2001-12-29.LA RAZON.DESPUÉS DE AFAGANISTÁN MARTIN MIGUEL RUBIO ESTEBAN
Publicado: 2001-12-29 · Medio: LA RAZON
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DESPUÉS DE AFGANISTÁN LA RAZON. 29 DICIEMBRE 2001 MARTIN MIGUEL RUBIO ESTEBAN Con la coartada de una guerra justa contra el terror fanático y sanguinario del paupérrimo Islam, las portaeronaves americanas que surcan majestuosas las aguas del golfo de Omán, volverán a virar al Oeste hacia el Golfo Pérsico. Comienza el segundo capítulo de la Guerra contra el Terror. Irak. Somalia. Sudán. Bush II quiere acabar por completo lo que no acabó del todo su amado padre. El terror como pretexto para una libertad vigilada, anquilosada, raquítica. Magistralmente, como siempre, nos lo decía Antonio García-Trevijano en su columna del lunes 10 del XII. «Todos los estados de excepción implican no sólo el fracaso de la normalidad jurídica, sino un fatal homenaje que la impotencia de la libertad gobernada rinde a la dictadura ensoñada». Lo mismo que la hipocresía. Cada día que pasa la gran Democracia Americana se va convirtiendo más en prisionera de su propio poder. Al Gore, sobrino del gran pensador crítico Gore Vidal, fue un intento, rocambolescamente fracasado, de espiritualizar ese poder, de dignificarlo, despojándole de esa faceta oprimente que tiene siempre éste para aquéllos que se encuentran sometidos a él. Porque con Bush ya no hay aliados, sino súbditos. Su actitud desprovista de toda justificación ética y espiritual, se contrapone drásticamente al discurso de los padres fundadores de los EE UU. La justificación de Norteamérica reposaba en el hecho maravilloso de que su República había hecho realidad una nueva forma de vida, destinada a dar expresión y fomentar todo lo noble y elevado en el hombre. Con Bush EE UU es sólo poder, y nada más. Pero los EE UU habían nacido según otra ley, según la ley de la individuación y no según la del poder. El Estado Americano ha apuntado siempre al hombre como el rasgo decisivo de sí mismo. Por eso, en el Estado Americano son menos las instituciones las que determinan el acontecer político que el ciudadano individual. Pero cuando se abre la época de la política de poder, termina la época del Estado, cuya justificación se halla sólo en el hombre, no en la materia. La España grande de Aznar, cada día con menos autonomía política, tiene una política exterior que es sólo una sombra de una política, mientras que las grandes decisiones están en manos de potencias extranjeras. Ocho espléndidos siglos de presencia árabe en este país han desaparecido ignominiosa y traidoramente de la voz enclenque de «nuestra» política exterior. Mohammed VI debe estar con nosotros que se «descojona», con perdón. Pero España, a pesar del gótico Aznar, representa como nación la síntesis suprema de lo indoeuropeo y de lo semítico. Por azares afortunados de nuestra Historia reinstauramos en nosotros mismos el período «nostrático» del Paleolítico; aquel período en que el hombre «occidental» hablaba una sola lengua común, de la que derivaron a la vez las indoeuropeas y las semíticas (vid. Cuny). La estatura pigmea de nuestra política exterior nos ha hecho perder una ocasión auténticamente histórica para aportar nuestro punto de vista sintético al conflicto que originó el 11 de septiembre, acontecimiento con el que sin duda se abre una nueva época histórica. A lo mejor, «dii velint!», el viaje de Zapatero al reino alauita, siempre acompañado del omnipresente Rubalcaba, remienda algo la ya muy picada política exterior española. Y cualquier ciudadano español comprometido con sus derechos políticos no sólo no ningunea y menosprecia la chata política exterior de este Gobierno cuando intenta arreglar sus destrozos, sino que cumple un alto deber cívico. El bienestar de cualquier Estado compromete a todos los ciudadanos que lo constituyen, máxime cuando los gobernantes no están felizmente inspirados. Más aún, cualquier ciudadano es siempre partícipe en la soberanía de su Estado. La soberanía de la comunidad se encarna inalienablemente en cada ciudadano. El hombre y no el cargo es lo decisivo en un Estado democrático. Ahora bien, la línea que separa hoy al Islam iracundo del cuerdo es demasiado tenue e imprecisa, y hay que fijarse bien en esa frontera casi imperceptible para no empujar a los cuerdos hacia el campo de los violentos. Dos mil millones de seres humanos es un frente imposible de batir sin destruir el mundo entero.