1977-12-07.REPORTER.29.FICCIÓN CONSTITUCIONAL AGT

Publicado: 1977-12-07 · Medio: REPORTER

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FICCIÓN CONSTITUCIONAL
REPORTER 29. 7 DICIEMBRE 1977
ANTONIO GARCÍA-TREVIJANO
L a «filtración» del proyecto de Constitución ha roto la ley del silencio que todos los partidos parlamentarios habían aplicado a los debates sobre las cuestiones constitucionales.
Es inaudito que el asunto de mayor trascendencia para la vida democrática de un pueblo, cual es el proceso de elaboración de «sus» normas constitucionales, se oculte a la opinión pública. Pero lo inaudito adquiere, con el hipócrita escándalo que ha provocado la «filtración» del proyecto, la dimensión de lo grotesco.
No se sabe por qué extraña razón de Estado los partidos aceptaron el secuestro de la información sobre las discusiones y ponencias de la comisión parlamentaria encargada de redactar el proyecto de Constitución. En cualquier caso, este compromiso de silencio entre caballeros no ha sido muy caballeroso para los electores que dieron sus votos a un determinado partido, y no a otro, para que defendiera un tipo determinado de Constitución, y no otro. Sin este conocimiento de los enfrentamientos y de los compromisos entre los distintos miembros de la comisión, el proyecto constitucional aparece ahora ante la opinión como un texto divino inspirado en el «bien común» o en el «interés general» de los ciudadanos, en lugar de representar lo que realmente es, un compromiso concreto entre grupos parciales, en el que prevalece el interés particular del grupo predominante. Por este motivo, lo verdaderamente escandaloso para un espíritu democrático no es que un partido falte a su palabra de silenciar el compromiso constitucional, sino que silencie ante sus electores y ante la opinión general la naturaleza, el alcance y la razón de este compromiso.
Es posible, yo no lo creo, que el proyecto de Constitución sea conforme a la relación de fuerza existente entre los distintos partidos que lo han elaborado. Pero los ciudadanos, inadvertidos de las dificultades que ha entrañado su aprobación por la comisión, no lo pueden comprender como tal. Las bases de los partidos aceptarán el texto constitucional por disciplina, es decir, por razón de autoridad. Pero nadie podrá aceptarlo por la autoridad de la razón que se desprende del mismo. Nada puede explicar una ley, y con mayor motivo una ley constitucional, con independencia del conflicto de intereses que la ley tiende precisamente a resolver. Sin el conocimiento público del conflicto constitucional existente entre los partidos que han elaborado este proyecto, no puede haber jamás un «consensus» de los ciudadanos sobre la Constitución. Para ellos será siempre una Carta otorgada y no una Constitución asumida como propia. El hecho de que sea un monarca, un dictador, un partido, o un conjunto de partidos, quienes elaboren en silencio la Constitución no cambia la naturaleza dictada y antidemocrática del acto constitucional frente a los ciudadanos. Ya que éstos no pueden participar directamente, por imposibilidad física, en la elaboración del texto constitucional, sólo podrán asumirlo en propiedad cuando lo vivan como proceso, es decir, cuando sean conscientes de que el equilibrio de poderes que consagra es el que traduce mejor el equilibrio social existente en la realidad. A esta conciencia, que es una conciencia política, sólo puede acceder el ciudadano a través de una información diáfana de la lucha partidista que ha sido superada justamente con el proyecto que se le propone como ley constitucional.
Este vicio de origen del proyecto constitucional se refleja indefectiblemente en su contenido. Una constitución del Estado escrita a espaldas, o a escondidas de la opinión no pude ser más que una Constitución del Poder escondido y, en consecuencia, una Constitución sin respaldo popular. Esta es la característica fundamental del proyecto constitucional. Con él no se trata de constituir al poder del Estado, sino de enmascarar al verdadero poder estatal tras el simulacro de un ficticio poder parlamentario. El poder del Estado, que debe ser el objeto de toda constitución política, no reside hoy en el Parlamento, como sucedía en el siglo XIX. Ni en España, ni en Europa occidental, ni en Norteamérica. Pero este anacronismo de nuestros actuales constitucionalistas no es inocente. El proceso constituyente del Estado se cerró, hace un año, cuando los partidos democráticos de la oposición aceptaron participar en unas elecciones convocadas por el Poder con la única finalidad de que no se cuestionara la forma de Estado, a cambio de reservar un Parlamento para la acción política representativa. Todo intelectual, aristotélico o marxista, sabe que la forma es inseparable de la materia. Y que, por tanto, la opinión dominante respecto a la naturaleza accidental de la forma de Estado, con relación a su contenido, es una pura hipocresía que el oportunismo democrático inventa para justificar su participación en un proceso constituyente, que no existe, y en un régimen, como el de la Restauración, que hurta a los ciudadanos y a los partidos la posibilidad de cambiar, por vía pacifica y representativa, el poder ejecutivo del Estado. Pueden, eso sí, cambiar el Gobierno. Pero a condición de que continúe sirviendo de administrador del mismo poder actual.
Por su origen y por su contenido, el proyecto constitucional no sirve de punto de partida para una vida política democrática en España. Pero sirve como punto de llegada a una situación original en la que el poder franquista se reserva en exclusiva el Estado gracias a la colaboración de una oposición que se contenta con ser admitida en el seno de la ficción parlamentaria.
El proyecto de Constitución, como no pretende constituir a lo que ya está constituido, es decir, al poder del Estado, se reduce, como en el siglo XIX, a un simple reglamento de funcionamiento interno de la clase política. Por eso, lo que entonces era racional aparece ahora como absurdo y obsoleto. Cuando la ley del mercado era la norma constituyente de las estructuras sociales, la clase política construyó el Parlamento y dividió los poderes jurídicos del Estado para neutralizar la intervención de éste en los asuntos sociales. Mantener este anacronismo en la época actual, cuando el Estado regula el conjunto de la actividad económica y asegura los riesgos sociales de la producción supone no sólo un desconocimiento mayúsculo de la naturaleza indivisible del poder del Estado, sino, lo que es mucho más peligroso, un abandono de todo control democrático sobre ese poder único del Estado. Si el poder del Estado moderno se administra fundamentalmente por vía extraparlamentaria, resulta francamente pretenciosa la ilusión de dominarlo a través de la retórica parlamentaria. El Parlamento tiene una función insustituible en las modernas sociedades industriales: controlar al Poder. Pues bien, esta función es inconcebible si el Gobierno es designado por la misma mayoría que tendrá que controlarlo. Nadie se controla a sí mismo. La separación de poderes y la posibilidad del control democrático sólo puede surgir cuando es el pueblo quien designa tanto a quien ha de gobernar como a quien ha de controlar al Gobierno. Este sistema constitucional se llama presidencialismo democrático. La constitución parlamentaria es hoy una constitución del poder ficticio que oculta el funcionamiento del verdadero poder del Estado.