1990-01-14.ELINDEPENDIENTE.AUTODETERMINACIÓN 5.PATRIOTISMO CONSTITUCIONAL AGT

Publicado: 1990-01-14 · Medio: ELINDEPENDIENTE

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PATRIOTISMO CONSTITUCIONAL. AUTODETERMINACIÓN (5)
EL INDEPENDIENTE. 14 ENERO 1990
ANTONIO GARCÍA-TREVIJANO
El sentimiento de los que reivindican el derecho de autodeterminación es más fácil de comprender, a pesar de su carácter alógico, que la falta de conciencia nacional de quienes admiten la existencia de este derecho por sentimientos o fingimientos democráticos. Unos son partidarios de reconocer a vascos y catalanes el derecho de separarse. Otros no niegan la legitimidad de este derecho, pero se oponen a su reconocimiento porque no está recogido en la Constitución. Estas dos opiniones, que cuestionan la identidad española, manifiestan la conciencia anacionalmente cosmopolita de una parte de la juventud y la seudoconciencia posnacional de los partidos políticos estatales.
Las jóvenes generaciones no pueden entender que se prefiera ver alterada la convivencia pacífica antes que reconocer algo tan obvio como el derecho de cualquiera a vivir libremente con quienquiera. Si la mayoría de vascos y catalanes desean separarse no hay excusa para impedírselo sin violar la esencia misma de las libertades democráticas. Quienes negamos la existencia del derecho de autodeterminación en España, sin basarnos en el oportunista alegato de la imposibilidad constitucional o la inoportunidad política de su reconocimiento, damos la impresión de estar cometiendo una grave incoherencia con los principios democráticos que decimos profesar.
El absolutismo liberal de estos jóvenes no se para a pensar en que así como los individuos proceden de unos padres de los que se pueden separar, pero no negar su filiación, ni llevarse contra su voluntad a los hermanos en minoría, también nacen y crecen en un medio comunitario que les da, sin preguntarles ni pedirles consentimiento, una identidad nacional. Toda persona puede renunciar a su nacionalidad de origen y acogerse a otra de su elección. Puede fundar y vivir en comunas transitorias, como los «hippies», o permanentes, como los mormones. Pero lo que no puede hacer es crear, por concertación voluntaria con la mayoría de habitantes de un territorio, una nueva identidad nacional, un nuevo Estado independiente. Las naciones no son, no han sido ni serán, productos jurídicos del ejercicio de un derecho. Como tampoco el fruto de un contrato de sociedad. Que, por otra parte, no se funda por mayoría, sino por unanimidad de las contratantes.
La especie humana ha surgido en nichos natales que se desarrollaron mediante difíciles equilibrios entre las dos tendencias a que los sometió la necesidad de supervivencia. La tendencia particularista cohesiona defensivamente al grupo. La tendencia universalista lo empuja ofensivamente a un tipo de cultura más amplio. Hace quinientos años ciertas comunidades regionales lograron un equilibrio estable entre estas dos tendencias con su integración en un nuevo producto histórico, el Estado. Desde entonces la conciencia colectiva de estos diversos pueblos expresó su identidad regional y estamental a través del Estado unitario. España fue la primera integración de comunidades regionales que accedió a la identidad estatal.
Pero las tendencias particularistas y universalistas no desaparecieron dentro de la nueva entidad. El predominio de uno de los pueblos, el más numeroso y el mejor adaptado por su cultura a la expansión de la tendencia universalista, aseguró la unidad de la nueva organización estatalizada. Los pueblos minoritarios tuvieron que acentuar el valor de su particularismo para cohesionarse frente a la hegemonía de la cultura dominante. Hasta que la Revolución francesa abrió la oportunidad histórica a cada comunidad cultural de buscar una nueva identidad.
