1995-05-28.EL MUNDO.DAVID CONTRA GOLIAT PEDRO J. RAMIREZ

Publicado: 1995-05-28 · Medio: EL MUNDO

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DAVID CONTRA GOLIAT
EL MUNDO. 28/05/1995 Página, 41
PEDRO J. RAMIREZ
EN la situación creada en España tras las sucesivas mayorías absolutas obtenidas por el PSOE en el 82, 86 y 89 entró en juego un fuerte componente de sectarismo agradecido por parte de los integrantes de la mayoría parlamentaria. Evocando los tiempos de la República -o, más exactamente, lo que al partido le habría gustado que hubiera sucedido entonces- algunos cuadros del PSOE solían referirse a su grupo parlamentario como la «mayoría de cemento». A mí siempre me pareció que la definición era correcta, pero no tanto por la solidez de sus actitudes, sino por la caradura con que sus miembros eran capaces de respaldar los dictados y la conveniencia del Gobierno por mucho que repugnaran a la verdad, la ética o el mero sentido común. El viejo dicho británico, paradigma del patrioterismo barato, «Right or wrong, is my country», se convirtió en la práctica en el lema del Grupo Socialista, aunque por razones menos altruistas. Para muchos de sus miembros el paso a la política había significado poco menos que un triple salto mortal en la escala social, con la subsiguiente posibilidad de cambiar de coche, de casa y en no pocos casos de pareja. Por eso, «acertado, o equivocado», era «su gobierno» -el que garantizaba la perpetuación del nuevo estatus adquirido- al que había que mantener.
A diferencia de lo que ocurriera durante las crisis de UCD, ni siquiera en los momentos de mayor tensión entre guerristas y renovadores, ni siquiera ante asuntos como los del GAL o los sobresueldos con fondos reservados que debían repugnar a sus convicciones más íntimas, se resquebrajó lo más mínimo la disciplina de voto dentro del Grupo Socialista, con la honrosa excepción de Pérez Mariño. La mayoría de los diputados de UCD, profesionales con prósperos despachos esperando su regreso, podían permitirse lujos -el principal de ellos, el de actuar en conciencia- que no estuvieron luego al alcance de sus colegas socialistas.
Así fue como el Parlamento declinó paulatinamente durante la década de los ochenta y primeros años noventa en una inconsistente caricatura de lo que cualquier demócrata sincero hubiera deseado que fuera. Con la colaboración habitual de las minorías vasca y catalana y el apoyo intermitente de un CDS que cavó su fosa al prestarse a entrar en el juego, el PSOE nucleó el llamado -para mayor escarnio- Bloque Constitucional, cuyo principal cometido fue precisamente desvirtuar la función constitucional del Parlamento. Un ejercicio tras otro se permitió al Gobierno convertir los presupuestos en papel mojado, permitiéndole alterar partidas, camuflar déficits y proporcionándole cuantos créditos extraordinarios solicitó. Una crisis tras otra se ahorró González la incomodidad de tener que comparecer a dar explicaciones inmediatas ante la Cámara, permitiéndose dirigirse antes al país a través de la televisión o incluso dar la callada por respuesta. Un escándalo tras otro soslayó el engorro de tener que afrontar comisiones de investigaciones parlamentarias encaminadas a depurar responsabilidades políticas en asuntos de la envergadura de los casos Juan Guerra, Filesa o Ibercorp. Y cuando ya en la cuarta legislatura felipista, perdida la mayoría absoluta y desbordado el Gobierno por los casos de corrupción, no hubo más remedio que hacer concesiones y aceptar que se crearan comisiones como las que se ocuparon de los casos Rubio o Roldán, el control de sus conclusiones siempre estuvo en manos de González y su interesado aliado Jordi Pujol, por mor de un reglamento que en definitiva permite que sea el investigado quien tenga la última palabra sobre el resultado de la investigación.
Doce años de seudovida democrática en estas condiciones fueron impregnando a la sociedad española de una especie de fatalismo enraizado en su atávica disposición a aceptar como normal lo que simplemente se había hecho habitual. Vistas las cosas desde el apogeo del annus miraculis -el mítico 92 de los Juegos de Barcelona, la Expo de Sevilla, el V Centenario, el Hispasat y el AVE- España era un país en el que todo volvía a estar atado y bien atado y en el que fuera del sistema seguía sin haber salvación. González había sido capaz de crear un sindicato de intereses, poniendo a su servicio mecanismos aparentemente invencibles que empezaban por su propio carisma personal y terminaban por el control sobre el voto de los sectores más débiles de la sociedad mediante artilugios como el PER o la política de viajes de la Tercera Edad. Enfrente no tenía a nadie medianamente dotado para competir con él en esa especie de concurso de belleza en que los medios de masas convierten la acción política en las sociedades modernas. De forma inexorable había hecho honor a su lema «Quien me echa un pulso, lo pierde».
