ciase política reside el fracaso de la Revolución y la debilidad del modelo termidoriano que nos ha legado. El poder constituyente del Estado, por no ser materia de opinión sino de voluntad, no puede ser delegado, como en las elecciones generales, sin mandato imperativo. Los diputados legislativos no tienen por ello legitimación para hacer o reformar la Constitución del Estado, a no ser que se consideren y permanezcan como soberanos.
Sieyés, con su propuesta del 15 de junio de 1789, de autoconstituir la Asamblea Nacional, y la de 17 de brumario de 1799, de poner a la representación soberana bajo la custodia de Napoleón, abrió y cerró, inició y liquidó una Revolución sin cambiar de opinión. Y esa misma manzana doctrinal de la soberanía (usurpada) alimenta todavía a una clase política empeñada en no redimirse de su culpa primordial. Pero la «fuerza directiva» de la opinión pública puede redimir ese pecado original, que mantiene formalmente secuestrada a la democracia, imponiendo a la clase política una idea sensata de la representación y una separación real del poder ejecutivo respecto del legislativo.