La masa de los individuos, revolucionariamente liberados y movilizados, encuentra en el nacionalismo la posibilidad de satisfacer su necesidad de nueva identificación colectiva. La nación usurpa la función soberana a los monarcas y se impone a los Estados. Unas veces, como en Francia, España y Portugal, transformando al mismo Estado renacentista, absoluto y feudal, en Estado nacional. Otras veces, fundando un nuevo Estado nacional mediante guerras y revoluciones de independencia, como Estados Unidos, Grecia e Italia. Y otras, finalmente, separándose con violencia para crear un nuevo Estado nacional, como Irlanda del Sur. En este largo proceso revolucionario, que termina en Europa occidental cien años después, Cataluña y el País Vasco definieron, junto con los restantes pueblos de España, su identificación nacional transformando al unitario Estado absoluto en liberal:
La nueva identidad colectiva hace coincidir la herencia profana de la cultura lingüística, literaria e histórica de todos los pueblos españoles con la forma organizativa del Estado unitario. Pero no puede impedir que se renueve la tensión entre la tendencia a la expansión, vehiculada por el valor universal de las mercancías fabricadas y de las libertades humanas, y la tendencia a la autolimitación, desahogada con nuevos sentimientos de autonomía. El Estado nacional, por su propia dinámica, engendra los movimientos autonomistas de las minorías oprimidas, que reaccionan combatiendo por la igualdad de derechos contra los privilegios de la cultura dominante. La democracia permite resolver el conflicto modificando la organización centralista del Estado con criterios inspirados en la descentralización burocrática y en la desconcentración del poder.
El nacionalismo fundador del Estado totalitario rompió este delicado equilibrio, liberando al elemento particularista de la compulsión universalista de los valores morales de la democracia. Hizo de la nación un puro pretexto de brutalidad y de represión, con el que se identificó la mayoría de la población, incluida la vasca y catalana. Las presiones universalistas de la economía y de los derechos humanos consiguieron, tras cuarenta años, empujar al Estado nacionalista a su autorreforma. Los diputados usurparon la potestad constituyente de la sociedad civil aprobando, por consenso con los nacionalistas vascos y catalanes, una Constitución construida sobre dos pilares: mantenimiento de la organización unitaria del Estado monárquico, fundado por el dictador, con un sistema general de autonomías, y promoción de una nueva identidad colectiva de los españoles, desvinculada de la tradición histórica nacional, para hacer posible que el Gobierno del particularismo franquista continuara en el poder en nombre del universalismo democrático.
Este antihistórico oportunismo del pacto constitucional ha proseguido la patología nacional anterior, sólo que cambiada de signo. Lo que antes era enfermizo por exceso, ahora lo es por defecto. El particularismo egoísta de los nacionalismos periféricos puede aparecer así como señal de progreso y de afirmación democrática. El universalismo cultural y progresista de la tradición histórica nacional de España—revolución del 68. República Federal, Segunda República, resistencia clandestina, exilio, sindicalismo. Asamblea de Cataluña, Juntas Democráticas— todo ese tesoro ha sido sepultado como bloque histórico junto con la tradición del particularismo nacional bajo la losa de la Constitución. Con este entierro de la historia se ha dado paso a la formación de una conciencia anacional en los jóvenes y posnacional en los adultos.
Sin tradición histórica, sin memoria anterior a la Constitución, la conciencia anacional no puede percibir que las minorías vasca y catalana, sin estar oprimidas por la cultura castellana, pretendan ahora convertirse a través de un Estado independiente en mayorías opresoras de esta cultura. Esta conciencia cosmopolita ignora que el derecho de autodeterminación no se refiere a los individuos ni a los Estados, sino exclusivamente al derecho de las naciones a disponer libremente de ellas mismas.
De otro lado, la conciencia posnacional, cínicamente empeñada en que se olviden los exagerados sentimientos nacionales de su reciente pasado franquista, admite la existencia abstracta del derecho de autodeterminación porque le parece una expresión sumamente democrática, sólo que no lo puede reconocer en concreto porque no está recogido en «su» Constitución. ¡Como si pudiera caber en ella! Sería una Desconstitución del Estado.
Esta falsa y voluntarista conciencia ahistórica, asumida también por los partidos y medios intelectuales de la oposición a la dictadura —en virtud del consenso y de la utilidad que le reporta el silencio sobre su pasado colaboracionista o ultrarrevolucionario—, encuentra el signo de su identidad colectiva en una especie de nacionalismo negativo, en el sentimiento de estar integrada en un patriótico consenso constitucional. Sustituye el consenso social, implícito en toda conciencia nacional, por el consenso político, explícito en la conciencia constitucional. Se opone al patriotismo económico catalán y al patriotismo étnico de Euskadi en nombre de lo que un intelectual alemán ha denominado «patriotismo de la Constitución».
Como dijo Mettemich de Italia. España es hoy la expresión geográfica de «este país». La conciencia institucional y la geografía económica han desplazado a la conciencia histórica de España. Es natural que esta seudoconciencia española se tambalee ante los ligeros resoplidos de la viva y particularista mentalidad del nacionalismo vasco-catalán.