González había ido asfaltando su marcha triunfal con los cadáveres de todo tipo de adversarios, e incluso dos tan aguerridos y bien pertrechados en teoría como Nicolás Redondo y Mario Conde pasarían a engrosar pronto, con ayuda de sus propios errores o abusos, el nutrido parte de bajas. Los avisos a navegantes habían circulado por doquier y la idea de que sólo alguien lo suficientemente temerario o chiflado podía osar enfrentarse a tan peligrosa ballena blanca empezaba a ser una percepción generalizada en las tabernas de cualquier puerto de la vida nacional.
En la España del pelotazo y el enriquecimiento fácil, la crítica al poder llegó a estar considerada poco menos que un ejercicio de mal gusto. Hacía falta estar loco de remate o ser tonto de baba para andar enredándose en escrupulosas pejiguerías sobre los GAL o la financiación irregular del partido cuando tantas posibilidades de prosperar había alrededor. «Acomódate, si te empeñas en enfrentarte a ellos no les durarás ni un asalto, no seas loco, fíjate lo bien que le está yendo a fulanito», eran consejos de uso corriente dirigidos a los más inconformistas.
Porque, a pesar de todo, los núcleos de resistencia persistían. Sociológicamente las nuevas generaciones de españoles eran las mejor preparadas de la historia, las que más habían viajado al extranjero, las que más anhelaban desde esa experiencia cosmopolita una verdadera modernización de España, también aquéllas en las que más naturalmente podía arraigar una conciencia crítica ante el progresivo deterioro de la situación. Para muchos de quienes se habían implicado en la gran aventura fundacional de la democracia de la segunda mitad de los setenta y que, bien desde el convencimiento, bien desde el recelo, habían contribuido a proporcionar a González y al PSOE la histórica oportunidad de octubre del 82, la década posterior fue una auténtica travesía del desierto, en la que a pesar de los continuos síntomas de que el anhelado cambio empezaba a transformarse en un viaje de regreso a lo peor de las esencias patrias, manifestarlo así suponía ir contracorriente y afrontar la soledad y el ostracismo.
El fuego olímpico
Fue aproximadamente cuando el fuego olímpico se extinguió en el pebetero del estadio de Montjuic o todo lo más cuando las luces de la Expo se apagaron en la isla de La Cartuja, dejando tras de sí tantos números rojos como trampas, cuando muchísimos ciudadanos, tanto entre los mayores como sobre todo entre los más jóvenes, empezaron a mirar hacia los medios de comunicación con la misma ansiedad con que el Libro de Samuel cuenta que los israelitas miraban a los paladines encargados de defenderlos cada vez que el gigante Goliat depredaba sus rebaños y arrasaba sus cultivos.
Desactivadas las demás instituciones de control y con una oposición bastante falta de pegada, fue quedando claro que sólo las revelaciones de la prensa podían hacer tambalearse a tan descomunal adversario. Y dentro de la prensa ya hacía tiempo que EL MUNDO venía siendo percibido como una especie de pequeño pero indesmayable David, capaz de acertar de vez en cuando con sus pedradas en el centro de la frente del gigante. A estas alturas del partido ya estaba suficientemente claro que sin un periódico con la actitud exigente y crítica del nuestro ni el caso Juan Guerra habría desembocado en la dimisión del vicepresidente, ni las trampas de Ibercorp y Filesa habrían sido desenmascaradas, ni el caso GAL habría continuado siendo un motivo de zozobra permanente para quienes recurrieron a tan siniestros métodos antiterroristas.
Por primera vez en su más de una década en el poder González se encontró en la primavera del 93 realmente contra las cuerdas. El devastador informe de los peritos del caso Filesa, corroborando punto por punto cuanto había descubierto dos años antes EL MUNDO, le obligó a comprometerse ante los estudiantes de la Universidad Autónoma a depurar responsabilidades al más alto nivel de su partido o dimitir. Descartada, por supuesto, en su fuero interno esa segunda alternativa, cuando el sector guerrista se atrincheró negándose a ofrecer la cabeza de Benegas como chivo expiatorio, González tiró por la calle de en medio y convocó elecciones anticipadas.
