2007-09-08.LA VANGUARDIA.COSAS QUE YA NOO HARE GREGORIO MORAN
Publicado: 2007-09-08 · Medio: LA VANGUARDIA
Ver texto extraído
Cosas que ya no haré Sábado, 08/Sep/2007 Por Gregorio Morán (AL VANGUARDIA, 08/09/07): Nunca imaginé llegar tan lejos. En la edad, me refiero. Pasar de los treinta, para una generación que jugó patéticamente al heroísmo, nos parecía un exceso que implicaba dosis de renuncia; la coherencia, esa maldición de nuestra época, nos obligaba a ir muy rápido y por más esfuerzo que hacíamos, llegábamos tarde a todas partes. Aquello que alguna vez pensamos era el comienzo de algo, resultó ser el colofón de una ristra de fracasos. El Che y las guerrillas revolucionarias de América Latina, el mayor destrozo intelectual y político que conoció América Latina incluida la colonización y sólo comparable a las dictaduras militares. El pensamiento liberador de Marcuse cuyo efecto letal ahora recuerdo como un sarcasmo, fueron los inabarcables senos que la estudiante del SDS – sindicato estudiantil alemán, socialista radical – le enseñó a Adorno en plena clase magistral y que el maestro no pudo afrontar, provocándole un espasmo y la muerte. ¿Y mayo del 68? Cuando todo iba a empezar y fue a ser que terminaba. Ya sé, ya sé que las cosas son más complejas pero no estoy escribiendo ni un tratado ni unas memorias, sino un artículo de periódico en el que trato de evocar un aroma, sólo un cierto aroma, de la ingenuidad perversa de aquellos años inolvidables cuando pensábamos que alcanzar la treintena significaba algo parecido a renunciar a vivir intensamente. Y llegaron los cuarenta, aplastantes. En castellano hay esa diferencia brutal entre la candidez de la expresión “treintañero” y el definitorio “cuarentón”; en diez años lo que se encaja con gracia se vuelve castigo. La cuarentena, como su propio nombre indica, es década de renuncias, de giros biográficos, de conversaciones tardías. Los cuarentones son inseguros desde media tarde, y a menudo duermen mal. Conozco auténticos criminales de la historia, tipos que hicieron matar a centenares y para quienes eso de dormir mal y los cuarentones son pendejadas, porque ellos han dormido bien siempre y ahora se exhiben nonagenarios y duermen de un tirón, e incluso añaden, con desparpajo, “como niños”. No me canso de repetir que los grandes hijos de puta suelen ser longevos, sólo que a veces la historia les interrumpe su ambición de perennidad. Sobrevivir a los cuarenta con dignidad me parece la mayor audacia de la vida. Los cuarenta son mortales, carecen de sentido de la piedad; cada cual ha de afrontar lo que le queda y sabe que al final de esa década afrontará la evidencia del ecuador; por muy bien que le vaya en la vida, a partir de ese momento no le queda más remedio que admitir que ese segundo y definitivo tramo será más breve que el primero. Has vivido más de lo que queda por vivir. En nuestra cultura la muerte está tan viva, valga la paradoja, que sólo hablar de ella parece que le pone trabas al disfrute. Miro hacia atrás, y los cincuenta me recuerdan una canción que cantaba mi madre y de la que sólo me queda una estrofa aislada sobre un “caminito del olvido”. Pues eso. Para recordar mi década de los cincuenta he de hacer un esfuerzo excepcional, no porque se me hayan olvidado cosas, que estoy seguro que sí, sino porque han pasado tan rápido que apenas si uno tuvo tiempo de fijarlas. No guardo una conciencia especial de mis cincuenta fuera de que los viví intensamente, supongo, porque de no ser así uno conservaría memoria del aburrimiento y la duda, pero más allá de eso, los cincuentones somos – éramos – gentes demasiado inclinadas a no renunciar a nada, menos al ridículo. Quizá los cincuenta desarrollen en nosotros una inclinación inquietante que consiste en convertir cada defecto en algo crónico y por tanto inseparable para lo que nos reste; metidos en los cincuenta hay cosas que aún son posibles: aprender idiomas, sacarse el carnet de conducir, hacer viajes exóticos, enamorarse o descubrir que la vida vivida es vida gastada y construirse un nuevo proyecto: cambiar de oficio, de familia, de casa, de país y hasta de coche. Los cincuenta son quizá la última oportunidad antes de jubilarse de todo. Por eso me parece importante cumplir sesenta años, porque es el momento de pararse a reflexionar sobre algunas cuestiones ahora capitales. Ya no hay tiempo para todo; sólo queda margen para algunas cosas. Hay que elegir, y elegir siempre significa rechazar. ¿Qué cosas pienso que ya no haré? ¿En qué no me detendré ni siquiera lo imprescindible para cumplir?. Lo primero y fundamental, no engañarme. Ya no vale eso de que necesito tiempo para irme adaptando a algo que sé que no me gusta. Ahora sólo cabe admitirlo o rechazarlo, lo demás son chorradas. No me gustan los niños, por ejemplo. Nunca me gustaron los niños, ni las fiestas sorpresa, ni las felicitaciones