1998-11-30.LA RAZON.EL ESCRITOR DE COLUMNAS AGT

Publicado: 1998-11-30 · Medio: LA RAZON

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EL ESCRITOR DE COLUMNAS
LA RAZÓN. LUNES 30 DE NOVIEMBRE DE 1998
ANTONIO GARCÍA TREVIJANO
Lo que sobre todo importa en 00 artículo de prensa es su interés. Para hoy y para mañana. Y lo interesante no está en el hecho de que sea actual por el tema de que trata, eso sería poner la opinión bajo los efímeros criterios informativos, ni tampoco en la modernidad del estilo, con que se decora lo caduco, sino en la circunstancia exclusiva de que sea atractivo por la actualidad de su tratamiento. Pues cada época, cada generación cultural tiene o ha de tener para ser auténtica, una visión propia de las mismas experiencias que antes, desde distinta perspectiva, fueron consideradas de otra manera. Lo que cambia con el tiempo, más que la naturaleza Intima de las cosas y fenómenos sociales, que sólo se transforman con las grandes convulsiones de la política o de la técnica, es su aspecto externo, la mayor complejidad que vemos en los asuntos de siempre, cuando los observamos, sin las gafas de nuestros padres, desde el avanzado promontorio de la juventud mental. Sólo de este modo actualizante y modernizador, la opinión sobre asuntos de interés público puede alcanzar el blanco de su diana: dotar de sentido inteligible a la información veraz para convertirla en criterio de acción o de pensamiento de las nuevas generaciones.
Pero sucede que la actualidad informativa determina la pereza y la liviandad de la actualidad «opinitiva». Que parece escrita sobre los surcos que abre en las aguas del pensamiento débil la poderosa quilla de acero de los buques de información mediática. Precisamente por esa causa, por esa debilidad de la opinión, los grandes medios de comunicación tienden a ser, pese a ellos, cada vez más homogéneos e incluso idénticos. Sus primeras páginas, con sus fotografías y grandes titulares, podrían ser intercambiadas de 000 a otro sin que se notara alteración alguna en la identidad editorial del periódico. Y lo terrible para su credibilidad es que esa llamativa coincidencia, en lugar de parecer 00 signo de objetividad en la valoración de las noticias del día, levanta la sospecha de estar producida por el consenso informativo, en lo nacional, y por el servilismo ante los medios norteamericanos de comunicación, en lo internacional.
El hecho es que la uniformidad de la información diaria y la costumbre de escribir comentarios, más que opiniones, al hilo de los acontecimientos, provocan un bloqueo tan hermético de la imaginación intuitiva y la inteligencia crítica en los escritores de columnas que, salvo dos o tres excepciones, sus opiniones no pasan de ser complementos anodinos o enfáticos de lo que ha sido ya valorado por el periódico en sus titulares. Seria simplemente cómico, si no fuera demoledor para el cultivo de la inteligencia social: al toque de cometa del consenso informativo, una legión de “libre pensadores” se pone a pensar y a decir, cada 000 en su personal estilo, lo mismo. Cuando el estilismo se pone de moda viste de luto a la literatura, por su falta de vida en el fondo, y suena como campana de duelo por la ausencia de pensamiento. La palabra queda cercenada, por el estilo, a la mera expresión de lo artificialmente bonito y consabido.
Contra lo que se piensa vulgarmente, opinar periódicamente en un medio importante de comunicación es una tarea intelectual mucho más exigente y comprometida que la de escribir un libro. Porque, para llevarla a cabo con la dignidad requerida por la función que desempeña, hace falta tener, además de cierto coraje cívico, un sentido bastante más agudo de la responsabilidad cultural y un sentimiento más fino del buen gusto. La razón es bastante simple. Frente al libro tenemos una clase de libertad de la que carecemos ante los grandes medios de comunicación: la de prohibirle entrar en nuestra casa. El escritor de columnas periódicas se encuentra, frente al escritor de libros, en la misma situación de exigencia que el arquitecto y el escultor de monumentos, frente al pintor. Al libro y al cuadro podemos no leerlo, no mirarlo. La vulgaridad en los ámbitos o espacios públicos, en las calles y en los medios de comunicación, tenemos forzosamente que sufrirla. Y nadie tiene derecho a cometer la túrpida acción de embotar la sensibilidad de los demás, afeando y embruteciendo sus entornos culturales.