Algo que parecía inverosímil tan sólo unos meses antes -la victoria del Partido Popular de Aznar- surgió de repente como una hipótesis al alcance de la mano. Eso permitió a González resucitar viejos fantasmas, invocando el miedo a la derecha, y apelar al voto útil de la izquierda. El infarto de Julio Anguita tuvo en ese contexto una importancia enorme, en la medida en que privó a IU de su principal dique de contención frente a la ofensiva felipista. Al final, la cifra de participación superó en más de un millón todas las previsiones y esos votantes de última hora dieron la vuelta a los pronósticos, otorgando a González la más personal de sus cuatro victorias en las urnas.
Nunca la hubiera obtenido. Desde el principio tuve claro que lo que salía de ese frustrante y bastante justo desenlace era un Gobierno legítimo, pero inviable desde el punto de vista de la eficacia política. Y ello por tres razones: porque su base sociológica se asentaba sobre la España rural de menor cultura y mayor edad, de espaldas a los segmentos más dinámicos de la población activa; porque aritméticamente siempre iba a depender del voto de Convergència i Unió -toda vez que González no quería ni oír hablar de IU-, lo que inevitablemente bloquearía cualquier iniciativa izquierdista encaminada a dar satisfacción a su electorado; y, en tercer lugar, porque eran ya tantos los cadáveres -incluso en el sentido literal de la palabra- que al cabo de más de una década de corrupción y abusos se habían ido amontonando en el armario, que a nada que las instituciones democráticas fueran capaces de sacarlos a pasear, la legislatura se iba a convertir en una permanente caseta de tiro al blanco.
En esta encrucijada comienza la selección de mis artículos dominicales que integra este libro. Se corresponden sin duda con el periodo de mayor influencia y protagonismo de EL MUNDO en el proceso político, hasta el extremo de haber logrado determinar con su periodismo de investigación y su línea editorial buena parte de la «agenda» de la vida nacional.
Concretamente fue la publicación en la primavera del 94 de las pruebas documentales que acreditaban la existencia de la cuenta de dinero negro de Mariano Rubio y las revelaciones sobre el caso Roldán y el manejo ilícito de los fondos reservados del Ministerio del Interior lo que disparó la popularidad de la prensa escrita y en especial del diario EL MUNDO hasta límites insospechados. Todos los sondeos reflejaban ese alza de la credibilidad de los periódicos en mayor o menor medida. La tradicional encuesta de La Actualidad Económica entre empresarios y ejecutivos situaba a la Prensa y la Radio como las dos instituciones que inspiraban más confianza, por delante de las Fundaciones, la Guardia Civil, el Ejército y la Banca. El Gobierno aparecía en el lugar diecisiete y los Partidos Políticos en el diecinueve, precediendo sólo a los Sindicatos y a la Seguridad Social. En el «ranking» de españoles más influyentes yo mismo, en tanto que director de EL MUNDO, figuraba en el séptimo lugar, detrás de Pujol, González, Aznar, Botín, Polanco y Rojo e inmediatamente delante de Cuevas, Emilio Ybarra y Antonio Gutiérrez. Otros dos periodistas -Luis María Ansón y Luis del Olmo- ocupaban los lugares once y doce.
Superman, «depre»
Todo era más bien surrealista. De repente a los periodistas nos tocaba vivir días de vino y rosas. La gente hacía sonar el claxon cuando te reconocía por la calle y en los restaurantes te pasaban la mano por la espalda. La mayoría transmitía mensajes genéricos de aliento, pero también abundaban quienes trasladaban encargos concretos: «Venga, ahora lo de la mujer de Solchaga», «sacad pronto lo de Televisión Española», «que no se os escape De la Rosa»... y así sucesivamente. La lógica interna de estas personas parecía inapelable: un periódico que había sido capaz de descubrir la cuenta secreta del todopoderoso gobernador del Banco de España, un periódico que había sido capaz de encontrar y entrevistar a Roldán cuando la policía de medio mundo andaba ya tras sus pasos, debía poder conseguir casi cualquier otra cosa.