que no son recíprocas. Y ahora ya puedo decirlo con convicción porque acabo de cumplir sesenta años y a partir de ahora me pillan muy mayor las ruedas de molino. Ya soy un tipo mayor que debe reflexionar sobre su desprestigiada y esquilmada quinta y algunas adyacentes. Es curioso pero nunca me fijé en las esquelas, no iban conmigo, y ahora les echo una ojeada, como sin querer, pero queriendo, por más que no saque nada en claro porque apenas si conozco a gente y mi vida social es escasísima .No puedo sin embargo ni siquiera ojear las páginas de esquelas en los diarios vascos y de otros lugares de España donde tienen por costumbre acompañar la esquela con la fotografía del finado. Sin ánimo de ofender, porque sé que este es un asunto delicado, pero a mí me produce repulsión ver la cara del fiambre en retratos de fotomatón, observándome desde el diario, como si me enseñara el carnet de identidad y yo fuera el sepulturero. Pero no me puedo sustraer a las necrológicas de lustre con derecho a artículo encomiástico. La tradición hispana, no sé si judeo-cristiana o árabe-cristiana o nacionalcatólica, me da igual, consiente que los muertos se conviertan por el trascendental e irreversible hecho de morirse en beneméritos geniales. Si me propusiera ahora una sencilla serie de comentarios a los cuatro muertos hispanos más ilustres que recuerdo durante este verano podría ser demoledor y se me juzgaría resentido. Pero cómo afrontar que el ilustre abogado Rodrigo Uría haya fallecido de boga-boga por el Adriático en la barquichuela de Pérez Simón, tropecientos metros de eslora, paisano mío enriquecido hasta la exhuberancia en el México del PRI. O la de Jesús Polanco, empresario capital de los medios de comunicación que de haber sido tal y como lo pintaron sus exegetas necrológicos – y en verdad que pasaron lista sin olvidarse de ninguno, incluidos los arribistas a los que invitó a alpiste en somera ocasión – resultaría que no hubiera pasado de vender libros de segunda mano en el Santander de sus primeros negocios. ¡Vaya verano! A falta de canícula cayeron personajes calientes-calientes. A qué viene esa manía nuestra de engrandecer por un día al muerto convirtiéndole en paradigma de no se sabe qué. El temerario Xirinarchs en mártir patriótico, él que había empezado introduciendo razón y libertad en una iglesia fascistizada para acabar en talibán independentista en un país, Catalunya, que le ninguneó de tal modo que ni siquiera ha llegado a contar algo tan obvio como su suicidio. ¿Cómo decidió matarse mosén Xirinachs? Que yo sepa nadie nos lo ha dicho y sería bueno saberlo, porque la dignidad de Xirinachs exige transparencia. Y luego Umbral y por si fuera poco José Luis de Vilallonga. De Umbral muerto no añadiré nada a lo que ya escribí vivo, sólo mi sorpresa por la cantidad de plumillas que sin tener ni zorra idea de lo que es escribir, es más, haciéndolo espantosamente mal, le consideran “maestro del estilo”. Vilallonga sí que me parece un personaje curioso, españolísimo, golfo y brillante, provocador de todas las envidias; no fue nada durante mucho tiempo pero sin embargo fue un poco de todo lo que los mediocres del mundo entero soñarían emular: actor en Nueva Cork, amante legendario que gatilleó ante Jeanne Moreau, escritor y negro de postín – Davidoff recurrió a él para sus libros -, actor talismán de Berlanga-Azcona, columnista temerario en La Vanguardia. Posiblemente algún día alguien descubra que nadie mejor que Vilallonga para encarnar la transición española; desde la junta Democrática de Santiago Carrillo y García Trevijano, hasta la biografía oficial del Rey escrita en plan colega. Entre las cosas que no haré quizá sea ésa la que más me convence. No comulgar con ruedas de molino. Por mucho que lo griten y por mucho que me atosiguen no hay más ruedas que tragar. Y no por valor, ni por audacia, ni por temeridad, sino por economía de recursos. A partir de cumplir sesenta años hay que administrarse los tiempos, los recuerdos, las pasiones, los subterfugios y hasta los artículos. Nada de derrochar fuerzas. Ya no habrá más cumpleaños inútiles, porque cada año contado será como una victoria sobre el tiempo, un triunfo de la suerte sobre la evidencia. Por eso he pensado que muchas cosas que hacía por costumbre o educación o simple hábito, serán sometidas a un implacable sistema de revisión. Educación y distancia; quien salude será saludado pero sin adelantarse; no cabe dilapidar nada. Sólo hay algo en lo que debería dejarse un amplio margen para la improvisación y el silencio cómplice; escuchar atentamente, sin displicencia, a quien piense que el mundo se puede cambiar de mil maneras. Eso sí, evitando con rigor y concienzudamente a los tontos entusiastas. Pero a los entusiastas inteligentes darles todo un baúl de confianza, porque al fin y a la postre todos los fracasos no invalidan otro intento.