Tan desmesurada expectativa me recordaba el clima de euforia en torno al papel de la prensa que a mí me tocó vivir en Estados Unidos, inmediatamente después de que los hechos dieran la razón al Washington Post y se la quitaran a Nixon, en relación con el caso Watergate. Nada resumió mejor aquel ambiente de entusiasmo sobre la importancia que el periodismo riguroso e independiente podía tener de cara a la regeneración del sistema democrático que una portada de la revista New York. Reflejaba el mito de Superman, sólo que a la inversa. En una primera viñeta se veía al legendario héroe entrando en la tradicional cabina de teléfono donde solía tener lugar su transformación, con visibles muestras de decaimiento. Algo así como un Superman de capa caída y más bien «depre». ¿Significaba eso que Metrópolis quedaba desprotegida? De ninguna manera: en la segunda viñeta se veía a Clark Kent, el retraído periodista que encarna el «alter ego» del superhéroe, emergiendo pletórico de la cabina, bolígrafo y bloc de notas en ristre, y proclamando a los cuatro vientos: «¡And now to fight corruption in the highest places!».
Tengo grabado ese irónico «fumnetti» -«Y ahora a luchar contra la corrupción en los más altos lugares»- y también lo que con toda franqueza me explicaron los altos cargos del Post, con su director Ben Bradlee a la cabeza, cuando por aquel entonces tuve la suerte de entrevistarles:
-Tenemos que decirle a la gente la verdad, los periodistas no estamos en condiciones de descubrir ni siquiera una pequeña parte de los abusos que se cometen en nuestra sociedad...
El problema es que esa verdad resulta mucho más amarga y desalentadora en la España del 95 que en los Estados Unidos del 74. A fin de cuentas lo que el caso Watergate vino a demostrar es el correcto funcionamiento de una democracia como la norteamericana, capaz de hacer frente con rapidez y eficacia a una situación de emergencia como la creada cuando la cabeza del poder ejecutivo recurrió, primero, a actos ilegales para favorecer sus propósitos y mintió, después, a la nación para protegerse. Tanto el ministerio público, encarnado por los fiscales especiales Archibald Cox y Leon Jaworski, como los tribunales de justicia representados por el juez Sirica, como el Parlamento a través de la comisión de investigación presidida por el senador Erwin, cumplieron impecablemente las funciones de control y vigilancia que les asigna la Constitución. Los medios de comunicación -la prensa escrita, descubriendo el caso; la televisión, divulgándolo hasta el último de los hogares- fueron una pieza importante, pero sólo una más, dentro de un retablo institucional caracterizado por el perfecto juego de equilibrios y contrapesos.
En la España de la corrupción, el abuso de poder y el enriquecimiento fácil, muchos ciudadanos de a pie miran a la prensa, o al menos a una parte de ella, como una especie de última trinchera en la que pueden encontrar refugio la decencia y los valores cívicos. Cada vez es más frecuente que cuando alguien conoce conductas irregulares o incluso delictivas de funcionarios públicos no recurra ni a la policía ni al juzgado de guardia, sino a la redacción del periódico o a la emisora en la que confía. Y lo hacen pensando que de esa manera al menos expresan su derecho al pataleo.
Y que si las pruebas son inapelables, tal y como se ha demostrado en los casos GAL, Filesa o Ibercorp, entonces las demás instituciones no tendrán más remedio que interrumpir su querencia natural a mirar para otro lado y actuar, aunque sólo sea para cubrir las formas.
Sindicato del crimen
La creciente trascendencia de las revelaciones periodísticas sobre casos de corrupción impulsó en el otoño del 94 al Gobierno felipista, con González a la cabeza, a un cambio de actitud hacia la prensa crítica, pasando del hostigamiento esporádico a la beligerancia estructural. El objetivo de ese nuevo enfoque era presentarnos a los profesionales incómodos no como a periodistas en el ejercicio de su función social, sino como a enemigos políticos al servicio de los más oscuros intereses.
El primer paso en esa dirección fue el invento de la llamada «conspiración republicana», a partir de la reunión constituyente de la Asociación de Escritores y Periodistas Independientes (AEPI) en el término marbellí de La Quinta. El mero hecho de que entre los promotores y asistentes figurara el colaborador habitual de EL MUNDO Antonio García Trevijano dio pie para que la calenturienta imaginación de José Luis de Vilallonga denunciara en La Vanguardia una maniobra de alto calado contra la Corona en la que -reeditando falsedades difundidas dos años atrás- se nos encuadraba a Mario Conde y a mí. El disparate de una conjura republicana con el conspicuo monárquico Camilo José Cela como presidente de honor y nada menos que con el guardián de la ortodoxia Luis María Ansón como integrante activo se habría desmoronado por sí solo de no haber sido por unas declaraciones de González a El País, dando pábulo a la especie. Preguntado expresamente por Joaquín Estefanía por la «conspiración republicana», el presidente no sólo no desmentía el infundido sino que lo alimentaba explicando que era conocido que había una serie de personas que buscaban el «deterioro de las instituciones».
Esta burda pretensión de presentar las críticas a su gestión política como ataques al conjunto del sistema democrático se convertiría en los meses siguientes en una especie de estribillo, tanto en boca de González como de alguno de sus más caracterizados perros de presa. Con esa estrategia intentaban desarrollar la tesis, esbozada inicialmente por Juan Luis Cebrián y otros paladines del imperio Polanco, según la cual un grupo de profesionales de elite, agrupados en torno a la COPE, Diario 16, ABC y EL MUNDO, integramos un «sindicato del crimen» que pretende erigirse en un poder paralelo.
Tan artificial falacia ha chocado reiteradamente con la realidad de que los supuestamente conjurados hemos defendido posturas distintas cuando no antagónicas ante los más diversos asuntos de la realidad, desde la huelga general hasta el papel del juez Garzón. En el frente periodístico el descubrimiento de que empresas de Polanco han recibido decenas de miles de millones de pesetas en créditos de los Fondos de Ayuda al Desarrollo para exportar material escolar y sanitario a Latinoamérica tuvo un efecto devastador para la imagen de su imperio: ¿cómo se puede alardear de «independiente» mientras se recibe tan generosa derrama de dinero público?
La bestia de Felipe
Un tanto inesperadamente el llamado «caso Palomino» se convirtió en el primer gran conflicto del nuevo curso. EL MUNDO publicó que el cuñado del presidente había obtenido una plusvalía superior a 300 millones como consecuencia de la reventa especulativa de una parcela adquirida en una oferta de suelo público. Desde nuestro punto de vista no se trataba sino de un ejemplo más de la picaresca del pelotazo y ya nos habíamos olvidado de la noticia cuando González, aprovechando extemporáneamente una rueda de prensa en Marruecos, arremetió durísimamente contra el periódico acusándonos nada menos que de publicar falsedades a sabiendas.
Fue el desmedido ataque del presidente lo que nos impulsó a creer que el asunto tenía mayor trascendencia y lo que nos obligó a desarrollar una investigación más profunda. En seguida nos dimos cuenta de que en lo publicado había inexactitudes, pero que la realidad excedía en gravedad a la primera versión. Palomino no sólo había vendido la parcela sino también su empresa de calderería que estaba técnicamente en quiebra. Y resulta que quien había proporcionado la bicoca de los trescientos y pico millones a la familia del presidente era la empresa eléctrica CAE, que a partir de ese momento vio espectacularmente incrementada su facturación con el sector público. La guinda que remataba el pastel era que CAE había sido la adjudicataria a dedo de las obras de electrificación del búnker de La Moncloa.
Frente al mutismo con que en otros casos se habían acogido nuestras revelaciones, el Gobierno optó esta vez por una guerra informativa frontal, haciendo públicas nada menos que tres notas consecutivas que pretendían contestar con gran extensión y detalle a las imputaciones del periódico. El resultado fue una campaña gratuita de promoción para EL MUNDO. La negativa del Gobierno a que se constituyera una comisión parlamentaria que investigara los indicios de tráfico de influencias en favor de la familia del presidente zanjó la cuestión pero inclinó la balanza de la opinión pública que, según todos los sondeos, optó por creer a EL MUNDO y no a La Moncloa.
Con ocasión de esta polémica la revista Tribuna publicó una portada presentándome como la «bestia negra de González» y haciéndose eco de la interpretación gubernamental según la cual EL MUNDO era una plataforma política antes que un periódico, y su director un aspirante a la conquista del poder antes que un periodista. La maniobra no dejaba de ser hábil en la medida en que pretendía trasladar el conflicto entre EL MUNDO y el Gobierno del ámbito de la libertad de expresión, en el que cualquier demócrata debe asumir respetuosamente la crítica, al de la confrontación política en el que se tiende a creer que impera el todo vale. Presentándome poco menos que como líder de la oposición en la sombra, se pretendía minusvalorar además a Aznar y a Anguita, e incluso estimular el recelo del PP e IU hacia nuestro periódico. Como carambola, ya digo que no está mal, pero el único problema de estas jugadas maquiavélicas es su absoluta carencia del más mínimo apoyo en la realidad.
EL MUNDO nunca va a ser nada más que un periódico, pero tampoco nada menos que un periódico, dispuesto a cumplir con su función social al precio que sea. Creo que así había sido percibido desde su nacimiento por la mayoría de los ciudadanos, pero por si hiciera falta una gran historia que sirviera de definitivo test de todo ello, el destino quiso que en diciembre del 94 volviéramos a toparnos con el caso GAL, nuestra gran asignatura informativa pendiente.
Cuando Melchor Miralles me contó que Amedo y Domínguez estaban decididos a desvelar la verdad y que nos habían elegido a nosotros y al juez Garzón para hacerlo, pensé que el tiempo nos hacía justicia a quienes siete años antes habíamos demostrado anteponer el derecho a la información de los lectores a nuestra propia conveniencia profesional. No dejaba de ser una alentadora paradoja que a la hora de su confesión los ex policías recurrieran a los periodistas que durante años les habían acosado informativamente, aun a costa de perder sus empleos, y al juez que había aportado las pruebas para sus extensas condenas. Y es que nadie mejor que ellos para saber quién había perseguido durante todo ese tiempo la verdad, y quién había tratado de ocultarla.
Tal y como era de prever, el Gobierno y sus acólitos recurrieron en seguida a la teoría de la conspiración, denunciando la connivencia entre Garzón, EL MUNDO, Amedo y Domínguez y la oposición política, y lanzando la especie de que un misterioso «señor Z» había coordinado la operación contra el «señor X». Tanto Julián Sancristóbal como Rafael Vera -en conversación con el subdirector de EL MUNDO Casimiro García Abadillo, poco antes de ser encarcelado- confesaron privadamente que cuando hablaban del «señor Z» se referían a mí y aseguraron disponer de pruebas y testimonios para demostrarlo.
En pocas ocasiones me he sentido más orgulloso de ser periodista antes que ninguna otra cosa. Es cierto que como director de EL MUNDO acudía a declarar ante Garzón y le entregué, a petición suya, una serie de documentos que obraban en nuestro poder; es cierto que asistí a casi todas las largas sesiones de entrevista que Amedo y Domínguez grabaron con Melchor Miralles; y es cierto que, habiéndonos comprometido a no empezar a publicar nada hasta que ellos declararan ante Garzón, fui contando luego los días y hasta las horas que faltaban para poder difundir la historia. ¿Pero es que acaso puede un periodista cumplir más eficazmente con su obligación que transmitiendo un relato consistente, avalado por pruebas documentales, que revela una parte de la realidad deliberadamente ocultada durante años y de enorme trascendencia para el futuro político de España?
El Libro de Samuel
El Primer Libro de Samuel describe a Goliat como un gigante de tres metros, vestido con una formidable armadura de sesenta kilos y armado de la más terrible lanza jamás exhibida ante los hijos de Israel. Estoy seguro de que más apabullante y amedrentadora resultaban aun, hace bien pocos años, la estampa del todopoderoso régimen felipista, depositario de la legalidad democrática, de la iniciativa intelectual y hasta de la capacidad de repartir credenciales éticas, a los ojos de nuestra débil sociedad civil. Cuenta la Biblia que para enfrentarse a Goliat en la más desigual pelea que han visto los siglos, David sólo disponía de «cinco piedras bien lisas», pero los exégetas aclaran que Dios estaba con él porque «el tema del Señor que salva al pueblo del poder soberbio es una constante en la Biblia».
Como reza el título del primer artículo que escribí tras las revelaciones de Amedo, para la sociedad española ha llegado «la hora de la verdad». Si, como yo creo, estas últimas pruebas de que el régimen felipista ha venido ejerciendo el poder sobre unas bases morales equivocadas y perversas marcan el punto de no retorno de su agonía política, no resultará difícil a los historiadores del futuro identificar los casos Filesa, Ibercorp, Roldán, fondos reservados y GAL como las cinco piedras del zurrón de David que dieron en tierra con el gigante abusivo, retador y prepotente. No sólo los profesionales de EL MUNDO y de los demás medios que han hecho aportaciones al esclarecimiento de estos casos, sino todos los periodistas de esta generación podrán sentirse orgullosos de que esa ansia gremial por destapar lo oculto, esa obsesión casi sacerdotal por iluminar las zonas de sombra haya sido la imparable fuerza interior que ha nivelado primero la balanza y decidido luego la partida.